ENSAYO/No. 174 |
|
The past is a foreign country |
|
Universidad Autónoma de Sinaloa |
|
El argumento del presente escrito surgió cuando leía simultáneamente las Confesiones y un libro del geógrafo David Lowenthal, del cual he extraído el título por parecerme espléndido en más de un sentido.1 Lowenthal, quien no goza de gran popularidad entre los historiadores hispanohablantes, es dueño de una prosa cuya estimulante viveza proviene de una enorme bibliografía. Influenciado por las ideas vertidas en su libro, mi lectura de san Agustín se vio afectada. Dicho esto, pasaré ahora al asunto, pero antes me gustaría comentar lo que creo un pequeño pero esencial detalle de la obra agustiniana. Para quien decide leer Confesiones, es paso obligado considerar que opone cierta resistencia a los ojos del no creyente, pues si uno examina el modo en que el autor asocia sus experiencias de vida al descubrimiento de su definitiva vocación religiosa sin ningún tipo de instrucción católica, se vería tentado a lapidar el escrito arguyendo que se trata únicamente de un asombroso esfuerzo por combatir el horror al vacío. Por ello, quizá sea recomendable sobornar un poco al escepticismo. Además, Confesiones no es un libro para tipos cuya ineptitud metafísica les haga creer que es posible despojar a las palabras de su contenido moral. Si, como creía Hobbes, memoria e imaginación son la misma cosa, recordar es recrear el pasado con cierto margen de libertad. Haré mía esta hipótesis. Pero siendo poco optimistas, la memoria sólo está en condiciones de ofrecer una imagen difusa del pasado; podrá abarcar un amplio espacio, pero su exactitud nunca será lo suficientemente confiable. Entonces, ¿dónde quedan las cosas que pasan y que la memoria ya no recuerda claramente? No obstante la imposibilidad de evocar a la perfección un hecho que ha quedado atrás en el tiempo, de revivirlo con todos sus ángulos y perfiles, el propósito de obtener una correcta imagen suya no puede tratarse de un mero capricho mnemotécnico, justo porque eso que ya pasó permanece anclado en nuestra existencia de tal manera que no podemos virar hacia ninguna dirección sin que nos vuelque el peso de nuestro propio pasado. Pero, ¿por qué la necesidad de recordar? ¿Por qué hay en lo ocurrido algo digno de salvarse? Si no podemos remembrar perfectamente, ¿cómo sobrevive el pasado en la memoria? El asunto con las Confesiones es que san Agustín me ha incitado a pensar que escribir es poner una verdad donde hace falta. Espero irme explicando. Interpretar es muy parecido a recrear, si no es que lo mismo. Yo no puedo mantener una relación con mi pasado a menos que él aparezca ante mí como un índice de interpretación, en tanto un ejercicio hermenéutico sólo es posible si existe un dato real, un seno fáctico cuya frecuencia atrae su aprehensión. Ex nihilo nihil fit. Si bien es lícito decir que el pasado es real, éste, al igual que el humo, adopta cataduras diversas, de modo que podemos dirigirnos hacia él con la actitud de un auténtico Crusoe: si durante la exploración nos acecha lo desconocido o lo abrumador, “nombrar” es la forma más eficaz de combatir la inquietante presencia de lo ignoto. Por ello, frente a su pasado, uno puede asumir el papel del pintor delante de un lienzo en blanco. Esta cuestión me llevó a creer que uno de los mayores aciertos de san Agustín fue haber usado la escritura como un poderoso fármaco, como un antídoto eficaz contra el advenimiento de un pasado que amenazó con resquebrajar la congruencia de su presente. En el entendido de que un ser humano no sobrevive demasiado en la superficie de un baldío semántico (para él el sentido es tan necesario como el alimento), toda relación con el tiempo es del orden de la significación; es más: el tiempo sólo es comprensible en virtud del lenguaje. Ya lo decía Lucrecio (De rerum natura, 459-482): no hay posibilidad alguna de que el tiempo sea por sí mismo (tempus item per se non est), pues su existencia depende de los accidentes que la materia reporta continuamente y acumula y valora en el pasado. Tal vez esto explique por qué la llave de acceso al pasado sea —por lo común— una pregunta, y la memoria el brazo que gira el cerrojo. Pero no basta con preguntar y esperar pacientemente a que la memoria responda, hace falta que el acto se acompañe de otra cosa; es ahí donde la interpretación y el impulso imaginativo se adueñan de la escena mental para trazar rutas entre las nebulosas del tiempo pretérito, amoldando el espesor del pasado y traerlo así hasta nosotros. Recordar no es tanto una antojadiza compulsión de invocar lo sucedido, como aspirar a que el pasado venga hacia nosotros a auxiliarnos en una empresa, aunque también sea como abrirle las puertas a un intruso que pone en riesgo la paz de nuestro presente. Ante una situación como esta última, uno no puede permanecer en una incólume indiferencia, esperando a que los malos recuerdos acaben impunemente con nuestra plácida actualidad. Es por esta razón que el caso de san Agustín me ha parecido ilustrativo, por testimoniar algo muy característico de todos: la tendencia a dibujar el pasado complaciendo nuestros propios intereses. ¿Habrá algo más reconfortante y lenitivo que tener la convicción de que el destino ya ha sido escrito y que uno sólo se limita a cumplir los designios de un ser omnipotente? En muchos aspectos de nuestras vidas, nunca dejamos de relamer la dulce inocencia de la infancia. El intento de san Agustín de acercarse a su pasado acepta por lo menos un par de lecturas: una que prueba la gracia divina y otra que ve en su cometido una forma de prepararle una emboscada a la memoria para que las interpretaciones del pasado no luzcan descoloridas y la biografía no extravíe así su fundamento. Hablaré un poco sobre la segunda. Me había referido antes a la imposibilidad de recordarlo todo, pero ¿qué pasa con el olvido? ¿Será que hay un punto donde la imaginación haga las veces de la memoria? Sabemos de alguna forma lo que olvidamos; el problema es, digamos, el contenido, o dicho de otra manera: sabemos el qué del olvido, mas no cómo rescatarlo de entre las sombras; es como si entre lo olvidado y nosotros se levantara un muro difícil de franquear. Las cosas podrían dejarse así y esperar a que el olvido interrumpa por unos momentos la linealidad del tiempo, pero cuando éste —es decir: el olvido— se impone como una especie de agujero negro hambriento por devorar raciones importantes de identidad, quedarse sin hacer nada significaría empezar a negarle un sentido al pasado, lo cual es casi como arrojarse a la locura, ya que el hombre en su sano juicio no resiste mucho quedarse suspendido en la nada del instante, razón por la cual uno exige de sí un mayor esfuerzo para contrarrestar los efectos de una memoria disminuida. Uno de los mayores escándalos metafísicos es la existencia de cosas cuya positividad no parece responder a las exigencias de la materia. Es el caso del pasado, que se aferra como ningún otro a esa área espectral del conocimiento. Obviamente, saber qué es el pasado concierne a un examen sobre la naturaleza del tiempo, tarea demasiado escabrosa como para pretender resolverla de unos cuantos plumazos. Por ello, tal vez convenga indicar sólo algunos puntos que creo que me acercarán mejor al asunto, esto es, ¿qué tipo de relación hay entre el pasado y nosotros? El primer problema al que se enfrenta toda teoría sobre las formas de la temporalidad es la inestabilidad ontológica que comportan las tres dimensiones básicas del tiempo: el pasado no es ya; del futuro tampoco puede decirse que es, sino que está por venir, y el presente es demasiado fugaz como para cubrir satisfactoriamente los más elementales requisitos del ente. Entonces, ¿cómo es que todos poseemos la irrefutable convicción de tener un pasado? Podrá recurrirse aun al más exhaustivo examen fisiológico para saber cómo el cerebro trabaja durante los procesos mnemotécnicos, sin embargo es innegable que a dicho proceso le es inherente —como bien sostuvo Jean-Paul Sartre—2 un fenómeno estrictamente psíquico, por cuanto el organismo, lejos de exhibir una plena autonomía funcional, es propenso a incorporar los embates de la subjetividad. Ahora bien, mientras vive, el hombre es un ente que ha comprometido su ser tanto consigo mismo como con las cosas que le rodean. Cabe añadir que la naturaleza de este compromiso es de un sumo carácter tempóreo (zeitlich) y, por tanto, impide que el hombre sea per se una sustancia finiquitada, haciendo a su vez que el meollo de su esencia consista en modificar constantemente los términos en que se deslía dicho compromiso. Por ejemplo, yo puedo estar profundamente concentrado en resolver una ecuación matemática y de pronto ver interrumpida mi abstracción para ocuparme en otra cosa, ya sea porque me alcanzaron las ganas de ir al baño o porque alguien llamó a la puerta de mi alcoba. Hay ahí por lo menos tres modos de ser que en lugar de restringir u omitir el compromiso ontológico al que me he referido, reflejan bastante bien su naturaleza tempórea, pues al sucederse se infiere que estos ocurren durante intervalos de tiempo que quizá puedan discernirse si así lo deseara, o bien, no ser relevantes en lo absoluto, sin embargo, lo que sale a flote es —repito— el tiempo como ingrediente esencial del compromiso: ahora hago esto, luego ya no, quizá vuelva sobre lo mismo o tal vez me ocupe de algo completamente distinto después; he dejado de ser el que resolvía aquella ecuación para ser quien se dirige a la puerta, así el tiempo consigna el modo en que me comprometo con lo que soy y con la totalidad de lo ente que me rodea. Tal vez “compromiso” no sea la palabra correcta para describir el fenómeno, pero al no hallar una mejor, la he elegido por connotar el hecho de contraer una obligación, buscando así destacar que, una vez que somos arrojados al mundo, no podemos huirle a la existencia, es decir, estamos obligados a hacernos cargo de nosotros mismos, así como del aplastante cúmulo de cosas que nos mantienen cercados y nos mueven a ser. Y es aquí donde surgen las dificultades. La idea de que nuestra existencia no es sino una sucesiva modificación de ser, donde ciertos modos superan a otros en frecuencia, supone que el tiempo no marcha hacia adelante como dibujando una interminable línea recta, sino que serpea, o bien, se despliega en una espiral que se alarga y se contrae de arriba abajo y de un lado a otro sin cesura, como imitando ciertas animaciones tridimensionales que se usan como protectores de pantalla. El tiempo se acumula, de eso no cabe duda, pues tanto el compromiso como la modificación no son actos en cada caso inéditos, sino que encarnan el más vivo testimonio de que antes ya habíamos comprometido nuestro modo de ser de esta y aquella manera. Es parecido a como lo argumentaba Sartre: “yo mismo y las cosas sólo podemos ser habiendo sido ya, por cuanto es en el pasado donde se halla el núcleo duro de nuestra supuesta identidad”.3 Por lo visto, la mayor dificultad por la que atraviesa una investigación sobre el pasado viene dada por ese aspecto que deforma la imagen del tiempo como un río voraz que despoja a la realidad de su aparente y plácida permanencia; me refiero a esa especie de atemporalidad que ostentan las cosas que fuimos y que hemos conocido a lo largo de nuestra existencia, ¿o podrá acaso negarse que, después de despertar de una noche tranquila, uno pueda reconocerse el mismo del día anterior, y que el escritorio, la silla y la cama sigan igual, es decir, tal y como están y han sido? Lo que me queda claro en este asunto de la acumulación del tiempo, del haber-sido, etcétera, es que todo se funda en la memoria, cuyo funcionamiento seguirá siendo para mí un verdadero misterio, por mucho que un neurofisiólogo venga a tratar de elucidarme las más oscuras interrogantes en la materia, pues es asombroso observar cómo en la mayoría de las veces trabaja a la zaga de nuestra voluntad, haciendo que todo nos resulte siempre tan familiar y, por otro lado, cuán selectiva es al retener cosas que a lo mejor en una primera impresión no fueron lo suficientemente impactantes como para ser distinguidas con la medalla de lo memorable. Pero no es la cuestión funcional de la memoria lo que ahora me interesa; más bien he tratado de ir buscando una ontología del pasado, para lo cual creí necesario hablar un poco de lo que he tratado hasta aquí. Y con lo dicho en el párrafo anterior, quizá sea momento de indagar cómo actúan los elementos que intenté destacar para entrever el modo de relacionarnos con el pasado, a saber: imaginación o memoria e interpretación. Tal vez deba volver a san Agustín. En esos casos donde nuestros fantasmas y deseos son los que abonan el terreno para que los recuerdos broten alimentándose así de ese sustancioso lecho nutricio, la imaginación llega a ser un caldo de cultivo para todo tipo de perversiones, o bien, una fuente espontánea de nuevos o remozados recuerdos, a partir de la cual uno equilibraría su memoria de acuerdo a su presente. Casi al principio de la obra (acto I, escena III), en uno de sus alucinantes soliloquios, Macbeth cavila en torno a las potencialidades de la imaginación, buscando de cierta manera desentrañar sus trampas y sus fueros, hay un pasaje interesante, y dice así: “¡Mi pensamiento, donde el asesinato no es aún más que vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre reino de mi alma, que toda facultad de obrar se ahoga en conjeturas, y nada existe para mí sino lo que no existe todavía!”4 Se trata sin duda de una siniestra meditación. Harold Bloom ve en este aparte un tributo absoluto a la fuerza de la imaginación, por cuanto “la fantasmagoría de asesinar a Duncan es tan vívida” que para Macbeth la única realidad que cuenta es la que emana de sus fantasías.5 Obviamente se trata de un caso extremo, pero ¿quién podría negar que ésta sea una actitud común a todos nosotros? Cuando uno decide internarse en su pasado, lo primero que busca es no provocar ese lado incómodo que la mayoría evitamos dar a conocer por temor a ser juzgados, pues las imágenes que moran en él son como lastres para un navío que marcha tímido hacia adelante. La otra opción, como ya lo he sugerido y es ejemplificada por san Agustín, es que pongamos la imaginación de nuestra parte, no tanto para suplantar un mal recuerdo como para integrarlo en virtud de un relato que abarque nuestro presente. Los escolásticos dividieron en tres las cavidades cerebrales, cuya faz anterior correspondía a la llamada cellula phantastica, que era responsable de la imaginación. Es curioso pensar que una posible traducción del término sea “pequeña despensa imaginaria” o “almacén de irrealidades”,6 con lo cual tal vez pueda advertirse que una imaginación exuberante y enferma propende a distanciarse considerablemente de la realidad, dando cabida a una intensa vorágine de fantasías que mezclan nuestras más íntimas debilidades con los abismales principios de nuestro ser social, fracturando así la facultad de discernir entre lo que es real y lo que no, entre lo que es producto de nuestro ingenio y lo que emerge del flujo natural del common sense, y entonces es relativamente fácil que la imaginación nos hunda y encierre en su mundo. No puedo dejar de pensar que el caso de san Agustín es excepcional para comprender lo expuesto hasta aquí. Sobra decir que todos —unos con mayor ímpetu que otros— somos partícipes de esa tendencia en la que el yo-presente se rebela contra su pasado. Y hablo en un sentido radical de cómo arreglárselas con él, uno que involucra la entraña más íntima y vital de la existencia propia, y no tanto en el aspecto pragmático y testimonial de la memoria. Por ello, san Agustín quizá sea un héroe entre los “clíonautas” que han pretendido conquistar el pasado, pues en lugar de creerse el suyo sin cortapisas, evitó ser rehén de sus propias interpretaciones recomponiendo el íntimo imaginario de su historia en virtud de un sólido fundamento, que en su caso fue una entidad suprasensible, ese Dios venerable que halló en el cristianismo; si, como él, uno se dispone a descartar el más ínfimo barniz de accidentalidad en el pasado, será fácil reconocer que la historia —o la vida en sí— es un plan de salvación. Entonces, ¿cómo encarar una inconveniente oleada de imágenes-recuerdo? Oponiendo otra, pero alzada sobre la base de un amparo resistente, para a partir de ahí interpretarlo todo evitando que el hilo causal que teje nuestra biografía se contamine de fatalidad. Me gustaría finalizar volviendo a la idea que originó todo esto: porque a veces acudimos a él como esos jactanciosos turistas que, tras haber regresado del viaje, y para alardear de haber tenido un tour ejemplar, mueven caprichosamente sus memorias, justo por eso: el pasado es un país extranjero. |
1 Hay traducción al castellano: El pasado es un país
2 Véase J. P. Sartre, El ser y la nada. Ensayo de
4 “La tragedia de Macbeth”, en William Shakespeare, Obras 5 Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano (trad. Tomás Segovia), Verticales de Bolsillo, Bogotá, 2008. 6 Para ello he consultado el Diccionario latín-español, español-latín, de Julio Pimentel Álvarez.
|
Marco Sanz (Hermosillo, Sonora, 1986). Es pasante de la licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Sinaloa. |
Leave a Reply