No. 129/CRÓNICA |
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Historias de un atrio: testigo del tiempo, espectador del México religioso |
Mauricio Moisés González López
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ESCUELA DE PERIODISMO CARLOS SEPTIÉN GARCÍA |
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Con la creencia de que “el chamuco quería matarme, pero la Virgencita lo venció… Diosito y mi santa Virgen siempre vencen al mal”, llega presurosa Mercedes Ramos a misa, luego de recorrer el atrio de la Catedral Metropolitana. Sonriente, aunque con ojeras y rostro suplicante por el sufrimiento que padeció al haber estado presuntamente poseída por el diablo, la mujer de corta estatura, complexión robusta, cabello cano largo cubierto por una manta negra y piel curtida por el sol y los años, trae consigo un ramo de flores para ponerlo en uno de los altares y, así, agradecer el “milagro” del exorcismo. “Hace varios meses empecé a sentirme extraña. Mis hijas y mi cuñado me dijeron que me ponía rara, loca de repente, que hasta incluso olía a azufre”, narra doña Mercedes, de oficio florista, al sacristán que la escucha atentamente. Es domingo por la mañana, los feligreses se arremolinan a la entrada de la iglesia; cruzan el atrio, escenario de historias, de gente, de pobrezas y miserias; de caridades que llegan en coches encerados, de esperanzas que regresan a casa en metro. La fe católica encarna en madres con bebés en brazos, en ancianos en la estación final de su viacrucis, sin hijos, solos, abandonados, aferrados a sus amuletos, imágenes de los santos de su devoción, y sus inherentes misales. Juntos en el primer día de la semana, ellos son la tinta que añade color al lienzo con forma de Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, coronada por sus campanarios de sonar lento, pesado, sobre los que vuelan decenas de palomas entre suaves y ocasionalmente elegantes aletazos; pintura urbana de la ciudad y de las ermitas que conocen el susurrar de estas aves. Mujeres, algunas mayores y otras apenas adolescentes, con niños pequeños atados a las espaldas mediante rebozos apretados, se acercan discretamente a los visitantes para ofrecer estampas de santos para diversos usos. Se escucha: “Ésta le ayuda para los enemigos. ¿Quiere para el matrimonio, para la salud, para el dinero?” algunas más sólo piden la limosna, la cual, al ser recibida, agradecen con un “Dios lo bendiga”. Desde afuera varias personas observan pacientemente; son espectadores constantes: albañiles de rostro cansado que ofrecen sus servicios, incluso en domingo, que con cierto deseo miran el “negocio” de la fe. Uno expresa: “Éstas venden cosas que ni sirven, yo tengo la del trabajo (enseña su estampa) y ni tan bien me va.” Como retrato de la cotidianidad en la ciudad, el desempleo es otra estampa urbana de nuestro diario acontecer. La fe y el destino son caminos que convergen, son la esperanza de los soñadores, de aquellos que anhelan y ven en la plegaria la causa y la consecuencia. Son los vestigios de nuestra época prehispánica, la herencia de aquel México de sacerdotes y dioses, son el sentir de la sangre en su arraigo profundo dentro de nuestra piel cobriza. “Mira, tengo al ‘tazmania’ que se parece a ti”, dice entre risas a un joven que va con su novia y que, incómodo, trata de apretar el paso y asegura no tener dinero. “Si te paso báscula, hasta más sacas”, insiste “el Moreno” y añade: “Aunque sea regálame un varito, carnal, y si no traes cambio yo te consigo.” Cuando los peatones pasan por su “zona de trabajo”, la historia de “El Moreno” se repite. Cada vez que se acerca a ellos para pedirles una ayuda económica, la gente acelera el paso y clava la mirada en cualquier lado excepto en él. “Chale, como si no les sobrara un varo”, reclama el joven perfumado en solvente, su sustituto de cariño, compañero de días y alimento de varios niños y jóvenes de la calle, a los que, luego de no tener éxito en las ventas, acompaña. El ir y venir de pies, con sus variadas formas de calzado, sean huaraches, zapatos, botas, sandalias, tenis o incluso desnudos, es una constante en la catedral. Recorren el lugar personas que acuden al servicio y que respetuosamente se despojan de gorras y sombreros para entrar al edificio; otras que bajan el volumen de la voz y algunas más que sólo toman fotografías del inmueble. Ellos constituyen el estereotipo del visitante de una zona turística, imagen semanal del Zócalo capitalino. “Ya me va a ir muy bien en la economía”, comenta esperanzada una mujer joven a su amiga acompañante luego de que el sacerdote le bendijo el monedero con agua preciada y redentora: el agua bendita. Como si se tratara de un jardín, se ven niños corriendo y jugando, mientras los adultos comen la nieve o conversan y planifican su semana. El lugar permite una gran variedad de personajes, humores y situaciones. Los infantes siguen brincando y juegan a esconderse detrás de una manta colgada en una esquina de la reja que cubre a la Catedral. Al igual que los pequeños, algunos ancianos se resguardan pero no juegan, lo que sí hacen es ocultarse del sol y reprender a los pequeños por “escandalosos”. Ese parece ser el efecto del caminar de los años: la seriedad, la solemnidad que se adquiere con la experiencia. Así parecen ser los viejos que acuden al inmueble, y así actúan los mayores que encarnan los mandamientos celestiales o que se vuelven fanáticos de la adoración. La tarde comienza a oscurecerse, y los turistas, entre los que se oyen franceses y estadounidenses, continúan admirando la construcción de la Catedral. “It’s amazing, let’s check out inside, shall we?” (es asombroso, veamos adentro, ¿te parece?), invita una señora de rasgos orientales al que parece ser su esposo. La noche cae al fin sobre la ciudad en forma de claros velos azulados que anuncian la última etapa de la reunión de personas y mundos en la explanada de acceso a una de las edificaciones más importantes del país. Los comerciantes recogen sus puestos de mercancía y cada vez se vuelven menos. Los fieles católicos abandonan el lugar con una fe renovada y el atrio de la Catedral Metropolitana guarda como testigo, las variadas manifestaciones de la sociedad que marcan la esencia religiosa de un país devoto.
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Fotografías: |
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