No. 116/FRAGMENTO DE NOVELA |
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Los años perdidos |
Catalina Esquivel Sandoval |
FACULTAD DE ECONOMÍA, UNAM |
A los hombres en mi vida:
I’ll be on that hill with everything I got, Bruce Springsteen,
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—¿Qué hora es? —me preguntó J.. Siempre preguntaba la hora cuando deseaba romper el silencio entre los dos. El restaurante de V¡ni donde en ocasiones comíamos estaba hasta el otro extremo de la ciudad, en la Guerrero. La perspectiva de viajar en el metro en horas pico y después de llover no era muy alentadora. Pero sólo teníamos unos pesos y no habíamos comido en todo el día, así que necesitábamos al jotísimo de Vini para que nos diera algo de comida a crédito. En realidad Vini era amigo de J., era un homosexual dueño de un modesto restaurante que aprovechaba cualquier momento para atraerlo. En la comida le servía platos rebosantes de lomo de cerdo adobado con puré de papa, gigantescas mojarras tilapia con una guarnición multicolor de lechuga, rabanitos, aguacate y frijoles refritos con totopos, platos de arroz colmados con rebanadas de plátano macho frito, suculentas natillas, enormes raciones de su postre preferido: “Sorpresa de limón”, etcétera. Vini era un excelente cocinero pero tal vez un pésimo amante ya que cada uno de sus lances fugaces lo abandonaba no sin llevarse una buena suma de dinero. A J. le divertía el flirteo gastronómico entre él y Vini. Lo aprovechábamos para conseguir comida cuando estábamos escasos de fondos. Bastaba con que J. le hablara del “gran desastre de nuestras vidas” para que se sintiera movido a ayudarnos. Sinceramente era un buen tipo; tal vez tendría 38 años, alto, delgado y bastante varonil, tenía una cabellera sedosa color castaño, de barba cerrada, ojos cafés muy inquietos, muy parloteador e invariablemente vestía de negro. Siempre estaba de buen humor y a J. lo recibía con una gran sonrisa y le hacía bromas sobre su condición de maniaco depresivo (o trastorno bipolar como lo califica la psiquiatría moderna). A mí me veía con cierto recelo, supongo que imaginaba que entre nosotros había algo. Al principio casi no me hablaba pero con el tiempo me fue conociendo y en ocasiones conversábamos largamente sobre Fue Vini quien lo llevó al Fray Bernardino cuando sufrió su primera crisis. Una tarde cuando estaba bajando la cortina de su negocio, se apareció J. en tal estado que verdaderamente se asustó. J. en aquel momento estaba sufriendo una depresión sicótica que es el punto más bajo de un ciclo maniaco depresivo, así que le dijo que tenía alucinaciones frecuentes. —¡Por favor Vini haz algo, detén esta tristeza infinita que no acaba, no la soporto más! —le gritó a mitad de la calle. Vini no sabía qué hacer; después de un momento de vacilación lo llevó a una Clínica Prensa que está delante de su restaurante. Ahí el médico que lo atendió le aplicó un tranquilizante y le aconsejó que lo llevara al Fray Bernardino pues necesitaba hospitalización. Así que entre él y un empleado metieron a J. en la camioneta de Vini y lo llevaron a Tlalpan, a la zona de hospitales. De esta manera se enteró de la enfermedad de J., lo cual lo impresionó profundamente. La lluvia no cesaba, al contrario había arreciado. El aire formaba ráfagas de lluvia que se estrellaban en las paredes de las casas de enfrente. El cielo estaba ennegrecido en concordancia con nuestro estado de ánimo, surcado en el horizonte por los relámpagos de la desesperanza. —Podríamos correr hasta la calzada y tomar un microbús al metro —dijo J. señalando a lo lejos el flujo vehicular sobre Taxqueña. Nuevamente corrimos bajo la lluvia hasta Taxqueña, hicimos un alto en una tienda de ropa y continuamos hasta el metro. J. constantemente se quedaba atrás y yo tenía que esperarlo a intervalos, lo cual aumentaba mi mal humor. Mientras subíamos las escaleras del metro, sólo pensaba en encontrar un asiento vacío para poder sentarme ya que sentía desfallecer. El trayecto Taxqueña-Hidalgo me pareció interminable pero al menos el frío había desaparecido. J. se veía tan cansado y fastidiado como yo, así que hicimos el viaje en silencio. —Debe estar con Marco o con Max —dijo J. escudriñando inútilmente las ventanas del pequeño balcón. La intensidad de la lluvia había disminuido. Sólo quedaban unos finísimos hilos plateados que resaltaban en medio de las luces de los automóviles. Cruzamos la avenida rumbo a la parada del Cuatro Caminos. —¿Nos vemos mañana en San Fernando? —me dijo a modo de despedida. Se alejó rumbo a la Ribera de San Cosme y yo me quedé a esperar el camión, invertiría mis últimos centavos en llegar a mi departamento. Al final del día no quedaba más que la frustración, el cansancio de arrastrarse en una vida árida, vacía, sin sentido. La tristeza, la desesperanza, el dolor emocional continuaban. Los medicamentos hacían su parte, quizás nosotros no hacíamos la nuestra. Tal vez no queríamos reincorporarnos a un mundo que nos parecía ajeno, extraño. Los delirios de J. y mi depresión crónica se habían convertido en refugios seguros contra la angustia, contra la ansiedad de enfrentar una realidad que no entendíamos. ¿Cuánto duraría este vagar físico y emocional? No lo sabía. Desde hace ocho meses la rutina es la misma, veo a J. en el jardín de San Fernando o en el hospital cuando tenemos terapia de grupo. Ambos sabemos que estamos violando las reglas que nos han fijado, porque mantenemos una relación muy estrecha fuera del ámbito hospitalario y no lo discutimos con el grupo. Sin embargo, el Dr. A. empieza a sospechar algo por la gran bocota de J. que en ocasiones comenta algún evento que nos ocurrió durante la semana. Los últimos meses han sido sombríos, pesarosos, sintiendo que cada minuto nos aplastaba. Nos arrastramos por las calles de esta ciudad infernal, exhibiendo nuestras miserias ante las miradas indiferentes de hombres y mujeres atrapados en su mediocridad existencial. En realidad no tenemos una ruta fija, simplemente nos reunimos en el lugar acostumbrado y echamos a andar tratando de conseguir algún dinero. J. en estos meses ha desarrollado su inventiva para obtener algunas monedas; su forma de hablar y nuestro aspecto sucio y descuidado le da un toque de “veracidad” a sus historias. Él es bastante desinhibido y puede abordar a las personas en la calle sin dificultad mientras yo permanezco en un discreto segundo plano, sólo observando la escena. Con J. comparto todo, y tenemos una amistad muy peculiar: la que nace de compartir una experiencia y emociones comunes. También he soportado sus episodios de crisis, lo he ayudado a superarlos aunque no niego que ha sido difícil. Como aquel periodo en que sufrió una repentina hiperactividad sexual y fue bastante penoso para ambos, así que siempre evitábamos mencionarlo y si casualmente surgía una alusión a este hecho, J. rápidamente hacía un comentario deshilvanado tratando de desviar mi atención o simplemente hacía un gesto desdeñoso como si esto fuera suficiente para borrar un recuerdo por demás desagradable. Creo que fuimos bastante afortunados de que él incidente en la casa de Mayra no tuviera mayores consecuencias. Fue un ex policía, inquilino incómodo en la casa de huéspedes donde J. vivía, quien lo llevó con Mayra, una madrota que regenteaba un mini prostíbulo en la calle de Izazaga. Había acondicionado dos departamentos contiguos en una vecindad del centro para instalar su “negocio”. Trabajaban con ella dos hermanas muy jóvenes, les decían “las Marías”, apodo reconocible en el inframundo de la concupiscencia urbana y marginal. María de Jesús y María de Dios, bordaban las fantasías de hombres ansiosos de descargar su virilidad en lo efímero… en el no compromiso… en la nada. Ellas eran originarias de un estado del Sureste del país; sus historias personales eran lugares comunes en cualquier libro de antropología social. Ambas eran bajitas, con unos pechos enormes generosamente oscilantes con el andar de sus caderas redondeadas que inflamaban los deseos sensuales de policías lascivos, de albañiles de rostro cenizo y manos cuarteadas, de vendedores ambulantes, residentes habituales del paisaje urbano, de niños-adultos hijos de las coladeras y la basura, de hombres con oficios improvisados que sólo enmascaran la miseria diaria del no futuro… María de Jesús tenía dos pequeñas hijas nacidas de hombres anónimos que les habían arrebatado la posibilidad de tener historia, de tener memoria. Sólo la llaneza de su procreación les recordaba la existencia de un padre lejano, sin rostro. Las niñas crecían en el mundo reducido de las dos viviendas y a veces su sola presencia molestaba a los clientes habituales. Pero el carácter espontáneo de J. atraía a las pequeñas y él disfrutaba jugar un momento con ellas. J. empezó a frecuentar el lugar animado por su vecino de cuarto, un ex policía que conocía todos los caminos oscuros del centro de la ciudad. Suponía que todos los males de J. se debían a una sexualidad torcida o reprimida. J. sólo se reía de tales ideas y simplemente se dejaba llevar, se dejaba arrastrar a esos momentos pasajeros en el mar del deseo. Su preferida era María de Dios por su trato callado y dócil. El tipo de vida que llevaba había dejado una profunda huella de resignación en su rostro. J. sólo la utilizaba para su satisfacción personal y nunca percibió un oculto desprecio detrás de su mirada aparentemente silenciosa e inexpresiva. —¡Pinche loco! ¡Lárgate de aquí! —le dijo mientras salía. Llevaba puesta sólo la ropa interior y estaba temblando. —¡Llévate a tu loco! ¡No quiero verlo más! —me dijo mientras buscaba una bata en la pila de ropa sucia que estaba en el pasillo. Entré a la habitación y J. estaba sentado en la taza del baño con las manos en medio de las piernas. Era obvio que trataba de ocultar una erección. —Vístete y vámonos —le dije con voz suave pero enérgica. Aún tardó unos minutos en salir del baño. Supuse que se estaba masturbando para poder vestirse. Cuando abandonamos la casa de Mayra, J. caminaba en silencio pero era evidente su estado de excitación. Sudaba abundantemente y estaba hiperventilando. No tuve más opción que llevarlo a urgencias en el Fray Bernardino. El incidente con Mayra me persuadió a repensar en mi relación con J. y asimismo a preguntarme sobre mis necesidades y deseos. En los días siguientes al incidente, reflexioné sobre tantas oportunidades perdidas, promesas no cumplidas, posibilidades no realizadas. También sobre los hombres en mi vida; recordé a Ernesto, una luz fugaz en mi alma, y me preguntaba si habría alguien igual a él. De todas formas no importaba. Había preguntas más importantes y no sabía su respuesta.
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Dibujos de David Becerra F., Tec de Monterrey, Campus Ciudad de México |
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