No. 132/CRÓNICA |
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Memorial de la paranoia:
sobre una final del futbol mexicano |
Rodrgio Martínez |
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, UNAM |
En la cabecera del Estadio Olímpico, una mujer había sido levantada por un grupo de muchachos que interpretaban himnos para su equipo. Los sujetos la conducían hacia la zona alta del inmueble como si fuera una hembra capturada para una bestia en celo. Deleitándose, cada uno de ellos palpaba las piernas, la cintura y el busto de la chica hasta que ella volvió a su sitio. Cuando estuvo de pie sobre el concreto, que ya había sido cubierto por papeles blancos y azules, los hombres, convertidos en predadores, pedían nuevas víctimas bramando. En lo que parecía la celebración de algún ritual antiguo, otras adolescentes fueron cargadas y transportadas como trofeos sobre una marea de brazos febriles. Algunas se escabulleron entre la muchedumbre y perdieron los asientos donde se habían acomodado. Aún faltaban dos horas para que comenzara el primer juego por el campeonato del Apertura 2004. La pantalla del Olímpico repetía imágenes de la campaña del equipo. Arremolinada en los túneles, la gente ingresaba a la sección de butacas buscando aceleradamente un sitio. Por doquier había celulares. Se hacían llamadas inútiles pues de tantos aparatos telefónicos la recepción satelital se interrumpía. Los abrigos de los primeros aficionados habían sido colocados sobre el concreto para prevenir el hurto de los lugares. Desde el otro extremo de la zona, donde más tarde llegaría la porra llamada Plus, vino un primer grito: En el extremo contrario del estadio explotó una luz de bengala y en la cancha los jardineros hacían los últimos arreglos. Con una neblina espesa y azul de fondo, contrastando contra el color dorado de numerosas camisetas universitarias, la mujer fue asistida para llegar a su asiento donde, iracunda, expresó: —¡Chinguen a su madre, bola de putos! “¡Cómo no te voy a querer, cómo no te voy a querer, si mi corazón es azul es y mi piel dorada siempre te querré!” Botellas de cerveza, cristales luminosos, mujeres vestidas ligeramente y hombres con el aliento retocado por alcohol. Por cada grito brotaba un vapor blanquísimo y tras cada porra emergían cientos de voces. Arriba, el Ángel de la Independencia. Enfrente, una veintena de oficiales, resguardando desde las inmediaciones y, justo alrededor del monumento, otros más, con toletes, cascos y macanas. —¡Hugo para presidente! —gritó algún despistado en asuntos de política. Allá, en la ciudad de Monterrey, los integrantes del Club Universidad Nacional estaban abordando el avión que los llevaría a la capital. Goyo salió de los vestidores haciendo señales y piruetas. La mascota de Pumas se irguió ante la Rebel, alzó la mano derecha y formó espirales moviendo su muñeca. El público respondió silbando. El personaje contó hasta el número tres doblando su codo contra el estómago para que los aficionados hicieran una “Goya”. De entre el tufo de marihuana y alcohol, donde los sudores tenían horas estancándose, brotó la celebración de la gente que se deleitaba brincando. Mientras aquellas damas agitaban las banderas con publicidad impresa, arriba, donde casi todos los espacios centrales estaban ocupados, los rituales con mujeres habían terminado. Muchos cantaban al equipo y otros, escurriéndose entre las gradas, intentaban apostarse en lugares prohibidos. Con los rostros sobre las manos y los codos sobre las rodillas, los madruga-dores desesperaban por el tiempo que todavía faltaba. Un trío de oficinistas ocupó los últimos espacios de la zona. Uno de ellos despedía aromas cargados con licor y menta. Los otros dos eran una pareja. Ella aún portaba el uniforme de trabajo y él sólo llevaba la corbata. Saludaron a los aficionados circundantes quienes, heridos por la sed, llamaron a los vendedores de cerveza: —¡Una chela, por favor! —¡Sin chelas no puedo vivir! —gritó un aficionado mientras el resto de los presentes, entre banderines y papel periódico, coreaba al unísono “oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, el que no brinque es un regio maricón”. Los jugadores del Monterrey, encabezados por el guardameta Juan de Dios Ibarra, salieron al campo para realizar sus ejercicios de calentamiento. En la tribuna, allí donde se esperaba por el duelo y las cervezas, los de Pumas brincaban constantemente y, justo entonces, uno de los oficinistas que había abandonado la fiesta de Navidad de su empresa, tomó la cintura de la mujer que lo acompañaba y, el otro, aguardando detrás, sólo saltaba a pesar de que la chica ceñida era su pareja. —¡Quiero una chela, por piedad! Bebedores bajo el brillo de las luminarias, grupúsculos de gente alrededor de un monumento desgastado, quebradura de botellas, tronar de voces rasgadas por tanto frío, las cooler entre manos y “a ver quién se las chinga más rápido”, “¡que chingue a su madre el piojo Herrera!” y “¿cómo no nos chingamos a esas viejas?”. Cada vez había más ruido y sonaban porras en Río Tíber y Florencia. Los vehículos se acumulaban entorpeciendo la dinámica de las calles. Los que llegaron por el Metro habían visto vagones sitiados. Ahora cercaban el Paseo de la Reforma con pasos acalambrados o caminatas delirantes. Una manta gigantesca, dilatándose por la bofetada del viento, tenía un aforismo formidable: “Quiero a Pumas más que a mi vieja”. Espuma de cerveza, mujeres gritando por un balón al área, el público mentándose madres porque nadie ocupaba su lugar. En los pasillos de la cabecera, los aficionados que se habían retardado bloquearon el camino hacia los túneles. Empotrados en los extremos de la escalera, obstruyendo la vista de los presentes, comenzaron los calores. Como aquellos no se sentaban, por estar donde no debían, los otros, esos que estuvieron siete horas en las puertas del inmueble, aventaban vasos con líquido amarillo o papeles comprimidos. Mi-radas furiosas. “¡Párense huevones!” y, “puta madre, pinche gordo, quítate porque la piel de puerco no es transparente”. Y en el trajín, entre agua y vasos, entre gritos de emoción y amenazas furibundas, los expendedores de cer-veza y frituras tropezaban constantemente. Atareados por un sinnúmero de clientes, cargando charolas con montones de bebidas, cuidando las bolsas donde esta-ba el dinero, iban los hombres y mujeres, pisando pies, golpeando rostros con los codos, vertiendo líquido en las prendas. Con estas visiones como escenografía, se gritaba “¡vamos, Kikín!” y desde arriba, allá donde era más difícil ver el espectáculo, corría la advertencia: —¡Ay les va el agua! Al minuto 20, Guillermo Franco, el número diez de los Rayados, anotó el primer gol del juego. —¡Diez chelas, por favor! En la cabecera del Olímpico, donde colgaban mantas rayadas, los de la pandilla brincaban y gritaban con los brazos extendidos. Agradecían con los ojos clavados en azul o con lágrimas apuntando hacia el pasto húmedo de la cancha: “Dios sí perdona; el Guille no”. —No mames, güey. Lo habían arrojado a unos tres metros y luego lo atraparon. Llevaba una máscara de luchador con un logotipo de Pumas en la frente. Detrás, el monumento a la Independencia, cuya base era invisible por la acumulación de gente, servía de colofón al juego. Mientras re-novaban los lanzamientos con aquel muchacho, otros se deshacían de vasos desechables y elevaban los banderines y carteles. Las muchachas danzaban moviendo el busto como rumberas y, entre pieles de humo trazadas por cigarrillos ardientes, Eros emergió tentando al público masculino. Cada vez faltaba menos tiempo para que el equipo campeón llegara al sitio. Entretanto, tras dos horas y media de espera, los asistentes comenzaron a cantar porras a cada uno de los integrantes del plantel. Adelante de ellos, doblegados por la ceremonia de las masas, los agentes de la Secretaría de Seguridad abandonaron sus intentos por arrebatar botellas y objetos peligrosos. Ya desesperados, tumefactos por el frío, como ratones huyendo hacia coladeras, muchos partidarios de Pumas se retiraron rápidamente. El tumulto de vehículos había dado lugar al caos y, desde la multitud, que parecía movida por una sola conciencia, se blandieron algunos frascos como armas y se arrojaron, a la manera de proyectiles, contra los policías que resguardaban la zona. “Pongan huevos, los pumas pongan huevos.” El auditorio del Estadio Olímpico, clamando como un Minotauro sin víctimas, pedía un gol con gritos de entrañas y saltos de codorniz. Durante el primer tiempo, Monterrey había dominado con futbol ofensivo. Al inicio del segundo lapso, cuando todavía nadie se mascaba las uñas, incluso cuando muchos seguían esperando en las filas de los sanitarios, Universidad tuvo un saque de esquina. Las manos de todos los concurrentes simulaban actos de hechicería. Joaquín Beltrán y Darío Verón, defensas centrales, se clavaron al filo del área chica. Corriendo como gacelas entre gente entumecida y sobre escupitajos putrefactos, sufriendo colisiones con otros aficionados, mentando madres y llevando las cervezas con presunta cautela, los que venían del baño interpretaron la brujería manual de sus partidarios. Los caballeros, aún con las braguetas abiertas, con los pantalones húmedos por orina o por cerveza, se apostaban en sus lugares entre empujones y tropiezos. Las mujeres se arreglaban el cabello o atendían sus celulares. Siguió el encuentro. En la meta de la pandilla, Juan de Dios Ibarra, sembrando nervios, exigía orden a Pablo Rotchen. El arquero, quien había aparecido en la alineación titular por la lesión de Christian Martínez, miraba los embates de un club resucitado. En el extremo contrario, donde Bernal enviaba el balón hacia un lateral, Guillermo Franco encaraba a Verón. El anotador del primer gol ya casi no recibía el esférico y Monterrey estaba vulnerable. Desde el botín de Leandro Augusto salió un vector de hule y espuma que pegó justo en la palma del guardameta regiomontano. —Ya casi —y de la tribuna, antes que Saturno volviera al Olímpico, se distinguió un canto al unísono. La Rebel tenía aires de surrealismo por aquello de la marihuana fumada anteriormente y la Plus era una fiesta orquestada por bombo y mujeres acaloradas. “Pongan huevos, los Pumas pongan huevos…” Al paso de un camión enorme, uno de aquellos con que la gente hace visitas al centro de la ciudad, rasgando sus gargantas, los muchachos vociferaban: “¡Hugo, no te vayas!” El técnico bicampeón mostraba el trofeo elevándolo con ambas manos sobre la parte frontal del vehículo. La avenida Reforma, convertida en el recinto de una ceremonia dionisiaca, estaba colmada de aficionados. La gente se subía en el toldo de los automóviles aparcados y, estirándose hasta donde era posible, intentaba llegar hasta sus ídolos. Otros, postrados en el trayecto, hacían devociones a San Kikín que, unas dos horas atrás, bajo la furia del Estadio Tecnológico, cuando corría el primer minuto del segundo tiempo, aprovechó un balón a la deriva y anotó el único gol del encuentro. Sobre el turibús, los jugadores del Club Universidad firmaban camisetas que, una vez entregadas, se disputaban como agua en un desierto. Las mujeres ofrecían sus dones como recompensa y numerosos oportunistas les tentaban las carnes. Al igual que arañas trepándose sobre paredes húmedas, los aficionados intentaban escalar por los costados del camión. Detrás, en otro vehículo, el cual había sido emboscado en su rodar por Florencia, los familiares de los campeones atestiguaban panorámicas del hedonismo. Desde el banquillo de Monterrey, Miguel Herrera enfureció con el arbitraje y, haciendo muecas y señas a Mauricio Morales, el mediador del encuentro, se des-quitaba de lo que veía como una serie de injusticias. Los Rayados, cuya ofensiva había desaparecido en la cancha, sólo resistían ordenadamente los ataques de Universidad. En la otra banca, el niño de oro, pretendido reformador del futbol mexicano, había reorganizado el parado del equipo universitario. Entre sus modificaciones, cuando los locales estaban asediando el arco de los regios, vino un cambio. Ingresó David Toledo, de 22 años, diminuto, con la piel oscura, casi de liebre parda. Arriba, en el graderío, la zona de la Rebel era un ceremonial de brazos cruzados, torsos desnudos y cigarrillos consumiéndose. Por la Plus el “pongan huevos” subía de volumen. Cientos de vasos humedecidos, abrigos empolvados, maculados por huellas de tierra, gritos y mujeres, mujeres con mejillas coloradas y mujeres ciñéndose de sus amantes. Hombres embrutecidos, hombres tolerando empujones y alientos próximos, concentrándose en el juego. La venta de cervezas se había cerrado. —¡No mamen, nunca me trajeron mi chela! En la madrugada del día doce de diciembre, los rastros del alcohol y del pecado estaban regados sobre el pavimento de Reforma. Dionisio, guía de los concurrentes, se deleitaba en las sombras con los amantes y en las luces con los bebedores. Las alas de humo de los cigarrillos y las mantas de tela, tejidas de milagros durante la temporada, coloreaban la calle por donde el equipo debía salir. Varados en una marea de carne y hueso, entre tempestades de porras y consignas de ignorantes (de nuevo: “Hugo para presidente”), los vehículos de los campeones tuvieron que salir a través de Medellín escoltados por los últimos fanáticos. David Toledo, menudo como una cabra, con el 17 en los dorsales, se escurrió entre la defensa del Monterrey, midió el pase de Israel Castro y, a 600 segundos del final, sacudió las redes de la portería protegida por Ibarra. Los que estuvieron en el palco, rodeando al rector y otros notables, sentían los temblores en la estructura del Olímpico. En la cabecera, con las gargantas como nudos, los de Rayados dejaron de saltar. En la Rebel sólo se dieron cuenta quienes aún veían el partido, el resto, sacudidos por la violencia de los gritos, notaron el marcador en la pizarra. En la Plus escurría refresco sobre el bombo y, tomadas por las caderas, las hembras de Saturno, quien había vuelto al inmueble, fueron elevadas hacia el cielo. En Reforma: virgen cobijada por banderas de Pumas, virgen en playeras, virgen cuando Kikín anotó el gol del campeonato; virgen en la madrugada para los feligreses que llegaban desde provincia, caminando sus penas, con los callos vomitando pus, como saliva de vaca en el verano. Virgen en camionetas llenas de lodo. Neumáticos reventados y fe. La marcha de los creyentes y la fiesta de los campeones. La reverencia y el desparpajo. Ancianos extraviados, con la mochila al hombro, queriendo ver a la virgen en su día. Sagrada Guadalupe, la bendita entre mortales, la santa generosa. Los aficionados y jugadores agradecían ante su imagen la celebración de otro campeonato. Beltrán y Fonseca, de pie ante la Rebel, elevaron el puño derecho apuntando hacia una luna imaginaria. Inició el himno universitario y ambos cantaron tan fuerte que se escuchaba en el graderío. Todo el Estadio Olímpico, sereno como un rinoceronte, interpretaba la composición. Cuando ésta concluyó vino un “Goya” y Hugo Sánchez encabezó el descenso hacia los vestidores. Toledo, el joven de la banca, quien había cambiado el funcionamiento del equipo, todavía fue celebrado. La odontóloga desapareció. Los oficinistas se separaron por respeto al novio verdadero. El Gordo y el Flaco solicitaban más cervezas. Club Universidad ganó el primer partido con marcador de dos a uno. La última pancarta, ya doblada, anunciaba una visión solidaria: “Pumas: mi vida, mi pasión, mi locura”. Orina en las banquetas y en los muros; vasos y botellas coronando el pasto de las jardineras; un banderín perdido, tallado contra piedras, con ligeras roturas al centro. Condones rotos, restos de calenturas amorosas; cristales opacos, ocres como tabiques remojados; vagabundos olfateando como felinos por un pedazo de alimento; Reforma sacudida por barrenderos; el Ángel de la Independencia reducido a la memoria. Plástico y manchas sobre el piso; las banquetas con algunas pintas y el pavimento relleno de papeles blancos; aromas desagradables; todavía el tufo sólido e inconfundible de la marihuana. Sólo en la Basílica la misa. La noche anterior, en el Estadio Tecnológico, Club Universidad venció a Monterrey con gol único de Francisco Fonseca. Los Pumas obtuvieron el primer bicampeonato en la historia de 17 torneos cortos. Después del festín nocturno, el aroma de la cerveza emergía acentuándose con las radiaciones de mediodía. Saturno, o las miles de voces que engulleron el estadio, estaba dormitando en el cumpleaños de la virgen y, tras el saldo de la noche, sólo hubo un detenido por faltas a la moral. Agradecemos al Club Universidad Nacional su apoyo para la ilustración de este texto. Copyright de todas las fotos: Club Universidad Nacional, A.C.
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