0133_Ensayo_Hacer de tripas corazón: la tierra, el amor y la mujer en la narrativa regionalista de Agustín Yáñez

No. 133/ENSAYO

 
Hacer de tripas corazón: la tierra, el amor y la mujer en la narrativa regionalista de Agustín Yáñez

Rodrigo Martínez

facultad de ciencias políticas y sociales, UNAM 

 

 

En el centenario de Agustín Yáñez, la novela Al filo del agua sigue marcando un límite en las letras mexicanas. La obra publicada en 1947 es la suma de los ejercicios literarios del autor durante el periodo anterior a su edición y, como apuntan numerosos críticos, señaló un camino para la novelística de México pues, hasta entonces, nadie había dominado las técnicas que la conforman. En el relato muchos han visto una síntesis de la vida nacional, una revelación del país y una serie de meditaciones sobre el mexicano. Sin embargo, la ficción del jalisciense, a pesar de su innegable valor histórico, social y literario, es sólo la constancia del género regionalista hispanoamericano. Su narrativa actúa como una innovación de esta corriente, sobre todo, como un experimento que manifiesta una estética personal con fundamento en la tierra, el amor y la mujer.

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La narrativa de Yáñez es regional porque en ella palpitan los Altos de Jalisco. Inspirados en lo provinciano, personajes y atmósferas fundan un microcosmos literario. Además, los símbolos son primordiales. Mediante ellos brotan varias alegorías sobre la tierra, cuyo referente son los mitos grecorromanos y prehispánicos. El resultado es una obra de espíritu regional que, sosteniendo una postura ante el arte, traza puentes con lecturas más profundas de la realidad social.

Al filo del agua aparece cuando la literatura hispanoamericana vive un ciclo de experimentación. Anteriormente, influido por los clásicos y por las estructuras literarias utilizadas por John Dos Passos, el autor emprende un primer ensayo con Archipiélago de mujeres (1943), que trasciende como una relectura de Tristán e Isolda, La canción de Rolando, La celestina, Otelo y el Libro de buen amor. Estas variaciones temáticas representan un contacto primigenio con los intereses del autor: los amores y desamores, las mujeres como fondo estético y los escenarios de su región natal. Al filo del agua es la gran obra de Yáñez porque en ella pule los intentos de Archipiélago de mujeres al aplicar el método de Manhattan Transfer (1925) al contexto de Jalisco. La prueba resulta exitosa: monólogos en diversos planos, rupturas de la secuencia narrativa y polifonía son recursos que, como nunca, domina un autor hispanoamericano. Con el texto, que desde entonces marca la ruta de las letras nacionales, la narrativa de México se modifica, pues el ciclo de la Revolución alcanza su última etapa, y el regionalismo, que reinaba en Hispanoamérica, es renovado.

El siglo XX significó la celebración de los primeros centenarios de independencia en la América hispánica. Los pueblos del continente buscaban una expresión nacional, y sus pensadores, escudriñando en el pasado, pedían la creación de una identidad propia. Las voces de Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello y José Martí resucitaron y, como sucedió en la narrativa danesa decimonónica, surgieron escritores que describían su terruño. Las tradiciones, el paisaje y las colectividades eran los vehículos de una literatura que se suponía nacionalista. Sin embargo, se trataba de un ejercicio de mero patriotismo; es decir, de afecto y amparo hacia la región natal. Todos estos elementos conformaron el regionalismo.

Yáñez se inscribe en la misma taxonomía. Como en la antigua literatura regionalista, surgida en la Europa romántica, el “Pueblo de mujeres enlutadas” de Al filo del agua es la mimesis de una provincia. Con este sitio, el jalisciense creó una realidad literaria muy parecida al Wessex de Thomas Hardy, la Jutlandia de Steen Steensen Blicher y el Deep South de William Faulkner. La comparación es sencilla, pero ilustradora, pues estos novelistas, gobernados por el apego a su región, recrearon las tierras donde vivían, manifestando el afecto mediante sentimientos de pertenencia o de extravío, sobre todo, cuando estaban alejados.

Hardy, Faulkner y, en especial, Blicher, son ejemplos de la ideología difundida por Johann Gottfried von Herder en la Alemania prerromántica, la cual exigía que las artes fueran un espejo del carácter nacional al ser construidas a partir de los rasgos tradicionales, hecho que, en su tiempo, se manifestó con vigor en la literatura nórdica. Herder llamó al volksgeist y, a través del mismo, demandó la coronación del arte por el espíritu popular. Así, la aldea donde habita Timoteo Limón y las damas del luto perpetuo, la Tierra Santa de Yáñez, abunda en la cultura local, y explorando al ser provinciano, representa una región tan vasta como Jutlandia para Blicher o Wessex para Hardy. Este mundo posee un soplo popular que lo hace universal.

Por La tierra pródiga (1960) y Las tierras flacas (1962), y también por algunas obras ambientadas en la ciudad de México (La creación [1959] y Las vueltas del tiempo [1973]), el regionalismo arraiga en la narrativa de Yáñez. Los tópicos, los personajes y los espacios se identifican con el noreste de Jalisco. La geografía de Yáñez, por la cual guardaba un afecto acaso maternal, se dota de poblaciones como Mezquitán, Nacastillo, Huehuentón, Tenacatita, Barra de Navidad, La Encarnación, Moyahua, Teocaltiche, Guadalajara, Mexticacán, Yahualica, Nochistlán, Toyahua y en ambientes como el río Purificación, la meseta de los Alacranes y el cerro del Cípil. Todas estas villas y relieves, pertenecientes a la Tierra Santa, son el “Pueblo de mujeres enlutadas”, y a su vez, son entidades autónomas.

Por otra parte, el habla de los protagonistas, que surge como enunciación o interioridad, define la sicología de las poblaciones. A través de una lectura de la cultura oral, quedan descritos los seres concretos y las voces abstractas. El repertorio de frases y cuadros de costumbres instituyen el lenguaje local que, por medio del trabajo literario, adquiere un ritmo y tono tales que la palabra y el ideario provincianos conquistan matices lingüísticos sofisticados.

Dice John S. Brushwood que Al filo del agua tiene mérito como “expresión de la nación”. Sin embargo, la novela, como todas las del autor de Genio y figuras de Guadalajara (1941), no es una manifestación de lo nacional sino un despliegue de lo regional. La literatura de Yáñez es impresionista y recrea la vanidad provinciana. Sus tipos y atmósferas son grandes pinceladas de un pueblo. Su obra no es nacionalista porque, mostrando los matices de la historia social, caracteriza la localidad. Es terruño y no país. A pesar de su valor como exégesis de México, no acoge ninguna clase de nacionalismo ni contiene la misión de una colectividad. Sólo resulta abierta palabra regional que, por su temple universal, es vista como muestra totalizadora de la nación.

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Yáñez ha causado transformaciones al esquema original del regionalismo. En el siglo XX, autores como Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera y Ricardo Güiraldes realizaron una literatura con acento en el paisaje y la cultura de las sociedades que lo ocupaban. La Doña Bárbarade Gallegos fue una alegoría del choque de la modernidad y la tradición. En esta novela, como en muchas otras, había un modelo de confrontación entre las sociedades arcaicas y las contemporáneas en el que la naturaleza doblegaba al hombre. Para el novelista mexicano, las fuerzas de la tierra son domesticables, pero, aun cuando el mundo natural de sus obras parece dócil, éste pide la sangre de los seres humanos como si fuera una Coatlicue furiosa, ya que la brutalidad del ambiente permanece oculta en la bravura del animal humano.

Al filo del agua, La tierra pródiga y Las tierras flacas ilustran esta situación. En la primera, la tierra es el gran edificio humano, donde hombres y mujeres, reprobando lo profano, cohabitan los temores del pecado. “El pueblo de mujeres enlutadas”, doblado ante una moral puritana y una devoción resentida, ve la Revolución, las migraciones y la cultura urbana como emblemas de la modernidad que, derribando los credos, obliga al cambio. En La tierra pródiga la costa es un cántaro de riquezas. La belleza y la abundancia brotan por doquier mientras la gente vive aterrada por siete caciques que batallan por bahías y mujeres. El más despiadado se impone y la región sufre mutaciones a través de las máquinas. Las tierras flacas son los territorios de la carencia. En ellas hay miseria y resignación. Tras la muerte de Teófila, un viejo hereda una máquina de costura que le dará el control de la zona. El artefacto es símbolo de progreso, industrialización y autoridad. Aquí, la gente se postra ante el mismo dios del “Pueblo de mujeres enlutadas”. Todo se convierte en un puente con la modernidad.

Estas novelas exhiben la domesticación del ambiente. El paisaje sigue siendo protagónico, pero su poderío no vence la astucia de los hombres. La máquina de la industria y el armatoste humano de carne y hueso doman la naturaleza. El entorno no consume al humano como en La vorágine, de José Eustasio Rivera. No obstante, esta literatura, que propone un modelo regionalista inédito, revela una nueva lucha: el hombre es el lobo del hombre, pues su verdugo radica en su propia fiereza.

La poética de Yáñez presenta la batalla entre los seres humanos. La guerra del hombre, producto de la ambición y de una naturaleza autodestructiva, adquiere sus dimensiones en el simbolismo de Coatlicue. La diosa prehispánica reside en las páginas de esta literatura como un ser protector y punitivo, otorgando y despojando vidas, ejerciendo su maternidad y su voracidad. Cada personaje masculino está obsesionado por una mujer quien, a veces, es de carne y hueso o, de pronto, surge como un territorio que promete riqueza y prosperidad.

“Entre mujeres enlutadas pasa la vida —dice una voz en Al filo del agua—. Llega la muerte. O el amor. El amor, que es la más extraña, la más extrema forma de morir; la más peligrosa y temida forma de vivir el morir.” Mujeres y amor: los apetitos de la carne son los móviles del hombre. En estas páginas hay hembras dondequiera y, como sentencia, el párrafo final del “Acto preparatorio” transita la miseria del amor y, sobre todo, la ruina de los varones por la fascinación femenina.

En los relatos infantiles de Flor de juegos antiguos (1942); los juegos poéticos de Archipiélago de mujeres; las alegorías de La tierra pródiga y Las tierras flacas; los dramas juveniles de La creación y Tres cuentos (1964), y Las vueltas del tiempo, donde el Damián Limón de Al filo del agua sigue tras los pasos de María, el amor es la sustancia literaria. Siempre se impone una imagen femenina. La soledad de los hombres se convierte en búsqueda. En casi todas las historias hay una utopía femínea que augura fertilidad y redención. Las mujeres son el gran símbolo de esta literatura ya que concentran la estética del autor. Su imagen significa el origen y la fertilidad; personifica la creación y el fin del caos, pero, también, representa el peligro, el sacrificio y, muchas veces, la perdición o la vergüenza. Encarna, entonces, la destrucción. Por un lado, la mujer es pródiga, benefactora y, como la Gaya en las Teogonías de Hesiodo, es el umbral del instinto masculino. Por otra parte, es Coatlicue, quien engendra cuatrocientos hijos y, acusada de pecado, los aniquila mediante la furia del último crío que parió.

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Los hombres dan tumbos en el camino de sus deseos. El odio a la misantropía los conduce a la sensualidad. Muchos alcanzan su objetivo. La mayoría se pierde sin remedio. Otros dañan a sus cónyuges. Todos, tanto varones como hembras, hacen de tripas corazón. En Archipiélago de mujeres, sólo el amor materno de Inés se concreta. En cambio, el resto de las mujeres sufre romances trágicos. Calixto, enamorado de Melibea, enloquece; Oliverio, solitario, llora su vida entera la muerte de Alda; Otelo y Yago riñen contra la demencia por líos amorosos. El intercambio de fatalidades es la suma del desamor. La última cita siempre es aciaga.

De este modo, en Al filo del agua, atraído por dos mujeres, Damián Limón pierde todo. Metido en aprietos por María, arquetipo de la mujer liberal y revolucionaria, y Micaela, modelo de belleza formidable que experimenta un odio titánico contra el viejo Timoteo, quien la persigue, Damián comete homicidio contra una de ellas. En la misma novela, un seminarista y un músico caen hechizados por Victoria, hembra mundana que, a los ojos del “Pueblo de mujeres enlutadas”, es una serpiente deslizándose sobre el cuerpo de los hombres para embargarlos en el pecado.

La tierra pródiga y Las tierras flacas poseen sus propias dicotomías. En la primera, en una batalla desigual, Ricardo Guerra, predador genuino, rico y autoritario, candidato para las muchachas, se disputa las costas con Sotero Castillo, quien está debilitado por su obsesión hacia una mujer idealizada. Castillo es un paralelismo de Sísifo y su castigo consiste en realizar un amorío utópico con Elena, la mujer del enemigo. Además, debe proteger la dignidad de su hija (Gertrudis) del asedio de su rival. Resguardando a sus mujeres y su tierra, Sotero es aniquilado por su oponente.

Epifanio Trujillo siempre quiso a Teófila. Ella muere y, como herencia, deja una máquina de costura al dueño de Las tierras flacas. Marchito, el hombre descubre la imagen de la mujer en el artefacto y esa visión acarrea el final de su vida. Uno de sus hijos, Miguel Arcángel, trae el progreso a la Tierra Santa y pierde el recuerdo de Teófila. El romance irreal del viejo se extingue como la pureza de la tierra.

Amparando la redención, María, Micaela, Elena, Gertrudis y Teófila materializan los impulsos masculinos. Otras mujeres, como Merceditas Toledo y la niña Esperanza, gravitan como anhelos. Unas conducen a la tragedia y la vergüenza. Otras son tragedia y vergüenza. La mayoría tiene aires de luto y agonía. Todas interpretan la región que el hombre codicia, modifica, destruye, viola o seduce. Ésta es la alegoría de Yáñez, la tierra y la mujer como un signo indivisible. En esta semántica, barroca por la amalgama de símbolos y la oralidad aglutinada, se articula la estética del autor.

“Punta Elena, punta Margarita, punta Rosana, punta Catalina, punta Ida, punta María, punta Elisa. Cada una lleva el nombre de alguna mujer —advierte ‘El Amarillo’ en La tierra pródiga—. Hubiera querido decir: de alguna ilusión. Soterradas casi todas en deseos que apenas afloraron sin florecer. Sombras casi todas fugitivas de soñados placeres. […] Nombres, nombres de mujer. […] Pasajeras de cuya fugacidad quedó el nombre fincado en rocas, en arenas permanentes, desafiando el océano, a la selva y al tiempo.”

La estética de Yáñez se relaciona con Afrodita y Tlazolteotl, diosas del amor, la belleza y el deseo. En la narrativa del mexicano se repite la mujer como el “mal hermoso” de Hesiodo. El arte es la belleza sensual. Como explica Raymond Bayer, se trata de una hermosura femenina que mana de Eros a manera de un ser sombrío. La producción artística se subordina a la sensualidad material. La tierra, las montañas, las bahías y las mujeres son como las Nereidas y las Oceánidas en la orografía de Poseidón. La mar de los dioses está repleta de belleza sensual. “El pueblo de mujeres enlutadas” y la Tierra Santa desenmascaran rostros de beldad arcaica. Tras el amor, en la espiral de la existencia, las hembras montan la efigie de Eros. Sin embargo, su función erótica no es palpable. Todo está sugerido a través de símbolos. Todo sobresale por los actos de los hombres. El amor, el sacrificio y la ruina son los dictados de la pasión masculina. Los sentidos se satisfacen en sobresaltos de afecto y dolor.

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Coatlicue es “la madre de los dioses y de los hombres”, señala Damián Limón en Las vueltas del tiempo. La “señora de la vida y de la muerte”. La diosa es la suma estética de Yáñez porque ella produce y destruye. El emblema prehispánico es la mujer-madre-amante, “la historia” y “la tierra”, es decir, el conjunto de soportes para una estética que convierte la literatura en un vehículo de expresión emocional y de alegato social. El regionalismo expresa sensualidad y, también, protesta contra las condiciones humanas.

“El pueblo de mujeres enlutadas” congrega todas las regiones arcaicas. Es síntesis de las tiranías con base en la tradición. La Tierra Santa es el trago amargo del amor y el dolor de estar vivos cuando existe opresión. La región pródiga es la belleza multiplicada, la perdición sensual, el abuso humano y la propagación de los temores. Yáñez denuncia en su obra y, como señala Brushwood, ilustra el triunfo del organismo social sobre el individuo. Su obra es un memorial de la potestad telúrica, de las codicias personales y las transformaciones colectivas, pero, además, es una estética erótica y un diario de la debacle masculina.

A cien años del nacimiento de Agustín Yáñez, indagando en las tradiciones locales y en la estética universal, su literatura todavía sublima el universo de la Tierra Santa. El jalisciense ha ganado su lugar en la historia de la cultura hispanoamericana porque renovó el regionalismo al experimentar atrevidamente con las letras. Su trabajo, concentrado en el organismo social y la feminidad, concreta toda una fábula de la región. Por ello, cada una de sus novelas y cuentos resultan tan abarcadores que aún ocultan numerosas vías de interpretación. Cada texto, además de contener una poética valiosísima, posee valores colectivos e individuales simultáneamente.

 



Ilustraciones:
Fotos del Archivo del Centro Nacional de Información y Promoción
de la Literatura / INBA
Foto 2: tomada de agustinyanezd.tripod.com.com



Este texto ganó el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez 2005, convocado por la revista Tierra Adentro y Conaculta.

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