No. 124/CRÓNICA |
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Las flores del mall (Esdrújula hermenéutica. Crónica metafísica del centro comercial) |
Égdar Mora Bautista
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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
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![]() Uno de los fenómenos más interesantes de lo contemporáneo tiene que ver con la forma en que la sociedad capitalista ordena los requerimientos de consumo de las mercancías demandadas por los distintos sectores sociales. Dos sistemas de oferta de mercancías sobresalen en ese escaparate metafísico de las necesidades (básicas y creadas) de los seres humanos habitantes del amanecer de la centuria número veintiuno. Por un lado se tiene el esquema de oferta representado por el supermercado, un conglomerado de productos de las más diversas naturalezas que se regodean en la presentación del exceso y la repetición. El supermercado es el lugar en donde las imágenes comerciales producto de sesudos análisis de diseño industrial llegan a los aparadores para demostrar la irrenunciable sociedad en serie que habitamos. Series de jabones, de latas de atún, de refrescos, de sudaderas, de platos de unicel, de pañales desechables, de pastas de dientes, de toallas sanitarias, de pescados cuidadosamente ordenados, de cadáveres avícolas convenientemente empaquetados. Si Warhol criticó en esos albores de la década de los setenta al inundo capitalista de producción desmedida de significantes desprovistos de significados y referentes, en la actualidad estaría asombrado de observar la manera en que se apilan, en cajones simétricos y completamente desprovistos de aspiraciones estéticas, multitud de cintas de video en las que conviven en igualdad de condiciones obras de Kubrick con la última trama coreográfica de Van Damme.
El mall, ese espacio cultural, simbólico y material que llamamos “centro comercial” es en la actualidad el punto alrededor del cual giran una infinidad de actitudes que tienen que ver no exclusivamente con la sola actividad del comercio, del intercambio monetario o de la adquisición de bienes. El mall se ha convertido en una especie de microuniverso en el que se reflejan algunas características (interpretadas y metaforizadas) de lo que son las actuales sociedades urbanas. De entrada, la naturaleza del mall implica una marca de clase. A diferencia del supermercado, el mall se ubica solamente en zonas donde el poder adquisitivo de sus habitantes garantiza de manera satisfactoria el consumo de los servicios ofertados. Las zonas marginadas se encuentran desprovistas de las situaciones generadas por la presencia de los centros comerciales. Así mismo, los precios de los productos en venta en estos lugares superan con exceso las posibilidades de los miles de condenados al martirio de la cuenta de los salarios mínimos. Cuando no sabes a cuánto equivale un salario mínimo o no tienes idea de cuántos salarios mínimos estás percibes, es probable que te encuentres dentro de los porcentajes de clientes potenciales de los centros comerciales.
La simulación de la riqueza y de los hábitos de las clases económicamente altas es uno de los entretenimientos más apreciados en la actualidad. Existe una cantidad impresionante de personas que, a pesar de no tener un centavo en la bolsa para satisfacer las fauces hambrientas de los locales comerciales que conviven al interior de los malls, son habitantes frecuentes y escenografía gratuita de estos lugares. Jóvenes sobre todo que pasan su tiempo libre dando vueltas por el centro comercial en espera de que los minutos transcurran lo más lento posible en esa simulación que implica la posibilidad de acceder a los servicios y productos del mall cuando en la realidad esto sea un hecho inconsumable. Ya Kevin Smith (director de la polémica cinta Dogma, censurada en nuestro imaginario país con sobredosis de libertad de expresión) describía a estos tipos en una de sus primeras películas (Mallrats, 1994), en la que Ben Affleck y compañía se pasean a lo largo del día por los pasillos del centro comercial sin más consumo que el de un reciclado y frío café.
Entre esa variedad de ofertas se mueven los habituales visitantes de los centros comerciales. Ese espacio que se transforma diariamente en un lugar en el que se llevan a cabo una infinidad de situaciones que tienen que ver con la interacción social. Desde la reunión de los amigos hasta la compra religiosa del silenciador de los deseos frustrados. Desde la ambición desmedida por obtener un disco importado hasta la cristalización del sueño de hacerse de un auto en treinta cómodas mensualidades. El café es el espacio de reunión y de discusión, discusión que tiene que ver con temas que atañen, la mayoría de las veces, al prestigio o la conveniencia de determinado artículo de consumo. El mall es también, a últimas fechas, un territorio de caza para las presas del sexo opuesto. El territorio del ligue.
![]() Los visitantes caminan por los pasillos como si en vez de loseta Interceramic pisaran la alfombra roja para la última premiación del Oscar. O mejor, como si fuera la pasarela de Channel en el último desfile en Venecia. Todos se enorgullecen de lo que muestran. Caminan sin prisa como si el tiempo no existiera, como si en el exterior de este palacio entre barroco y medieval las cosas transcurrieran en santa paz. Por allá van riendo de manera escandalosa, dejándose repentinamente resbalar por los encerados pisos que un tipo que tiene que viajar dos horas y media desde su casa acaba de limpiar. Entonces se da el intercambio: de miradas, de sonrisas, de saludos, de teléfonos. Fin del cuento. Como en Las doradas manzanas del eterno deseo de Kundera. La relación en sí no importa en lo absoluto. Califican, y obtienen puntos, el valor de acercarse, la habilidad para no ser ignorado, la posibilidad de arrancar una sonrisa y el preciado serial de números telefónicos. Llamadas que no llegarán a realizarse. El mall funciona con esa imagen que es, al mismo tiempo, aspiración de orden e imposibilidad de éste. La lógica del caos es más precisa para describir a estos palacios del consumo. Alguien va decidido a comprar algo que le reditúe cierto placer en su ajetreada vida y termina por cargar la tarjeta de crédito con noches de insomnio y discusiones interminables, con la propia conciencia o con el cónyuge. El consumo suntuario es hoy en día inevitable y, hasta cierto punto, necesario. Como ahora: tengo que dejar de escribir porque en el cine dan la última de Tarantino. Me voy al mall. Porque, si no lo habían notado, ya sólo hay conjuntos de salas en los centros comerciales. Simbiosis inevitable de la que, a pesar de nuestras débiles intenciones de resistencia, no nos podemos desprender. Nos vemos en la cafetería.
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*El epígrafe y los fragmentos que aparecen a lo largo del texto son del poema "Con mi tarjeta de Cuenta Maestra", de Fernando Nachón, Diario de un pend***, México, Grijalbo, 1989. |
Fotos de Francisco Salazar Mata, ENEP-Aragón |
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