No. 128/CUENTO |
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El cruel Cronos |
Dan Ruiz Reyes |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
…el oráculo vaticinó la caída y muerte de Cronos a manos de uno de sus hijos. La terrible deidad enfureció y juró en contra de la palabra del oráculo, negando su destino… Franz detuvo su mitológica lectura y descendió de prisa —siempre de prisa— del microbús. Recriminó una vez más al infatigable tiempo que pisaba sus talones, mordía su sombra, arañaba su espalda, se le colgaba del traje tomando forma de reloj, de números, hablándole en tic-tacs que a duras penas le permitían leer en el transporte público entre un empleo y otro. Los dos empleos eran muy desgastantes para Franz, quien al llegar la noche estaba más que exhausto y al arribar la mañana aún no recuperaba por completo la fuerza, lo que lo hacía llegar tarde también al empleo matutino. Aunque en realidad el problema no eran los empleos en sí, sino la larga —larguísima, casi infinita— distancia entre uno y otro. Ahí es donde se iba todo el tiempo y gran parte de la energía. Microbuses, tránsito, manifestaciones, embotellamientos…si tan sólo estuvieran más cerca, si en lugar de atravesar la ciudad de punto a punto tuviera que caminar apenas un par de cuadras; entonces tendría tiempo de comer bien, de leer más, de ejercitarse, de hacer amigos; podría darse el lujo de tener vida propia… pero estos eran sólo pensamientos, ideas, sueños… Franz despertó a tiempo, era un día frío; la noche anterior habían pronosticado neblina. Se desperezó y acudió al ritual diario; en media hora estaba listo y preparando su desayuno: cereal, yogurt, leche y fresas. Antes de salir, tomó un libro grueso y se encaminó hacia su trabajo con buen ánimo. Tan sólo unos cuantos días antes, la empresa que lo empleaba por las tardes inauguró una sucursal justo frente a su trabajo de la mañana, Franz pidió su transferencia y le fue concedida. Ahora Franz sólo tenía que atravesar un gran jardín lleno de estatuas griegas para llegar allí. La neblina cubría la ciudad como el vaho de un gigantesco dragón. Franz llegó a su empleo sin preocuparse por el reloj checador; sus compañeros de trabajo lo encontraron demasiado sonriente y amigable. Franz era feliz. Al terminar la jornada matutina, salió del edificio hacia la neblina casi disuelta por el sol. Un gesto optimista se dibujó en su rostro al internarse en el jardín y caminar hacia su otro empleo. Entre las estatuas y la difuminada nube que parecía haberse posado en el terreno de adoquines y árboles, zigzagueaba una cabellera rojiza. Franz se tomó su tiempo para admirar las estatuas que encontró a su paso tranquilo; miraba a Hermes, corriendo a prisa con un mensaje entre las manos, le recordó a sí mismo hacía poco tiempo —siempre de prisa—; también estaban Afrodita, Hades, Minerva, Juno, Eros, Poseidón y otros que Franz decidió dejar para otro día. Prefería contemplar el monumento principal. Por fin, después del paseo, llegó al edificio; entró sin preocuparse por el reloj checador y avanzó un par de pasos. Se detuvo. Un gesto de extrañeza, una mirada alrededor suyo. Se percató de que ese lugar ya lo pisó en este día. Pensó que debió dar un mal rodeo, confundido por la neblina y las estatuas. Se disculpó con una sonrisa y volvió sobre sus pasos. Franz salió del edificio hacia la neblina. Atravesó el jardín. Hermes, Afrodita, Hades y los demás pasaron junto a él, que caminaba con menos calma que antes. Llegó al centro del jardín y volvió a enfrentarse con la perturbadora mirada enfurecida de Cronos. Rodeó de nuevo, jirones de niebla se enredaron en sus ropas y cabello al acelerar el paso. Llegó al edificio y miró el reloj checador; justo a tiempo. Respiró aliviado, acomodó su ropa y avanzó un par de pasos. Se detuvo. Otro gesto de extrañeza, otra mirada a su alrededor. Volvió sobre sus pasos y salió hacia la neblina. Atravesó el jardín. Los dioses griegos lo miraron pasar rápidamente —siempre de prisa—, los pasillos se estrechaban, las estatuas cerraban las vías, formando un túnel único e inevitable. Parecía que lo empujaran hacia él, hacia el infame y abrumador rostro que lo esperaba con la babeante mandíbula desplegada hasta sus límites, listo para tragarlo, para masticar y romper su ser entero; y Franz, por más que lo intentó, no pudo detenerse; corría, se precipitaba sin freno ni control hacia el cruel, el todopoderoso, el hambriento y enloquecido Cronos… Haciendo lo posible por ignorar el libro que descansaba boca abajo en la sala de su departamento, pero sin levantarlo para comprobar si había sido tan sólo una ilusión o si en realidad formaba parte de la eterna tragantona, Franz comenzó su rutina de prisa —siempre de prisa—, aunque, ahora más que nunca, con la sensación de que el tiempo se lo comía.
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Ilustraciones:
Sergio Vargas Rodríguez, Escuela Nacional de Artes Plásticas |
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