No. 118/FRAGMENTO DE NOVELA |
|
Encaje celeste |
Héctor Vizcarra Gómez |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
|
Capítulo uno Aún conservó el condón con el que Clara y yo cogimos por última vez, hace cuatro semanas. No creo que sea saludable, pero lo mantengo en su empaque original con el fin de saber qué tanto puede surgir de él… Fue un almuerzo sexual con tres estimulantes cervezas como aperitivo, música cursi de rock en español y casi dos años de no ir a la cama juntos. Vino para escoger los discos que le prestaría para grabar, pero también vino por otra cosa. ¿O qué puedes decir cuando una mujer de senos grandes se viste con una blusa negra nada holgada, sin sostén, labios rojo galaxia número 6 y perfume Tribú en todo el cuerpo? Me recuerda a las modelos de soft-porno que se cubren la panocha dejando entrever el vello púbico. La verdad es que no hay mucho que recordar de ella —salvo su cuerpo. Tiene algo de gracioso que a la hora de la jodienda se vuelva apetitoso, turgente, lascivo. La pura silueta de Clara podría hacer una fortuna, pero al estar acompañada de ideas que no salen de la panocha que la acompaña, la niña está fuera de competencia en el círculo de los futuros burgueses. Únicamente piensa en terminar su carrera de Administración y encontrarse un pito que la satisfaga con dinero, así de sencillo es su futuro. La verdad me dieron celos cuando la vi con otro, tanto por el hecho de que el bastardo tenía coche como porque Clara estaba a su lado. A ella no parece importarle que el tipo sea horrible, mientras el auto tenga buena apariencia. Desde esa última vez que estuvo aquí, las reminiscencias de tan espléndido revolcón no cesan, aun cuando en aquel momento tenía ganas de mear y no se me endureció completamente. Todas las noches deliro de amor, estoy enamorado de una rajada que no quiere cicatrizar. Tal vez no parezca tener la menor importancia en el sentido amplio de la palabra. Todos, en cierto modo, estamos enamorados de alguien, o de algo de ese alguien que creemos sólo allí presente, en ningún otro sitio. Y si analizo rápidamente la razón por la cual comienzo a escribir este diario, puedo decir que sin aquella humedad —al menos el recuerdo—, no lo estaría haciendo. No es el ocio, es la necesidad. Es mucho más importante de lo que aparenta: el olor y la humedad en mi memoria sensitiva. Llegué al departamento de Alfaro, en la calle Van Dick, a las nueve de la noche. La alfombra apestaba tan violento como su color azul, adornada con una gran flor de lis al centro. Había un condón frotado que ya casi reventaba por el calor acumulado en la sala-habitación-comedor-cocina, colgado del caballete preferido de Alfaro. El refrigerador, abierto, tenía rastros de hielos a base de agua y semen: a sus primas —Lety y Sabrina— les gusta pasarse los gargajitos blancos que se hacen en sus bebidas, dicen que les limpia el estómago y que les quita el mal aliento. —Entonces ¿dónde aplicamos?… A la Camelia no podemos ir desde que este pendejo le quemó el pantalón al viejito de la barra —dijo Alfaro refiriéndose a mí. Un portazo. David salía, daba una patada en la lámina negra de la puerta abollada por tanto repetir la secuencia. Volteó y antes de saludar, —sí, con Gordak. Son tres cuadras de allí al changarro de la sexy-gorda; voy recordando la caja guinda de condones con el testigo de mi última reunión con Clara y, sin poderlo evitar, tengo una erección. El radar de Sabrina la capta, me abraza mientras caminamos los cuatro al mismo paso rápido que hemos adquirido por las no pocas ocasiones en que han intentado asaltarnos, o quizá por el simple hecho de ser chilangos. La conversación, tan acelerada como nuestro caminar, se pierde en el silencio de la calle; no ponernos atención a los mensajes y a las preguntas que se nos atraviesan: sin alcohol nuestra capacidad para comentar se desvanece. Por eso dejo que Sabrina me estreche más fuerte, al tiempo que le meto la mano en la bolsa de la gabardina y froto lentamente su asunto sin que los otros dos lo noten. —Me gustas un chingo, pinche Gibrán. Esa noche Alfaro supo que el vómito por alcohol tiene algo de espiritual, y los tres restantes supimos que en adelante iba ser mejor dejarlo solo cuando comenzara a azotar las botellas vacías. Al menos esa vez no quiso comerse los vidrios que quedaron en el suelo. David encabronado, yo hastiado, Sabrina a punto de ser la segunda en quebrar los envases, siguiendo el ejemplo de su primo. Por algún tiempo Gordak dejó de ser una opción para divertimos. Mixcoac es un buen lugar, fue la respuesta que le di a Gibrán cuando comentó que estaba cansado de vivir con sus papás, tan lejos de lo que él llama “la ciudad”. Lety —mi única hermana— y yo nacimos en esta casa, y no tenemos la más mínima intención de irnos. Mi primo vive a una cuadra y allí puedo hacer todo lo que se me antoje, pues rara vez está y no necesito pedirle permiso para fumar, tomar o inyectarme. Lástima que nunca me preste lo suficiente. Es un poco tacaño, pero no erizo. Sí, estoy contenta aquí, en Mixcoac. Soy Sabrina la de Mixcoac. Estuve puntual en la estación del metro donde habíamos quedado. Para pasar el rato y para tener algo de qué platicar por si hacía falta, llevé un libro de cuentos que había leído antes. 6:00 p.m., empiezo con uno de los relatos; 6:15, lo termino y repaso el índice para elegir otro mientras Angie llega. Media hora de retraso, quizá mucho tráfico. Leo pausado, en voz alta y ansioso porque aparezca corriendo y disculpándose; leo sin poner mención al libro de Bukowski todavía aguardando su cabello lacio, pelirrojo, suelto. Son las 7:00 y mi orgullo me dice que no vendrá, me hago el sordo y espero diez minutos más, parado junto a una de las entradas a la parte subterránea del metro Insurgentes, con un libro sudado en la mano izquierda: la foto perfecta de un pendejo. Salgo y llamo a su casa, una vieja me contesta. —¿Quién le llama? —Gibrán. —No, no está, salió desde temprano con su mamá. Doy las gracias y cuelgo. Pinche puta, puta suerte. Sin saber hacia dónde caminar ni qué hacer, lanzo un chinguen todos a su madre en voz baja y me doy cuenta de que si llego a casa mis papás se burlarán de mí al saber que me han plantado. Me detengo a tomar un café a dos cuadras del malhadado lugar del no-encuentro. Pido una segunda taza, dice “gratis”. Pago y la mesera me agradece con un tono extraño. Pienso en ella pero no logro dibujar su imagen en mi mente, no me acuerdo bien de su cara ni de su cuerpo, únicamente de la voz, una de esas rasposas y sensuales. Más concentración y lograré acordarme de la primera carta que le escribí: no tenía título, estaba hecha más con sensaciones que con inteligencia, cuando ni siquiera sabía cómo se llamaba. Tras una breve introducción (“no sé tu nombre”, “no sabes el mío”) seguía una definición de la timidez…:
—¡Gibrán! —Me gustará, estoy seguro… ¿Me… me das tu teléfono? Sin agregar un sí o un no, Zazil se alejaba, ahora sí se alejaba. La primera llamada para Gibrán fue de Alfaro, sólo para confirmar si se encontrarían en La Rocola el sábado. La segunda, otra vez de Alfaro, para recordarle que llevara el disco que le había prestado. —Iría por él si no vivieras tan lejos, pinche güey. Una tercera de David, que versaba sobre el plan de ir a Cuba. Cuba mis huevos, mañana veo a Zazil. Después de haber leído su carta en varias ocasiones y de tener su número, Gibrán no pudo contenerse más de una semana y le habló. Se verían el martes, es decir, al día siguiente. Despachó pronto a David y tuvo un macabro presentimiento, parecido al estado enfermizo que se había apoderado de él cuando lo plantaron en una estación del metro, con una chingada, casi igual. —¡Es para ti! ¡Teléfono! —su madre, la voz ultraviva de aquel presentimiento, le gritó. —Es Zazin. O Zazid. Hijoeputa. Era ella. Hizo un poco de tiempo para recibir el machetazo. El presentimiento dejaba de serlo; escuchó el mensaje con estoicismo, como sabiendo que eso iba a pasar, que si no pasaba, algo andaba mal. En efecto, ella tenía un compromiso y no se verían. ¿Desde cuándo era tan fácil conseguir un café con tan sólo una pinche carta? Jamás, ni en los ratos más imaginativos. Gibrán había tenido la esperanza de estar realmente en una mesa con ella, por lo que tampoco hubiera sabido responder a qué lugar la invitaría. Quizá había perdido la oportunidad de sentir de nuevo la catarsis del cortejo, que era todo lo que le interesaba conseguir de aquella tipa. Lo mejor era reírse de sí mismo, pensar en el estúpido proyecto de La Habana, en el próximo sábado en La Rocola. Aquello era lo mejor, a lo cual dedicó toda esa noche. Hoy es sábado y han pasado siete días de que Clara festejó su cumpleaños y no estuve allí. Estoy esperando que alguno de aquellos me llame para saber dónde es la peda de hoy. Dejé por mucho tiempo este diario y eso que apenas lo voy empezando, vaya con mi disciplina. ¡¿Cómo de que no hay jeringas?! Sí sí, ya sé que te molesta. Ya sé que prefieres que fume y no que me pique cabrón. Pero neto que tengo un chingo de ganas, neto. ¿Por qué no les preguntas si tienen una por ahí? ¿No están? ¡No mames, a mí no me haces pendeja! Segurito están ahí de pedotes ¿verdad? Ya me los imagino, los tres cabrones haciéndose pendejos y dizque pintando. Me cai que no los molesto, cabrón, nomás uno y ya ¿vale? Si ya iba de salida, nomás te hablé pa’ver si estabas. No no, me vale madres, güey. ¡No seas putooo! No, no me pongo loca, neto. ¡Que la chingada que no! Cámara, te caigo en diez minutos. ¡Por eso te quiero pinche primito! Falta poco para que termine el semestre y las tareas y exámenes me están doblando. Creo que mi elección de carrera no fue buena. De hecho, creo que yo no soy una persona apta para el estudio. Elegí Arquitectura por descarte, pues era ésa o Sociología. Ahora ni una ni otra me convence, pero qué chido es ser huevón. ¡Cuántas veces he imaginado que gano la lotería, mando a la escuela a chingar a su madre y me pongo a ver la tele, escribir, viajar! Comprar los libros que ahora no puedo, invitarle chelas a mis amigos, salir del país tan fácilmente como salgo de mi cuarto. ¡Cómo odio a los burgueses que lo hacen, sin imaginar que para otros sólo son divagaciones ociosas! No tengo ganas de hacer la tarea. Tampoco tengo ganas de seguir escribiendo. Voy a ponerme a leer y después a dormir nueve horas continuas para que el camino a la escuela no se me haga tan pesado. ¡Me caga vivir tan lejos de todo, con una chingada!
![]()
|
* El cuaderno de notas de Aramis Oliveira estaba lleno de barbaridades, dentro de las cuales, es ésta la que nos concierne por fines introductorios. Dibujos de Mariana Tinoco Ramírez, Escuela Nacional de Artes Plásticas N. de la E. Por razones de espacio no hemos publicado completo el texto original. |
Leave a Reply