Hacer nacer es una de las cosas
más bastante importantes de las vidas,
es una de las cosas más hermosas
según cómo se enlacen los pentágonos-casas
del código genético.
Aquí digo su nombre: Héctor Valdés,
un hombre de voz grave,
de caminar pausado por su voz siempre curva.
De creación cupular
con las lentas esferas desbocadas.
Héctor fue mi padre sin que nadie supiera,
padre ascendiente, intelectual, oral, sonoramente,
quitado de su pena, nunca de la memoria
de sus alumnos que le conocieron
el alma de su calma y la sabiduría
de su modo de estar gravitando con ellos:
no entraba en el salón:
estaba en el salón como si fuera
la parte iluminada,
la menos cara negra de la sombra
de los aprendizajes.
(En su clase conocí a ciertos amigos
que fueron tan importantes
como para morir con ellos.)
Él nos dijo: no es nadie quien no lea La regenta,
mas no lo dijo así: nunca nos dio instrucciones,
sólo fuentes y cauces, el amasante suave
del jardín del desierto.
Cuando lo conocí yo comenzaba a ser
una forma estudiante:
hoy soy un carcamán cuya cabeza toca
el techo de los años.
No me agacho y retiemblan
las bardas de mi sangre pero sí se me secan.
Pero junto las manos
para decir con calma: “Héctor Valdés”.
Para mí no es un nombre:
es una oración
que no quiso tener subordinadas.
Cuando junto las manos una mano es la suya
y al tocarme no siento que me toca:
siento que estoy tocando en otras puertas.
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