De los 68 torreones
erigidos hacia 1870
sólo uno resiste todavía
el peso de la luz.
Los poetas de Matanzas,
hastiados de la vida
que va hacia el mar
—
que es el morir—;
decidieron acompañarnos
a la milla restaurada
para que el francés o el húngaro
degusten su gaseosa frente
a la mercancía de la historia.
Donde una vez Máximo Gómez
zanjó el vientre de su caballo
en la alambrada española,
ahora podemos notar
la lengua del marabú
fijando su gobierno.
Al subir por la roída escalera
fingimos ya dentro observar
la batalla, soportando
el hedor de un excremento
humano, que a tres metros
de altura hacía más creíble
la escena.
Si la punzada del miedo
mojó las bragas de
algún español centurias atrás,
en el acto de vaciar el cuerpo
sobre su último cuartel
trazamos la respuesta
del orgullo nacional.
La veladora nos cuenta
más tarde: varios campesinos
de la zona han convertido
los fortines en corrales para
cerdos.
Al marcharnos,
no quisieron volver el rostro los poetas
de una ciudad nombrada Matanzas.
Suerte del velo
No se sabe muy bien si el susto del flash
le ha tendido una trampa al gesto
que gobierna la imagen.
Un pañuelo le sirve de muro
entre el tizne de la sonrisa
y el descalabro que ejerce
el brazo tensionado como raída columna.
Quiero que esta mujer no me recuerde
tanto a la patria,
y no ver en el manto
una enseña del miedo,
ella, que bien pudo llamarse Isadora,
no nos sorprenderá al envolverse desnuda
en estandartes nacionales.
Mujer de sal en el rostro:
¿cómo aceitar la bisagra
del brazo que resiste,
impidiendo sumergirnos
en el castrado pozo de tu ojo?
Ahora, soberana y pobre,
entras a la suerte de los escogidos
iluminada por el flash perenne de la soledad.
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