No. 119/ENSAYO |
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Palingenesia |
Sergio Alejandro Aguillón Mata |
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS |
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Sí, es el instante de su muerte: he ahí otra conjetura. Salvador Elizondo |
“¿Recuerdas…? Es un hecho indudable que precisamente en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa”.1 Tal es el comienzo de la primera novela de Salvador Elizondo,2 Farabeuf.3 El comienzo y, si considero que una novela es un texto en el que suceden cosas, en el que se desenvuelve una narración, también es el desarrollo y el final. Al respecto el autor dice de su obra, en una entrevista de Marco Antonio Campos, que “el error de base es creer que se trata de una novela. Ni una antinovela. Es simplemente una escritura de principio a fin”.4 Entonces, al llamar novela al libro en cuestión no se intenta someter al texto a un género predeterminado, sino seguir considerando a éste como un molde flexible que como característica principal tiene la de adaptarse a las particularidades de los textos con los que convive. No entraré, por lo tanto, en el debate del género, mismo que, por si fuera poco, dio por terminado de antemano Miguel de Unamuno con su novela —llamada por él “nivola”— Niebla. En la película sobre la vida y obra de Elizondo, Ida y vuelta, José de la Colina cuenta:
Las lágrimas de Eros, de Georges Bataille, se publicó en 1961. El libro es un ensayo que cuenta con una colección de imágenes en las que orgasmo y muerte se confunden, o, por lo menos, están en comunión, pues como escribió el propio autor: “nadie imagina un mundo en el que la ardiente pasión dejará de turbarnos definitivamente”,8 ya que tanto para el concepto “cielo” como para “infierno” la pasión y la plena conciencia de ella son fundamentales.
Dicho fragmento es clara muestra de que Elizondo, más allá de suponer la experiencia del supliciado, como intentó Bataille en su tiempo, supone también la de los espectadores, la de los verdugos y la de aquel que mira la foto, un espectador del conjunto. Todo ello no puede ser objetivo, por lo que el resultado es la concreción de la experiencia de Elizondo mismo, quien desarticula la imagen tal y como los verdugos hacen con el bóxer, para lograr una intuición que no lleva a nada más que la foto misma. Por eso las sensaciones forman en torno a él —el supliciado— un círculo que siempre, donde termina, empieza, por eso hay un punto en el que el dolor y el placer se confunden, y en el que esa confusión se multiplica, pues se pierde entre la mirada de horror del espectador que la cámara captura, la concentración del Dignatario y la de los verdugos, la mirada extasiada del supliciado y aquella hipnotizada de Elizondo; y, en otro nivel, se confunde con mi propia mirada y con la de todo aquel que acceda al texto, de ahí la hipótesis del narrador: el supliciado eres tú, realidad de la que uno se da cuenta demasiado tarde, cuando comparte la expresión de todos los involucrados, cuando se superan todas las convenciones morales y estéticas y ya no se puede saber si se está gozando o sufriendo con semejante espectáculo. La escena es ya clásica: un hombre y una mujer que se pierden tanto para sí mismos como para uno en la inmensidad de un instante. ¿Y qué acontece en ese o en cualquier instante? Un mundo. La percepción completa de ese mundo es imposible dado que éste es simultáneo y vasto, además de ser, el pensamiento, tan discursivo como el lenguaje. Tal es la utopía de Borges en su cuento “El Aleph”: observar con claridad la inmensa vastedad del universo. Elizondo reduce significativamente ese mismo corpus: el tiempo concretado en la escritura es mínimo, un instante, y el espacio una habitación en la que se encuentran dos personas. El motivo de la reunión se me escapa puesto que a un momento aislado no le interesan causas ni efectos. De ahí las intuiciones de la crítica a lo largo de los años que suponen distintos finales en el sentido tradicional de una narración. El sentido no existe, sólo lo escrito y la manifiesta distancia entre la realidad y la mente que pretende subordinarla. Y otro tipo de distancia, aquella que Bataille intuyó en su ensayo El erotismo, y a partir de la cual desarrolla toda su teoría; a saber, la discontinuidad que vivimos: yo soy discontinuo en la medida en que no logro ser uno con nadie o nada. Así, los protagonistas de la escena elizondiana se muestran en pleno prólogo a su continuidad: se abre y se cierra Farabeuf con una pregunta —“¿Recuerdas?”—, la cual presume ya la circularidad del texto y su intención: la lectura completa de un cuadro único sin precedente o consecuencia. Por ello el texto es tan inusual que no persigue un orden entre sus divisiones, convirtiéndose en un texto paratáctico, o casi, pues la sintaxis que ordena a las oraciones se opone a la parataxis, no así el desorden de los fragmentos que componen a la novela. La pregunta que revela la naturaleza del texto me confirma también que hay conciencia en los protagonistas. Uno no puede dejar, por tanto, de intuir salidas cronológicas a la naturaleza, sin embargo éstas siempre serán infundadas, falsas, por más coherentes que parezcan. Una de las salidas más célebres: ella sufrirá el suplicio chino llamado Leng Tch’e parecido al acto carnal o coito en la medida en que ambos desembocan en la muerte: éste en la pequeña, momentánea, y aquél en la absoluta, la continuidad eterna. Él, al participar en el rito, será uno con ella y, tras lograr imaginarse tanto dolor, llegará al orgasmo. Esta posibilidad nos lleva a pensar que la novela prologa la continuidad entre los protagonistas, prologa la muerte, pequeña o absoluta, en la que serán uno solo y la confusión llegará hasta el límite, aquel límite en que no hay lugar para la conciencia, ni siquiera una mínima que permita elaborar una pregunta —“¿Recuerdas?”— u observar el espejo o escuchar las monedas caer en la mesa, o los pasos a lo largo del pasillo, o el arrastrar de un objeto pequeño, presumiblemente un indicador del juego que todo lo sabe llamado ouija. La parataxis se confirma además con el concepto “ostraka”. En 1975 Salvador Elizondo concede una entrevista a Bruce-Novoa en la que afirma:
Otras pistas se deducen de fuentes externas al texto. En la entrevista concedida a Bruce-Novoa y a la revista La palabra y el hombre, Elizondo define a la novela como una construcción verbal pura y que no admite comprobación; esto es, una mentira extensa. El mexicano afirma que su primera novela no escapa a tal definición y agrega: “Farabeuf está sacado de experiencias, pero no experiencias en el orden de la vida real, sino en el orden de la vida mental. La experiencia de la que nace el libro consiste solamente en dos vivencias: la visión de la fotografía de un chino y el hojear un manual de cirugía de Farabeuf, un manual que sí existe en la realidad ya que Farabeuf sí existió”.15 En adelante afirma que al escribir su texto persiguió dos fines, el artístico: concreción del objeto legible, del libro; y el literario: transmitir, mediante la palabra, sensaciones de tipo físico. Además hace alusión a su deseo de que la gente entienda a Farabeuf como una confusión, pero no una caótica, sino que el confundir determina en cierto modo los elementos, como pasa en la novela donde los personajes se confunden: “El personaje de la mujer unas veces es la mujer rubia y otras la mujer morena; a voces es la enfermera, a veces es otra. Inclusive dentro de un mismo movimiento de la mujer puede ser una al principio de un gesto y cuando el gesto se ha realizado puede ser otra completamente diferente.”16 Afirma también que para escribir ha de desentenderse de los lectores, o por lo menos del lector típico de determinada región o tiempo o nivel sociocultural; en realidad el único lector que puede tener en cuenta al escribir es el lector ideal, es decir, él mismo. Tal es una característica de los escritos elizondianos: alejarse de la realidad y manifestar los procesos mentales del autor, concretarlos. Y tal concreción es ideal, se encuentra alejada de la vida común, por lo que el instante es el de la mente, en realidad, retratado a la manera del cubismo que busca mostrar todas las caras del objeto representado. En el caso de lo erótico, al tratarse de uno idealizado, de uno mental, es al tiempo uno alejado de lo sexual; lo erótico y lo sexual no son lo mismo; según Bataille, aquél produce a éste por un afán común, al menos, en el hombre: la búsqueda de la continuidad. Expongo ahora un ejercicio interpretativo: un fragmento mínimo de la obra debe ser capaz de motivar a la reflexión de todo el texto, no porque sea especial, sino porque, siguiendo la idea de los ostraka, a partir de él se debe poder reconstruir el texto entero. El fragmento es una pregunta y dice: “¿Cómo, si no, te hubieras sentido tan penetrada por ese cuerpo que te era ajeno?”17 —pregunta el personaje masculino, según se deduce de la segunda persona en la oración, que es femenina, en la novela paratáctica que es Farabeuf. Y puesto que esa pregunta es tan independiente como cualquier otra pieza del rompecabezas puedo concluir de ella al texto sin contextualizarla, como es usual, pero aquí imposible. Deduzco entonces que: 1) él pregunta a ella, aunque ambos se mantienen difusos en la novela entera o, como dice el autor, se confunden; 2) el cuerpo ajeno que la penetró no lo hizo físicamente, puesto que no hay un tercero en el texto; 3) el hecho de que sea ajeno subraya su discontinuidad y además, presumiblemente, la continuidad lograda cuando la penetró; 4) el cuerpo ajeno no es sino el del supliciado al que le han arrancado la piel del tórax y ahora —y este ahora es eterno, gracias a la fotografía— le están cortando una pierna; 5) la penetró o, se puede decir, la hipnotizó —o a Elizondo, como lo supo José de la Colina— con su sonrisa, sonrisa de dolor; 6) el chino ha sido fotografiado no sólo en el momento en que es desmembrado, sino en el que es un moribundo, pero un moribundo sólo lo es en el único instante en el que está muriendo, el momento justo en el que el supliciado pasa de ser discontinuo a ser continuo. Esto debe ser así para que no sólo ella entre en continuidad con él, sino para que ambos lo estén, aunque no se hayan visto nunca en la realidad; 7) el “cómo” y el “si no” se refieren a que de no haber visto la fotografía en la que el bóxer está en pleno paso a la continuidad la mujer no habría sido penetrada —en un orden mental—, por lo que no se lograría la continuidad entre ella y el chino; 8) esa misma continuidad es la que anuncia la novela, pero entre los personajes que están presentes en la escena: él y ella; 9) ambos ya han tenido su experiencia con el chino de la fotografía, aunque no lo conocieron en la realidad —el chino real murió en 1905—, por ello Queda aún la pregunta: ¿Cuál es la realidad que se manifiesta en Farabeuf? Para contestarla es preciso asomarse de nuevo al inicio del texto: “Es un hecho indudable que precisamente en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa.”18 Destaca que el narrador no contempla, ni mínimamente, la posibilidad de que esta escena no sea real; se trata de un hecho indudable, de una certeza que al lector, tras la lectura de toda la novela, se le escapa. ¿Por qué? Porque la contemplación de todo el cuadro termina agotando al lector, y porque certezas como la citada son pocas. En el mismo párrafo inicial comienza a dibujarse la incertidumbre: las monedas que la mujer agitó en sus manos caen a la mesa simultáneamente, lo que provoca un tintineo que, “pudo haberse prestado a varias confusiones. De hecho, ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto.”19 Las certezas se desdibujan y el hecho innegable se oculta; ahora “los pasos de Farabeuf subiendo la escalera… llegando hasta donde tú estabas a través de las paredes empapeladas, desvirtúan por completo nuestras precisiones acerca de la índole exacta de ese juego que ella estaba buscando.”20 Aquí vale destacar la reaparición de la segunda persona, aludida ya en la pregunta inicial —“¿Recuerdas?”. A estas alturas de la relectura uno se confunde, pues se sabe que son sólo dos los personajes: él y ella. Sin embargo la narración está aludiendo a cuatro, por lo menos: la segunda persona, él, ella y el narrador. Esta dinámica confusa está presente en toda la novela, no hay momento en que el lector tenga algo verdaderamente en claro. Las voces son demasiadas y los personajes insinuados son muchos, aunque ninguno tenga tanta fuerza como para que el lector sepa en verdad que existe. ¿Y el juego de ella? Tampoco está claro, como se ve a continuación: “Es posible… conjeturar que se trata del método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos —el I Ching. El ruido que hacían las tres monedas sobre la mesilla lo hace suponer. Pero el otro ruido… bien puede llevarnos a suponer que se trata del deslizamiento de la tablilla indicadora sobre otra tabla más grande, surcada de letras y de números: la ouija.”21 Al parecer Elizondo pretende mezclar desde el principio la cultura occidental con la oriental, lo cual se deduce de la posibilidad de que ella juegue uno u otro juego. Destaca que ambos son juegos que responden a la manera de los oráculos, ambos son de un carácter grave, más que lúdico, ambos fueron —y son— tomados en serio en los contextos que los vieron nacer. El elemento sobrenatural invocado por la naturaleza de los juegos aludidos sirve para hacer más ambiguo al texto y al mismo tiempo define al personaje femenino, quien inevitablemente quiere saber algo a lo que sólo puede acceder mediante métodos adivinatorios; su pregunta: ¿quién soy?, misma que se nos hace a los lectores, como reto malicioso. Conforme el texto avanza la escena se difumina más; por ejemplo, las monedas de cobre que caen a la mesa se convierten en una mosca que insistentemente golpea la ventana, pues afuera está lloviendo; así mismo el sonido de una tablilla que se arrastra sobre otra más grande puede ser en verdad el de los pasos del doctor Farabeuf, quien cansado sube las escaleras arrastrando los pies. La certeza del principio ha muerto y, sin embargo, persiste, renace más adelante para caer de nuevo. Es el caso de todas las escenas de la novela que están siendo y dejando de serlo constantemente, y ello porque la realidad de la novela no es sino una realidad textual. Los rostros se confunden porque no existen, porque Elizondo quiere que así sea, como por mero capricho. Y aquí cabe la pregunta: ¿Elizondo o el narrador? Y nos damos cuenta de que el narrador es otro ser inverosímil creado artificiosamente, otro ser que está en ocasiones viendo la escena y que más tarde forma parte de ella: puede ser Farabeuf, puede ser la mujer rubia o morena o la enfermera, puede ser otro. Todos están subordinados por un acto superior que da y quita vida y se arrepiente y la vuelve a dar y quitar una y otra vez: el acto de escribir. Todo ello no se puede asegurar, tal es la aventura que uno corre al internarse en un texto de esta naturaleza; sin embargo hay pistas que permiten esta especulación, fragmentos de la novela que parecen más cercanos al escritor real:
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Se sabe que Elizondo no es un escritor popular. En más de una ocasión ha asegurado que le espanta la idea de escribir para las masas, prefiere ser considerado un escritor para la comunidad intelectual. De ahí su hermetismo autoimpuesto, de ahí su densidad y su ambicioso proyecto literario que será asimilado por pocos lectores especializados; y es que cuando se lee Farabeuf, o cualquier otro libro de Elizondo, no se puede sino ser especialista en la materia: no hay acercamientos a medias, puesto que no se trata de una obra que se pueda leer una vez o rápidamente. En este caso leer es releer, y hacerlo con entrega total. Elizondo no complace al lector sino hasta que éste se ha comprometido a cederle toda su atención; primero exige sangre, luego viene el
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Salvador Elizondo en 1972 Foto: Paulina Lavista Salvador Elizondo en 1999 |
1 Salvador Elizondo, Farabeuf; en Obras: tomo uno, El Colegio Nacional, p. 7.
FUENTES
Bruce-Novoa, Juan. “Entrevista con Salvador Elizondo”, en La palabra y el hombre, 166, 1975, pp. 51-58. Campos, Marco Antonio. “Lo que escribo sólo tiene valor textual: Elizondo”, en Proceso, 51, oct. 24 de 1977, pp. 54-55 Elizondo, Salvador. Obras. Tres tomos. Primera edición, El Colegio Nacional. México, DF, 1994. — Autobiografía precoz. Segunda edición, Aldus. México, DF, 2000. Hölz, Karl. “Entrevista con Salvador Elizondo”, en Iberoamericana (Francfort) 19.2-3, 1995, p. 122. Larson, Ross, editor. Bibliografía crítica de Salvador Elizondo. Primera edición, El Colegio Nacional. México, 1998. Lavista, Paulina, directora. Ida y vuelta. Salvador Elizondo. Conaculta, Literatura, Creadores Eméritos. México, DF, 1999.
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