ENSAYO/No. 174 |
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Disecciones. |
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Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
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Ahora bien, tanto Cómo se hace una novela, de don Miguel de Unamuno como Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, sufren una suerte parecida. Sin embargo, primero debemos elaborar una digresión para hacerle espacio a un maravilloso hecho de azar concurrente. Como es bien sabido, las obras respectivas del vasco y del argentino fueron escritas, reescritas y vueltas a escribir a lo largo de sus vidas. Lo curioso es que la pintura que elegí como elegante preámbulo para mi ensayo también fue restaurada en diversas ocasiones y, en vida de Rembrandt, padeció varios cambios que pueden observarse en estudios por rayos X.3 Como dije anteriormente, es llamativo que los dos libros tengan similitudes que van más allá del contenido de la historia (o la “no-historia”) que cuentan. Observemos con lupa cómo fue el proceso de escritura de cada uno de ellos. Iniciemos con Cómo se hace una novela. En diciembre de 1924, Unamuno emprende la redacción del original en un solitario cuartito de París. Termina a mediados de 1925 y se lo entrega a su amigo Jean Cassou, un editor que lo traduce al francés y lo publica el 15 de mayo de 1926 en la revista Mercure de France. El escritor vasco quería que se publicara primero en Francia obligado por la terrible censura que se vivía en España. Recordemos la condición de exilado de Unamuno debido a la dictadura militar de Primo de Rivera (1923-1930). Es así como la obra aparece en francés y con un “Retrato de Unamuno” redactado por Cassou. En 1927, don Miguel se traslada a Hendaya, donde escribe la versión completa de Cómo se hace una novela. Sin embargo, había un problema: el escrito original se había perdido. Por lo tanto, retraduce su texto del francés y lo amplía con una serie de añadidos: en primera instancia compone un “Prólogo”, incorpora un “Comentario” al retrato de Cassou, agrega entre corchetes numerosas aclaraciones (dentro del texto y no como pies de página) y, finalmente, integra una “Continuación”. Este trabajo de reescritura de la traducción del original se publica como libro en la editorial Alba, de Buenos Aires, en 1927. Así que tenemos tres momentos: la escritura del autor (1924), la traducción al francés del editor (1925), y la retraducción al español nuevamente por parte del escritor (1927). Ahora bien, si quieres hacer reír a Macedonio, cuéntale tus planes. Museo de la Novela de la Eterna fue escrita, reescrita, borrada, tachoneada, escrita nuevamente, corregida, desvanecida, decolorada, decodificada, deescrita, no durante tres años, sino a lo largo y ancho de la vida del argentino.4 Así, esta novela “empezada a los treinta años, continuada a los cincuenta y a los setenta y tres, tiene finalmente lo supremo: un sujeto de Buen Gusto como autor tercero y corregido resultante de los tres”.5 Unamuno y Macedonio vivieron para contar o, mejor dicho, contaron para vivir. Porque “contar la vida, ¿no es acaso un modo, y tal vez el más profundo, de vivirla?”6 Es decir, tanto se tardaron en escribir sus libros que su vida entró a sus obras como gestos autobiográficos. Hay que rememorar la singular circunstancia de que los dos hayan sido exilados, y lo que esta condición les permitió escribir: Macedonio —a su manera—, después de haber perdido a su mujer en 1920, deja a sus hijos al cuidado de familiares, abandona la profesión de abogado y decide vivir en pensiones, aquí y allá. De Unamuno basta mencionar la dictadura de Primo de Rivera. Y todo esto lo vemos reflejado en sus obras, como a continuación se probará. Es interesante que la autopsia que observamos en La lección de anatomía del doctor Tulp es a un cadáver que fue muerto ese mismo día, cuyas células aún viven, sus “entrañas están palpitantes de vida, calientes de sangre”.11 La disección no es a un paraguas y a una máquina de coser —que tienen fórmulas mecánicas prestablecidas para lograr lo fantástico—,12 pues si les hicieran un corte transversal encontraríamos pedazos de cables, ruedas, engranajes, rochetes, manecillas, ejes, partes de un reloj:
Entonces obra y autor están ligados. Ficción y realidad están enlazadas. Teoría y creación se abrazan. Todas las dicotomías leer/escribir, ser/no-ser, son una constante en don Miguel y Macedonio. De esta manera, Cómo se hace una novela y Museo de la Novela de la Eterna mantienen un continuo latido que no les permite terminar. Porque, ¿dónde concluye la vida o dónde acaba la obra? ¿Con la muerte de la obra o con la muerte del autor?: “¿Terminado? ¡Qué pronto escribí eso! ¿Es que se puede terminar algo, aunque sólo sea una novela de cómo se hace una novela?”14 De igual forma podríamos aplicar los mismos principios a la inversa, a la cuestión del comenzar. ¿Cuándo empieza la vida y cuándo la obra?: “Éstos ¿fueron los prólogos? Y ésta ¿será novela?”15 En pocas palabras: ¡la vida es la novela misma! O meciéndonos en el mareo de las garras de Unamonio: ¡la novela es la vida misma! Y las entrañas, los organismos, las venas, las costillas, los huesos, el esqueleto, es decir, las palabras, las letras, el autor y el lector, construyen la obra. Es por eso que no puede terminar, es por eso que encontramos un “intento de sedación de una herida que se tiene en cuenta”, un “lunes 4”, una “continuación”, “un martes 5”, “un jueves 7”, un martes 22 de noviembre de 2011, un “no sé qué que queda balbuciendo”16 por la eternidad. Ahora bien, se podría decir que las dos novelas han sido desgarradas y han quedado a piel abierta. Es como si Macedonio y Unamuno fueran aquellos hombres que despellejaron a Sisamnes mientras aún estaba vivo y que plasma en su pintura Gérard David (curiosamente otro flamenco).17 Sin embargo, regresemos a Rembrandt —que nos ha regalado siete buenas cuartillas— y hagámosle un acercamiento estilo Robbe-Grillet al corte longitudinal del brazo. Tulp está agarrando un músculo braquirradial con una pinza o tijera de disección, y se alcanza a ver la presencia del radio y el cúbito. En la parte de la mano observamos ligamentos principalmente, y alrededor de la herida, tejido adiposo. Han desollado el brazo del pobre hombre, dejándole solamente lo de adentro vuelto hacia fuera. El mismo principio sucede en Museo de la Novela de la Eterna y en Cómo se hace una novela: llevan las entrañas en la cara. La “entraña —intranea—, lo de dentro, es ahora su extraña —extranea—, lo de fuera; su forma es su fondo”.18 El proceso de creación se muestra ante el público. Los borradores, las ideas, las correcciones, los comentarios, los interminables prólogos, las continuaciones, son parte de la obra; o mejor dicho, son la obra. Lo que debería ser el esqueleto y músculo, ahora es cuerpo y alma. Veamos un ejemplo del inicio de la novela de Unamuno:
Durante la lectura de Cómo se hace una novela encontramos irónicos procedimientos que hace el autor a plena vista del lector: “Pensaba hacerle emprender (a Jugo de la Raza) un viaje fuera de París, a la rebusca del olvido de la historia […] Habría colocado en mi novela recuerdos de mis viajes, habría hablado de Gante[…]”.20
Revisemos cómo lo hace Macedonio: “Lo que no quiero y veinte veces he acudido a evitarlo en mis páginas, es que el personaje parezca vivir”;21 “Yo no doy personajes locos, doy lectura loca y precisamente con el fin de convencer por arte, no por verdad”;22 “Estoy habilitando comodidades y un nuevo capítulo para escenas y personas sobrevenidas”.23 Tanto el argentino como el vasco muestran sus trucos y eso es lo que constituye la obra. Un oxímoron literario. La teoría sobre el arte de la novela o sobre la estructura de la novela ya no es un libro aparte, sino que está dentro de la novela misma y, en realidad, es la novela. Por eso sostengo que antes de que la literatura sufriera una Ouliposucción, existieron dos cirujanos que habían comenzado a disecar las obras. Sabemos que son pocos, pero ¿acaso la cofradía de médicos de Ámsterdam no realizaba solamente una disección anatómica al año? ¡Un libro sin tema, sin personajes, sin realismo, por favor! Hay una noche en Rayuela —entre la una y las cinco de la madrugada— en la que Horacio Oliveira se encuentra leyendo mientras llega a una conclusión desconcertante:24 La pequeña lista de verbos de los que está harto Oliveira son los rasgos básicos que un lector espera encontrar en los personajes de una obra realista, y que no son más que títeres que simulan vida. La misma actitud de enfado y rechazo a este tipo de novelas la advertimos en Unamuno y Macedonio. Por esa razón, el vasco se rehúsa a contar cómo va a acabar la historia de su personaje Jugo de la Raza: “ese lector me preguntaría ‘¿cómo acaba este hombre?, ¿cómo le devora la historia?’ ¿Y cómo acabarás tú, lector?”26 Y de igual forma, el argentino evita las tramas y los personajes realistas con los que se pueda identificar el lector: “no se entretenga el lector con el vigilante mencionado; no es el nuestro; el de la novela está parado en otra esquina de ella”.27 Es decir, ninguno de los dos escritores quiere un público pasivo como el que se desvanece en la perfumada oleada de una narración. No, quieren lectores activos que construyan la obra conforme la van leyendo, que participen en la creación.28 Y la forma como lo logran es a través de un mareo provocado en el lector: recordándole a cada paso que está ante una ficción. ¿Y cómo lo hacen? Yo hubiera querido desarrollar la respuesta a partir de la siguiente idea que capté en Museo de la Novela de la Eterna, pero solamente la embrutecería con mi tono sofocado de academtismo, así que cedo la palabra al honorable Macedonio Fernández, ex candidato a la presidencia de la República Argentina (aplausos por favor): La tentativa estética presente es una provocación a la escuela realista, un programa total de desacreditamiento de la verdad o realidad de lo que cuenta la novela, y sólo la sujeción a la verdad del Arte, intrínseca, incondicionada, auto-autenticada. El desafío que persigo a la Verosimilitud, al deforme intruso del Arte, la Autenticidad —está en el Arte, hace el absurdo de quien se acoge al Ensueño y lo quiere Real— culmina en el uso de las incongruencias, hasta olvidar la identidad de los personajes, su continuidad, la ordenación temporal, efectos antes de las causas, etcétera, por lo que invito al lector a no detenerse a desenredar absurdos, cohonestar contradicciones, sino que siga el cauce de arrastre emocional que la lectura vaya promoviendo minúsculamente en él […]. Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando “vida”. En el momento en que el lector caiga en la Alucinación, ignominia del Arte, yo he perdido, no ganado lector. Lo que yo quiero es muy otra cosa, es ganarlo a él de personaje, es decir, que por un instante crea él mismo no vivir. Ésta es la emoción que me debe agradecer y que nadie pensó procurarle.29 En pocas palabras: un violín no necesita llorar para hacer llorar. Proyecto parecido al del poeta francés Paul Valéry, quien planteaba la destilación de la poesía, es decir, quitarle todo sentimiento, todo subjetivismo, el pretexto, y dejar solamente la técnica para alcanzar la pureza. De igual forma, encontramos en el teatro alemán de los años treinta la siguiente propuesta: actor que siente no es buen actor, pues ¿qué diferencia puede observar el espectador entre su abuela llorando y un actor que de verdad está llorando? O pensemos en Flaubert, quien expone en una carta a Louise, su amada, un ambicioso proyecto: “un libro sobre nada, casi sin tema, un libro sin apoyos exteriores, que se sostuviera solamente por la fuerza intrínseca del estilo”.30 Pero, ¿qué me pasa? Me he convertido en un ensayista salteado. He ido a Francia, Alemania, y al siglo XIX en pocas líneas; es preciso regresar a mi tema. El lector sabrá disculparme. Como decíamos anteriormente, Macedonio subraya aún más su procedimiento. Hace obvio el artificio enfrente del lector para que se dé cuenta. Le recuerda que está leyendo una ficción, y que la ficción se rige por principios totalmente distintos a la realidad. En las páginas de Museo de la Novela de la Eterna, el argentino dice: “Llamo belartes únicamente a las técnicas indirectas de suscitación, en otra persona, de estados de ánimo que no sean ni lo que siente el autor ni los atribuidos a los personajes en cada momento.”31 Es decir, fuera de la técnica no hay arte; la novela, la obra, es la que debe provocar una emoción, no la identificación del auditorio con el fatal destino de un personaje. Por eso creo que si viviera Macedonio rechazaría absolutamente toda esa porquería de películas en 3D y solamente asistiría a filmes en blanco y negro. Lo que está planteando Unamuno al entorpecer el hilo de la acción es decirnos: ¡Recuerden que es un artificio y yo soy el mago! “En el instante en que dejo de escribir dejan ellos de hacer.”33 De esta manera, los dos escritores desarrollan su teoría: en la obra misma y no aparte. Interrumpen, retardan, obstaculizan, impiden y sujetan la acción en una denuncia contra el realismo. Repudian la anécdota, el relato, la descripción. Y prefieren no narrar lo que pasa sino que sugieren, refieren, simulan que algo sucede —“es todo lo que pensó (el personaje) de lo cual algo dijo y nada se oyó”—,34 para acto seguido, contradecir la acción u olvidarse de ella y continuar con otros asuntos. Creo que a ambos les habrá causado gracia los juicios en contra de Flaubert y Baudelaire, en 1857. Incluso les habrá parecido patética la defensa de los abogados tratando de demostrar que las respectivas obras condenan el pecado, exponiendo fragmentos de los textos en el Palacio de Justicia de París. No se daban cuenta de que la ficción tiene su realidad; que el mundo estético está sujeto a reglas propias, que excluye al mundo extratextual. Habría bastado gritar: “¡No jodan, esto es literatura!”35 Entonces, el mareo que siente el lector es porque es consciente de ser excluido. Es decir, tanto en Museo de la Novela de la Eterna como en Cómo se hace una novela, se trata de incluir al lector, se trata de que el lector sea leído; sin embargo, la misma técnica de interrupción es un arma de doble filo, pues al incluirlo lo excluye. En otras palabras, en el momento en que el lector se da cuenta de que hubo una ruptura en la acción, sucede el mareo y “sale del texto”; se percata de su condición de lector, siente sus huesos, la silla en la que está sentado, y advierte el libro, la ficción que está leyendo. Pero es exactamente en este momento cuando es expulsado de la obra. Desarrollemos un poco más esta idea. La técnica estilística desplegada en ambos libros (no contar, rasgar el realismo) es la que propone incorporar al lector en la obra. Ahora bien, tanto Macedonio como Unamuno, al tratar de no caer en el relato, introducen trucos para que el lector se dé cuenta de que está ante una ficción. Sin embargo, esto resulta contradictorio —y no digo que esté mal porque es precisamente el desdoblamiento una de las propuestas del argentino y del vasco— pues en una primera instancia querían que el lector constituyera la obra, pero al encontrarse éste ante la sensación del mareo, sale de la misma obra, sale de existir como lector para sospechar su no-existencia (en el libro o ¿en la realidad?):
Esta no-existencia que comparte el lector con los personajes es un recurso para poner el dedo sobre el renglón en el rechazo contra el realismo. Pues para que una novela sea realista el lector debe entrar en complicidad con la historia y creer que existe la amada, el caballero, la muerte, las lágrimas, las venganzas, la belleza, etcétera. Al plantear la no-existencia de nada ni nadie, sino siendo tomados los personajes y la trama como pretexto para cavilaciones estéticas y metafísicas por parte de Macedonio-autor-personaje y Unamuno-autor-personaje, el lector no tiene con quién identificarse y se encuentra a expensas de los escritores.
Pero por favor, ¡no he mencionado a Rembrandt desde hace seis cuartillas! ¡Qué desconsideración de mi parte! ¡Y nadie me avisó! Pero no se preocupen, que estoy a punto de revelar algo que incluirá felizmente al pintor: ¡Aris Kindt —que está a total disposición del doctor Tulp— es también el lector! Y por lo tanto, la cirugía psíquica, moral, literaria, hepática, estética, bariátrica, endócrina, abdominal, respiratoria, de buen gusto, de arte, de intención curativa, de intención existencial, de no-intención, la están realizando tanto Macedonio como Unamuno a la obra literaria, a ellos mismos y al lector. Pero sintámonos dichosos de llegar al supuesto “final” de mi ensayo y propongamos algo más atrevido. No es posible encontrarnos en la página quince y seguir siendo prudentes. Como se mencionó en las primeras partes del ensayo, las respectivas obras fueron compuestas por todos los sistemas vivos y artificiales que estaban a la mano: la escritura, la reescritura, los borradores, los pies de página, los prólogos, la no-existencia de los personajes, el no contar, los autores, sus rasgos biográficos, sus teorías sobre el arte, su rechazo al realismo, su técnica narrativa, el estilo, el lector, la relectura, la reinterpretación de la obra, Aris Kindt, el doctor Tulp, los siete cirujanos, el público que asistió a la disección tanto en el siglo XVII como en el XXI, Rembrandt, Unamuno y Macedonio. De esta manera, si a lo largo de mi trabajo han existido tantos desdoblamientos, quitémosle el pudor a la pluma y digamos que tanto el lector como Macedonio Fernández y Miguel de Unamuno pueden ser, cualquiera de ellos, al mismo tiempo: el doctor Tulp, Aris Kindt y los siete cirujanos que observan inquietos hacia el público, hacia el muerto y hacia la disección. Así que mi ensayo termina en una fiesta, en una orgiástica metamorfosis literaria, en una cirugía de extirpación de cualquier atisbo de realismo. ![]()
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Gabriel Martínez Bucio (Uruapan, Michoacán, 1989). Estudia Literatura Latinoamericana. Ha colaborado en diversas revistas y publicaciones universitarias. |
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