No. 136/CUENTO |
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Un tipo con suerte |
Miguel Tapia Alcaraz |
sorbonne nouvelle-parís 3 |
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Cuando ella desapareció tras las mesas del fondo, Julio me miró y me dijo: “Sin duda eres un tipo con suerte.” Sostenía en la mano un vaso con cerveza y media sonrisa cruzaba su rostro. Lo miré fijamente tratando de medir sus palabras. Lo había imaginado más alto, tal vez un poco más grueso. Seguíamos hundidos en una tregua de silencio cuando Carla volvió. ¿Qué pasa?, dijo sonriendo mientras se sentaba, mirándonos alternadamente. El espacio era pequeño, y para entrar entre la silla y la mesa Carla debió hacer un giro de cadera, justo a unos centímetros de mi rostro. La miré plenamente, casi sin darme cuenta primero, con toda intención después. Seguí el movimiento de su delgada cintura, que se estiraba ya en la silla, mientras sus manos echaban hacia atrás el cabello castaño y liso. Entonces caí en cuenta de las ventajas de mi posición aquella noche. La recorrí lenta, cercanamente, con el placer de una travesura doble; como un doble pisotón del que nadie podría quejarse. Noté cómo Julio mantenía con disimulo la mirada en dirección a la barra. Luego de unos segundos Carla me miró, sin expresión pero largamente, como en una suave reprimenda. “Esto fue todo idea tuya”, pensé para mí mismo, y la forma en que se ruborizó me persuadió de no exteriorizarlo. En cambio sólo dije: —Nada, hablábamos del azar. Carla bajó la mirada y se reacomodó en su sitio. En sus mejillas el rubor se acentuó. “¿Y entonces cómo volvieron?”, dijo finalmente, dirigiéndose a Julio. Terminamos las cervezas y salimos del café. No teníamos un rumbo definido. Comenzamos a caminar bajo la noche fresca, sin prisa, aprovechando una pausa en la lluvia. Nuestras voces se escuchaban repetidas por los altos edificios que nos rodeaban, viejos y con amplios ventanales. Llegamos a la esquina con el boulevard. La calle se había dormido con la lluvia, y ahora sólo se veían algunas sombras aisladas saltando como gatos de un café a otro, de la puerta de un coche a algún restaurante, recelosos aún de la lluvia. —Bueno… —dije luego de una pausa y esperé la reacción. Mientras decía esto Carla se irguió, cogida de mi brazo, y se pegó a mi costado, señalando en dirección a la plaza. Mientras discutía con Julio el camino a seguir, adelantada un paso en la dirección señalada, me ofrecía en perfil la vista de su nuca bien peinada, de su rostro radiante, de su pecho a toda asta. Aunque por un segundo rechacé la idea, no pude evitar aprovechar la situación. En aquella postura, sus senos cobraban un realce mayor al que ya le daba aquel escote, inédito para mí. Además de la curiosidad y cierta picardía pueril, una duda atraía mi vista hacia su pecho inexplorado. Algo distinto emanaba de su cuerpo aquella noche. Desde luego era el mismo cuerpo de siempre, armonioso, agradable a la vista, casi cándido, pero su presencia había cobrado una doble significación: una cierta investidura que imponía distancia, cerraba caminos a la vez que profería invitaciones secretas. Es-to era tal vez producto de aquel vestido, o tal vez la fuerza de ese llamado que, aunque disfrazado, Carla emitía aquella noche casi con desesperación. Un grito oculto que colmaba incluso mis propios sentidos. Cuando ella volteó a verme, yo seguía absorto. Con un pequeño gesto alzó su hombro y golpeó mi cabeza, que yo mantenía ladeada sobre su escote. Luego los tres juntos nos pusimos en marcha rumbo al bar. Mientras caminábamos aproveché para hablarle a Julio sobre mi trabajo. Después de todo, estaba en mi rol buscar un acercamiento con él, y Julio tendría que estar de alguna forma resignado a una pequeña charla de compromiso. Carla, sin embargo, se hundió en el silencio y se limitó a asentir con la cabeza mientras mantenía la vista fija en la acera, distraída en sus propias reflexiones. Caminaba entre los dos. En un momento me dio, sin motivo, un fuerte apretón en el brazo derecho, del cual venía tomada. Fue todo. Un apretón en el brazo y siguió caminando sin levantar la vista. No pude discernir si se trataba de un movimiento instintivo, de un reflejo o de un llamado, un aviso, como un letrero que anuncia un peligro próximo en la ruta. Después, su mano fría acarició mi antebrazo de manera ostentosa. A pesar de la charla de aquella mañana, del repaso de la vaga e ilusa estrategia de Carla, de mi corta pero concienzuda preparación, aquellos gestos no dejaban de provocarme sorpresa y, hasta cierto punto, un extraño morbo adolescente. Se había presentado temprano en mi casa. Volví a verla ahí, frente a mi puerta, frotándose las manos nerviosa y sonriente, mirándome encogida como en una dis-culpa anticipada. Supe de inmediato que aquella visita no era como las otras. Aquella Carla me intrigó por su novedad, por su aparición insospechada. Sentada en un sofá, con la mirada un tanto perdida, Carla se mostró contradictoriamente decidida. —¿Y por qué habría de funcionar? —la ataqué, buscando una fisura en su determinación. Carla calló. Miró hacia un rincón antes de volver a mí. —De acuerdo, ¿y por qué yo? —pregunté para ganar tiempo, aunque sabía la respuesta. Y fui incapaz de negarme. Las calles mojadas repetían el alumbrado público en silencio. Caminábamos bajo una lámpara que zumbaba, indecisa entre la oscuridad y una luz moribunda. Como una luciérnaga rojiza. Recordé la historia de Julio, el regreso entre los árboles del bosque, con las luciérnagas por única guía en la oscuridad. Identifiqué nuestra caminata con aquella caravana asustada. También nosotros avanzábamos sin conocer el camino. Ellos bajo el bosque, nosotros entre las calles solitarias. Ellos huían de la tormenta. Nosotros, ¿de qué? De pronto me volvió a la memoria la sonrisa enorme, el estallar del rubor en el rostro de Carla cuando asentí a su petición. Al fondo de la avenida dos haces de luz anunciaron un auto. Lentamente giró des-de una avenida más grande y se perfiló hacia nosotros. Carla caminaba con apariencia segura, aunque ahora, me parecía adivinar, no sabía muy bien de qué. El coche avanzó primero con lentitud y aceleró luego de manera continua. Los tres alzamos la mirada y la fijamos en él, deslumbrados por los faros. Vimos su forma definirse a medida que ganaba velocidad. Sentí el cuerpo de Carla encogerse contra mi costado, de manera casi imperceptible. Era un convertible. Un auto último modelo, blanco y limpísimo, con una joven pareja a bordo, corriendo en una noche de lluvia. Hacia la mitad del camino el convertible seguía acelerando y sus bramidos se volvían insoportables sobre la calma de la noche. Vista desde el frente, su trayectoria parecía vacilar en movimientos milimétricos hacia ambos costados, reafirmándose cada vez sobre la línea recta que dividía la calle en dos. Vi la melena oscura de la chica en el asiento del copiloto. Adiviné su carcajada. Vi las gafas oscuras del conductor, sus manos enguantadas aferradas al volante, el viento azotando su rostro. Me pareció que el auto se acercaba a la acera, que caía en la cuneta con agua levantando una ola de lluvia lodosa. Imaginé cómo bañaba completamente a Julio, que caminaba de ese lado de la acera, cruzando su abrigo café claro con una espesa marca de lodo. Pero Julio empujó desde la orilla justo en el último momento y nos obligó a parapetarnos contra un zaguán. La ola de agua, violenta y delgada, pasó justo a su lado, salpicándolo apenas. —¡Hijos de puta! ¡Borrachos cabrones! —estalló Julio, el puño al aire. Yo no pude evitarlo y reí a carcajadas, sin ningún disimulo. Carla nos miraba a los dos desconcertada, incapaz de decidir entre la risa y la solidaridad. Cuando se cansó de gritar, Julio se volvió hacia mí y me miró con las manos sobre la cintura, el rostro encendido, como evaluando qué hacer frente a mi actitud. Finalmente sonrió resignado y, sacudiendo las pequeñas gotas de su abrigo, me dio dos frías palmadas en la espalda antes de seguir andando en dirección al bar, acompañado de Carla. Yo tardé aún algunos segundos antes de poder enderezarme y seguirlos, lidiando con los interminables accesos de risa que me obligaban a detenerme cada tres pasos, los brazos cruzados sobre el vientre. Imaginaba el rostro de Carla, ahí al frente, hablando bajo con Julio, contándole cualquier cosa para distraerlo del incidente. La imaginaba al escuchar mis repentinas carcajadas, maldiciéndome, y mirando la ira contenida en los ojos de Julio, que se lo tomaba con filosofía. Y luego lo imaginé de nuevo a él bañado en lodo, escurriendo por todos lados, disculpándose al último momento, no podría entrar así a ningún sitio, pediría un taxi para volver a casa pero prometía llamarnos y vernos en otra ocasión. La risa se me terminó de golpe cuando caí en cuenta de que aquello habría sido el mejor final para la velada. Caminé lentamente entre las mesas. En la parte trasera del lugar la música sonaba con más fuerza. Casi en el fondo, cuatro mujeres jóvenes estaban sentadas ante una mesita. Una de ellas, de cabello rizado y oscuro, me siguió con la mirada. Frente al espejo del baño admití que estaba cansado, que tal vez había bebido demasiado, y que aquella velada ya no era divertida. El teatro no había ido mal, pero necesitaba un final antes de que todo se fuera a la mierda. Porque además de la evidente inutilidad de la estrategia de celos de Carla, aquello estaba tomando tonalidades muy desagradables. Si Carla quería despertar algo en Julio, si quería hacer resurgir sentimientos profundos que sólo ella sospechaba, o si prefería subirlo por la fuerza a un coche y llevárselo para siempre era algo que a esas alturas me tenía sin cuidado. Pero era mi posición en el juego lo que me molestaba. ¿Por qué tenía que soportar esas escenas acarameladas? Si en verdad yo fuera quien aquella noche pretendía ser, aquello me enfurecería. ¿Por qué debía yo quedar, además de como mal actor, como novio imbécil? Y si el tal Julio era tan listo, ¿por qué se dejaba arrastrar hasta esta situación sin reaccionar? Me mojaba el rostro cuando comencé a sospechar una estrategia de contraataque de parte del músico. Creí descubrir incluso una estrategia conjunta de parte de ambos. Carla y Julio. De manera tácita o declarada, daba lo mismo, ellos tendrían un plan para encontrarse en algún punto sin correr demasiados riesgos, utilizándome a mí como escudo. Quizá, por dentro, el único que no reía era yo. Salí del baño. Le diría a Carla que debíamos partir. Cualquier pretexto serviría. Las chicas de la mesa del fondo ya se habían marchado. Las luces del lugar me parecieron aún más suaves, la música más lenta. Me sentí perdido entre las mesas, pero descubrí en la penumbra las siluetas de Carla y Julio. En mi camino a mi sitio la mesera rubia pasó junto a mí y me sonrió. Algo en sus labios pasando cerca de mi rostro se me reveló inquietante. Carla y Julio leían divertidos algo escrito en un papel, los rostros muy cercanos junto a la luz de la vela en el centro de la mesa. Reían leyendo al unísono, haciendo énfasis en algunas palabras, como si ensayaran un discurso aprendido de memoria. Me senté y Carla sólo hizo un gesto ambiguo que interpreté como una invitación para unirme a ellos. No gracias, pensé, y busqué a la mesera para pedir otro trago. Pedí una nueva ronda de bebidas, pero Carla canceló la suya en el acto. En cuanto la mesera rubia dio media vuelta y se alejó rumbo a la barra, caí en cuenta de que era bellísima. Carla reía aún con Julio, quien guardaba a su vez el papel en la cartera. Ella debió notar mi incomodidad porque me dijo sonriendo tiernamente que se trataba de un extracto de la última carta de un viejo amigo común, o algo por el estilo. Después Carla vaciló un poco, me tocó una rodilla por debajo de la mesa y se disculpó para dirigirse al servicio. La rodilla y no la mano. Bajo la mesa y no por encima. La sombra y no la luz. ¿Para quién era aquel mensaje? Julio sonreía aún con las mejillas coloradas. En ese momento algo en la velocidad del tiempo cambió. La mesera se acercó a la mesa con nuestras bebidas y preguntó si se nos ofrecía algo más. Le dije que no y contuve el impulso de pedir la cuenta, pero Julio la retuvo. Le hizo dos preguntas y luego, con un gesto que transformó su imagen en una fración de segundo, pidió la carta. Volvió luego hacia mí sus ojos inyectados ahora de un cinismo repentino y feroz, y sin embargo de algún modo sospechado. —¿Cómo ves? —me dijo— Para mí que me pido la especialidad de la casa. Para llevar, claro. La mesera pasó en ese momento de nuevo junto a nosotros y Julio le dedicó una larga sonrisa. La pieza terminó y ella se encadenó un sonoro jungle de Duke Ellington que yo conocía bastante bien. Algo en la sonrisa de Julio, en su mirada que volvía apenas de las piernas de la mesera, me dijo que él no lo celebraba tanto como yo. Hay momentos que son decisivos en el curso de una noche, en la historia final de una velada. El ríspido sonido de un diamante cayendo en los surcos de un acetato tiene el poder de marcar para siempre la atmósfera, de hacer surcos imborrables en la noche, aun cuando no estés escuchando. Pobre Carla, no debió entender nada. No en el momento en que salió del baño, ni aun cuando intentó reconstruir los hechos, horas después, sin llegar a una conclusión lógica. Por lo menos comprendió, luego de algunos intentos, que nada ganaría haciendo preguntas. Nada podrá explicarle la mesera rubia, que luego de mirar fríamente a Julio se aleja sonriente hacia la barra. Ni Julio, que no escapa al encanto de aquellas piernas y sigue con la mirada aquella falda sugerente. Julio que evoca después, mirándome socarronamente, alguna idiotez sobre la complicidad entre varones, guiña entre risas su solidaridad ante mi calidad de acompañado. Nada podrá entender aunque pudiera ver la forma en que el músico evoca fantasías sugeridas por aquella minifalda, la sonrisa insoportable deformada por el alcohol. Nada sé yo mismo de cómo ni por qué razón de pronto me abalanzo sobre él, tumbándolos de la silla, y le asesto un puñetazo en pleno rostro, sintiendo que mis sienes disparan calor como un par de lanzallamas. Siento la solidez de mis nudillos contra aquellos pómulos enrojecidos, contra aquella sonrisa que me parece permanecer. Siento que la sobriedad me vuelve al cuerpo, salvando la embriaguez músculo a músculo, latido a latido. Carla vuelve entonces corriendo para descubrirnos a los dos rodando por el suelo, entre las mesas, Julio defendiéndose, yo atacándolo. En algún momento dos manos poderosas me sujetan y siento el cuerpo de Julio alejarse de mí. Dos tipos, meseros tal vez, nos someten y nos echan fuera a empujones. Ya en la acera pude ver a Julio, desconcertado, recargarse contra un auto y cubrirse el rostro ensangrentado con las manos, buscando recobrar el control. Yo lo miré sorprendido, como si todo aquello no tuviera nada que ver conmigo. Luego vi a Carla, que salía también del bar, nos miraba asustada y se inclinaba después sobre Julio, compadecida. La escena me pareció lejana; mi presencia en ella un error, una asincronía. Les di la espalda y comencé a caminar. Escuché mis propios pasos alejándose de la voz de Carla, que se dirigía queda y nerviosa a su amigo. Aturdido, caminé por las calles mojadas rumbo a casa. Por la comisura de mis labios bajaba un hilo de sangre. El pómulo izquierdo repetía con fuerza los latidos acelerados del corazón.
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