No. 139/CUENTO |
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Ayoloco |
Marco Antonio Silva Martínez |
Facultad de filosofía y letras, unam |
And the eyes in his head See the world spinning ’round Lennon & McCartney |
![]() Ilustraciones de Jarumi Dávila
Entre muecas que surcan la nieve jabonosa de sus mejillas, Héctor ve a quien lo mira del otro lado del espejo. En una diezmillonésima de segundo, mientras el rastrillo se congela en el descenso, el glaciar de su memoria lo hace rodar hacia otro tiempo. De hinojos, frente a la carpeta de agua que refleja al Iztaccíhuatl, miras un rostro ajeno. A cambio del extrovertido veinteañero hay un hombre de facciones duras y mirada inquisitiva. Tras la primera ojeada, vuelves la vista atrás para comprobar si alguien te acompaña, pero tu soledad es evidente. De seguro tus compañeros instalan el campamento, arman las tiendas, juntan leña para la fogata, se cambian la ropa húmeda. Sin embargo, este tipo se parece a… ¿a quién? Lo miras, te mira directamente a los ojos. Hay algo familiar en el fondo de esas pupilas acuosas. En una arista de luz se te revela una vívida estampa: un hombre se rasura frente a ti. Debe ser una alucinación. Sí, el sol, esa herida oculta detrás de finísimas gasas, quiere jugarte una broma con sus reflejos. Pestañeas. Te acercas hasta que la fina película empata con tu rostro. Al despegarte del estanque un escalofrío resbala por tu cara húmeda. Miras otra vez al hombre maduro en el agua temblorosa. Notas que ambos comparten una inquietud en los labios, mas ninguno se anima a balbucir la primera palabra. Adviertes en la mímica de aquél un escalonamiento mandibular que deja ver unos anchos dientes amarillos, dentro de una boca surcada por pliegues hondos a los costados, que se estiran cuando parecen pronunciar sílabas terminadas en a. Escuchas: ¡Eeeooo! ¡Eeeooo! Giras la cabeza y observas la figura de Fabián empequeñecida por la distancia. A lo lejos, el vaho de tu amigo es un pequeño globo —como en las historietas— donde se entumen las palabras al momento de ser pronunciadas. Fabián agita los brazos, reclama: ¿Qué pasó con el aguuaaa? En tu globo de respuesta balbuceas: ¡Ya vooooyy! Cuando te vuelves, el espejo de agua te refleja sin cambio alguno, pero se rompe con las ondas concéntricas formadas al sumergir el primer garrafón en la montaña blanda. El aire, cada vez más frío, taja tus mejillas. Tras el rastrillo el dorso de su mano recorre el tramo de piel recién rasurada. ¿Así era?, se pregunta al arrastrar la navaja debajo de la boca. Observa en el cristal pulido unos labios de tono guinda más carnosos y humectados, las mejillas rosáceas ligeramente abombadas, como si cada una se enfrascara en disolver en saliva un duro caramelo. ¿Qué dice el joven del espejo? Parece la fotografía en movimiento de sus épocas de montañista. Héctor hace un rápido rappel hacia sus años estudiantiles, cuando la vida era un continuo entrenamiento para el ascenso. Tropieza con Fabián y Aleida. A él lo conoció primero, le debía una de sus vidas de gato explorador, por lo ocurrido aquella tarde en un campamento nacional de boy scouts. Rocía espuma sobre el labio superior. Como la jabonadura sale a borbotones, el excedente se desborda hacia la boca y obstruye también sus fosas nasales. Busca la toalla para limpiarse pero no está a la mano. Camina hacia el otro perchero y la toma cuando sus vías respiratoras están ya saturadas. Percibe en su rostro la congestión sanguínea que lo obliga a jalar aire por la boca, lo hace estornudar y toser con un timbre que sería escandaloso de no ser reprimido por la toalla. Seca una lágrima. Toma un vaso de agua y aclara la garganta. Regresa su vista al espejo. Unta con un dedo la consistencia blanca. Podría convertirse en Marcel Marceau si se cubriera toda la cara. La amistad se consolidó en la etapa universitaria, cuando admiraba la forma en que Fabián se sacudía a quienes lo aburrían o fastidiaban. Con la boca torcida al lado contrario, el filo recorre la otra mejilla. De joven él también conoció las relaciones fugaces gracias al dibujo técnico y el de imitación con el que se ganaba la vida en despachos y plazas públicas. Planos y retratos le ayudaron a conocer a oficinistas y contemporáneas en una butaca del cine o dentro de un carro. Pero sobre todo le permitieron pagar la renta y los estudios. Nacho y Fabián le preguntaban sobre su futuro. ![]() Nada más entrego el papelito de arquitecto que les prometí a mis papás y me largo a correr mundo —alardeabas con una gran seguridad— algún día ellos y ustedes sabrán de mí porque voy a inaugurar una exposición en Nueva York, o porque acabo de subir al Kangchenhunga y me preparo para el Lhotse, el Makalu y el Everest. También a ti te gustaba Aleida, la sonrisa que abanicaban sus ojos, la elegancia con que asentaba su caminar por los pasillos de la universidad, la gracia innata de sus gestos al simular asombro, fastido, ira y aun demencia; pero sobre todo sus tonos de voz: el canoro y entusiasta cuando lidereaba el grupo de amigos reunidos en el café. ¿Por qué no matamos clase y nos vamos a Tequis?, o qué, ¿prefieren morir de rabia en este sauna infernal? El tono de calidez rasposa que usaba en las pocas ocasiones que estaba contigo a solas: no me imaginaba que también te gustara la literatura. Fabián me dijo que hacías retratos, pero quién se iba a imaginar que conocieras a mis dos Carlos. Oye, entonces ¿tú cuál prefieres: Castañeda o Fuentes? Las impresiones y sentimientos que le dejaban la conviviencia con Aleida los guardaba para sí. No quería incomodar a su amigo. Ayudado por la mano izquierda que estira la piel, el rastrillo sube de la garganta hacia el mentón. Una voz femenina reclama: Héctor, estoy casi lista, ¿y tú? ¡Ya meroo!, contesta. La distracción lo hace rebanarse un pequeño grano. Saca una gasa del botiquín, le aplica alcohol y se la coloca en la herida. Más le dolió, sin embargo, aquella noche la visión del estanque y lo que ocurrió después de la cena, tras los comentarios y anécdotas para recordar experiencias de proezas ajenas o ascensos anteriores. Esa noche en que, con el pretexto de ir al baño, salió de su bolsa de dormir, abrió la tienda, se encaminó hacia la delgada superficie. El vapor empaña el espejo del baño. Lo borra con la palma de la mano en tanto el cristal emite lánguidos pujidos. Se quita la gasa y comprueba que la protuberancia extirpada ha creado un mecanismo regenerador que ya no requiere más taponamientos. Advierte además que su imagen es la que ha visto en los últimos años. El pelo castaño, lacio y sedoso, plateado en las sienes y encima de la frente; anchas cejas y largas pestañas azabache; los ojos hundidos, recta la columna de la nariz, la boca con pliegues a los lados, la barba prominente. Es otra vez el hombre maduro que ahora se viste para acudir a la cena en la que la embajada germana y la comunidad de arquitectos quieren entregarle otro reconocimiento por su trabajo. Sobrios y funcionales, elegantes y discretos; en resumen, así son calificados por la crítica especializada los diseños para la edificación de oficinas y plazas comerciales en una ciudad tan contrastante como la capital mexicana. Sus modelos han trascendido fronteras, influido incluso a los colegas alemanes. Él cree que la influencia ha sido mutua, pues su posgrado en el país teutón le dio una perspectiva inmejorable sobre la disciplina que ocupa la mayor parte de su tiempo. Desde hace viente años abandonó el montañismo a pesar de que en Europa estuvo tan cerca de sus juveniles propósitos. En cambio, redujo su actividad deportiva a la caminadora eléctrica y la bicicleta fija. Su vida se consagra al estudio metódico, el rigor y la disciplina en el trabajo. Hace años que no toma vacaciones, que no lee una novela o un libro de cuentos. No conserva más retratos que el de Aleida, el cual ocupa un sitio privilegiado en la sala. ¿Cómo pude cambiar tanto?, se reconviene al anudarse los zapatos. Está listo. ¿O le falta algo? Ya se puso desodorante y… extiende la toalla sobre el lavabo. Los innumerables hilos blancos ahora húmedos le provocan cierto escalofrío. La gota de agua salada surca la rosácea pared de su mejilla, continúa por uno de los pliegues a un lado de la boca hasta rodar en la saliente mandibular. ¿Por qué no fui yo?, se pregunta, luego de secarse con la toalla. Él me salvó una vez y yo no pude, ¿o no quise hacerlo? En su cabeza se desplaza otra vez ese sueño podrido que lo acosó durante tanto tiempo, aunque con los años se espació hasta casi desaparecer. Todo comenzaba un día soleado en el Cañón de Aculco, en Querétaro, donde Fabián y él emprendían nuevas rutas para la escalada en roca. En algún momento, los altos peñascos se transformaban en una torre de Babel. Ambos discutían al calor de sus argumentos, mientras arriba de ellos, cuadrillas de trabajadores transportaban en troncos rodantes grandes bloques de piedra. —No me estás entendiendo. Lo que digo y lo sabes, es que la tensión de las cuerdas tiene un límite directamente proporcional a… —Y yo te hablo de un retraso insostenible si… —¿Entonces quieres quemarte, incumplir con los tiempos en tu primer trabajo importante? En el nivel superior también los peones discuten. Por momentos se forman espesas nubes de polvo arcilloso hasta que, una vez disipadas, el arrastre contunúa. El alegato nunca se interrumpe. Tras un descuido, dos grupos de trabajadores equidistantes no pueden impedir que una piedra resbale de su cama rodante y tire a quienes la tenían sujeta con cuerdas. La roca queda suspendida sobre las cabezas de ustedes. Al verla, el miedo intenta cuartear verticalmente tu estructura y si no te desmorona es porque te sorprende que Fabián haga caso omiso de ella. ¿Qué, no se da cuenta? El peso que soportan los jornaleros es tanto que se desequilibra la carga provocando un movimiento pendular. Cuando ves venir la piedra hacia ti, agachas la cabeza, hasta que la sombra de la roca se orienta hacia donde está tu amigo, que de manera inexplicable está cada vez más alejado de ti. Aunque tratas de hacerlo, no puedes advertirlo del peligro. La voz no sale de tu boca, aunque intentas desgarrarte la garganta. Estruja la toalla y toma el gotero para los ojos. No quiere que se le vean enrojecidos. Mientras inclina hacia atrás la cabeza para aplicarse la solución, recuerda que no se ha puesto agua de colonia. El filtro de su memoria lo coloca otra vez en la panza de La Mujer Dormida, donde con los pies sumergidos en la blanca superficie, el cuerpo de su amigo tiene el cráneo destrozado. La piedra homicida se detuvo junto a una roca mayor, quince metros abajo. Quién sabe en qué momento la cordada de la izquierda llegó hasta ustedes. El guía se talla la cara y se mesa los cabellos a dos manos, con indignación e impotencia. Aleida, flanqueada por Raquel y Nacho, llora convulsivamente. Hay una mezcla de reproche y desamparo en el vidriado resplandor de sus pupilas. Comienza como un diente de león que alguien soplara al viento y enseguida es ya una silenciosa nevada la que flota como alboroto de plumas blancas mientras, cabizbajos, amortajan el cadáver e improvisan una camilla para descenderlo. Se respira en el ambiente un aroma de mar que satura los sentidos, como si la montaña fuera de pronto una mujer de sal y no de nieve. El olor del agua de colonia frotada en las palmas de las manos y luego en el rostro lo regresan al cuarto de baño. ¿En qué lado del espejo estoy? ¿Por qué renuncié a mis sueños? ¡Cuánto le debo de lo que soy a ella, a su comprensión, a su paciencia! ¿También a su amor? ¿Qué es lo que ve en mí?, se inquiere mirándose a los ojos. O mejor dicho, mira los ojos de enfrente, como si aquel que lo observa desde el lado opuesto fuera otra persona. Mueve los labios en un intento por pronunciar lo primero que asalte su memoria, articule su lengua, haga vibrar sus cuerdas vocales, rompa en esquirlas de palabras el disciplinado silencio en el que desde aquella expedición transcurre normalmente su vida, consagrada primero al estudio y luego al trabajo. ¿Por qué no gritas como cuando eras joven? Reconócete, regáñate frente a frente. ¡Héctoor Héctooor! Pero no es tu voz la que resuena sino la de ella, quien te llama con premura. ¡Héctor!, qué pasó. ¿No me oyes? Y luego dicen que las mujeres somos las vanidosas. ¡Vooy!, contestas quedándote sin aire. Jalas todo el que pueden retener tus pulmones y lo expulsas suavemente con todo y recuerdos. Abres la puerta y apenas sales evitas mirarla a los ojos echando un vistazo elogioso a su figura y emitiendo un silbido de admiración. Sonriente, Aleida acomoda el nudo de tu corbata. Te entrega las llaves del auto con gesto gruñón y luego te besa con ternura. |
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