No. 114/FRAGMENTO DE NOVELA |
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Sangre por sangre a lo cabrón |
Javier Matarredona |
ESCUELA DE ESCRITORES, SOGEM |
La muerte eyacula sangre Georges Bataille |
Escucho música de ritmo lento, siempre igual. Sé que sólo la perciben mis oídos. No ubico exactamente quién está a mi alrededor, pero hay alguien que quiere cuidarme… La luz blanca que cae del techo me deslumbra. La sangre corre por mis pómulos, mis labios, mi barbilla. Esta vez no la beberé, no me toca. La siento casi tan fresca como la primera vez. 1 —Tienes que aprender a pelear. Fue lo que me dijo el ruco al verme entrar al comedor de la casa con los ojos hinchados, despeinado, sangrando de la nariz, el uniforme roto y sucio. No lloraba porque si él me veía, entraría a mi cuarto el triple de madreado, sabiendo de golpes lo mismo que a la mitad de los siete años: nada. Allá la vida siempre fue cabrona, había que mancharse las manos por lo menos una vez al mes, si no le perdían el respeto; mi jefe lo sabía. El ruco me dijo que no me peleara sino hasta que él me avisara que estaba listo, por lo pronto debía dejar que me rompieran la cara. Hice caso, fueron casi seis meses. Llegaba cada quince días hecho mierda, me ponía frente al ponching bag hasta reventar a Box bunny, mi jefe se paraba al lado para verificar mis golpes: uno izquierda, otro derecha. —Mueve los pies, más rápidos los pies que las manos. Uno dos tres cuatro… ¡eso es! vuela a ese pinche conejo, tírale los dientes, que se meta la zanahoria por… la boca. Aunque se emocionaba, tenía cierto control en lo que decía frente a mí y frente al pueblo, creo que en realidad para él yo no era distinto a la masa votadora, simplemente éramos otros seres, así ven los políticos; no tienen familia. —Súmele la panza y… a la quijada… ¡así! —me hacía feliz con sus sonrisas, parecía que se apasionaba mientras yo pegaba con sus indicaciones. El pinche conejo había veces que no se podía ni levantar, la arena de la bolsa inferior decidía cambiar de sitio con tal de que no siguiera, pero cuando mi papá salía del cuarto para hacer cosas del trabajo, yo la removía, levantaba al conejo y continuaba pegándole. Me olvidaba de hacer la tarea por romperle la madre al conejillo. En las mañanas mi jefe me llevaba a correr con él, dábamos dos vueltas a la manzana y yo regresaba agotado a bañarme para ir a la escuela, donde tenía que aguantar con los gandallas que me chingaban y chingaban. Entendía perfectamente la táctica de mi jefe, el rollo era la sorpresa, que nadie se diera cuenta y cuando fuera un cabrón reventarle el hocico al primero que se me pusiera al brinco. Tenía que buscar el pretexto para pelear, sólo entonces me respetarían. A los dos meses, cuando a Box ya casi no se le reconocía pues la cara estaba despintada, llegó el ruco con otro ponching bag y dibujado en él, Rocky Marciano. —Éste es de los mejores boxeadores de la historia, cuando le rompas la cara vas a estar listo. —¡Con esto compramos la tele hijo! Mi contrincante sonrió, me volteó a ver gozándola desde antes. Luego el ruco se estiró un poco en la silla y me dijo: —Manuel, aquí no tienes más que las manos. Nunca me había hablado por mi nombre. Si me reventaban la boca no le importaría, así que le menté la madre en mi pensamiento y a mi contrincante le cambié la rechoncheta cara por la del tirano que me había mandado a pelear. Cuando dijeron “empieza” me lancé sobre él con todo, los puños por delante. Le pegué en la quijada, luego en la panza, luego en la quijada y luego en el otro lado de la quijada. Se cubrió la cara. Empecé a pegarle en la panza, pero los gordos tienen como un campo protector de grasa que hace que en el estómago no les duela nada; es imposible sacarles el aire. Cuando me cansé tantito y esperé a que se quitara las manos de la cara, el cabrón las puso sobre la mía, no paró de pegarme, yo no sabía cómo es que llegaban esos golpes, me daba uno, otro. Trataba de cubrirme, pero nada funcionaba; cuando me cubría el estómago me pegaba en la cara, cuando me cubría la cara él me pegaba en el estómago. El gordo me cargó, zarandeó, y el hijo de puta me agarró por el cuello y me dobló el cuerpo pegándome en la cara. Me tiró, en el suelo me pateó con rabia en todos lados, una de ésas terminó de romperme los dientes de enfrente, cuando sentí el impacto del zapato del hijo de puta en mi boca, y los dientes que caían sobre mi lengua, cuando tragaba mi sangre derrotada, cuando el aire frío me pegaba en las encías vacías, empecé por fin a llorar. Terminé en el suelo y las lágrimas se unían al charco de sangre terrosa que estaba sobre el pasto, la baba y algunos mocos que se me habían soltado. El luchador se fue feliz con su papá y un fajo de billetes en la bolsa. El ruco apenas se dignó a regresar un instante para decirme mientras yo seguía tirado en el suelo: —Ya ves, Manuel, todavía te falta, tienes que aprender a usar las manos, no las armas fabricadas. Se fue sin decir nada más. Yo me quedé ahí en el suelo, llorando por dentro. Soltó a los perros, una pareja de dóberman que se acercó a lamerme la cara; les gustaba la sangre de la derrota ajena. 2 Dos días después llegó mi jefe con un costal de buen tamaño, lleno de arena, absolutamente nada de aire, lo colgó en mi cuarto y empezó a pegarle con fuerza, lo llegó a mover casi hasta que tocara el techo, dejó que se detuviera solito y me dijo que ése ya era casi mi último paso para aprender a boxear. Le estuve pegando, no lo moví ni un centímetro. Seguí saliendo con mi papá a correr, luego me regaló una reata, la salté. Después de quince días de estar tratando de sacudir el costalote el ruco volvió a aconsejarme: —Acuérdate, uno, uno… Empujaba el costal moviéndolo en círculos. —Échate para atrás, también tú te tienes que mover, cuando él esté al fondo ve hacia delante, le pegas y te vas para atrás… eso… otra vez… bien. Ahora haz las combinaciones de golpe y de movimiento, pegas y te mueves para un lado, pegas y te mueves para el otro. Estuvimos un mes así. —Ahora, hijo, tú tienes que tirarle los clientes al gordo —me dijo el ruco mientras se despedía para dejarme solo en el jardín. Ya era otra vez su hijo. En el balcón estaban sentados mi papá, el cargador, la mamá del gordo y el hermano del papá; se llevó a toda la familia sin importarle nada, ni siquiera que la mamá del marrano fuera una puta de greñota china china pintada de güera, con unas caderotas espantosas y cara de mamadora espeluznante, pues con tal de que lo vieran romperme la madre todo iría bien. En la mesa tenían la misma botana. La familia del rechoncho le chuleaba la casa a mi papá, le preguntaban por qué llevaba al gordo a que le madreara a su hijo, y mi jefe decía que necesitaba aprender a defenderme. Cuando el cargador y su hermano se distrajeron con el gordo, la puta de su mamá le dio a mi jefe un papelito con su teléfono por si se le ofrecía un “trabajito”, y como mi papá llevaba dos años solo en la tierra, le pagó por adelantado una chambita que se quedó a hacerle la puta después de la pelea. Ella se guardó la lana en el brasier y le sobó el muslo como confidentes mientras le cerraba el ojo. Qué espanto de mujer, yo no sé cómo se atrevió mi jefe, teniendo la lana que tenía podía conseguir a una mucho mejor. El gordo estaba feliz. Creía que la pelea estaba ganada, me miraba sonriendo, como con superioridad, no me ponía atención y nada más oía las pendejadas que decían los señores de la terraza, apoyándolo. Mi jefe estaba ahí sentado sólo moviendo la cabeza, esa vez sí estaba seguro de mí. Yo estaba tranquilo. —Empiecen —dijo el ruco. El marrano se me acercó confiado y hasta con un poco de hueva; los brazos abajo, como esperando cargarme después de que le diera unos putazos. Yo, con la guardia bien instalada, al llegar a él le pegué en la cara, me alejé un poco, el cerdo no puso resistencia. Para adelante y otro madrazo, seguido de uno en la barriga, me alejé de nuevo, movía los pies, uno para enfrente y otro para atrás, como todo un boxeador a mis casi ocho años. El gordo puso una guardia de lucha y me agarró por la cintura, yo le di tres madrazos en la nariz, inmediatamente le sangró, me soltó, y me fui sobre él aventando putazos en la cara como balas de metralleta, empezó a llorar y se alejó, le salieron lágrimas de coraje. Me acerqué rápido y corrió para atrás, las lágrimas ya eran de miedo. Sus rucos le gritaban que me pegara, que no fuera puto, le di una pequeña corretiza por el jardín, hasta que me cagué de risa en su cara, le dio coraje; pensé que por fin empezaba la pelea. Se me aventó con todo su peso, me tiró al suelo, me levantó y me cargó por todo el jardín, mientras me reía en su jeta. Le pegué en la oreja, me soltó y se puso a llorar como niña mariquita. Una semana después pasó lo mismo en la escuela con el más cerdo de mi salón, Sandro, que corrió con el profesor a pedirle ayuda, lo perseguí un poco, y después con cara de hijo de la chingada me detuve y miré a todos los maricas a mi alrededor, estaban sorprendidos, con cara de pendejos viéndome. Fui a los bebederos, los que estaban en la cola se quitaron al verme llegar con las manos manchadas de sangre. Me enjuagué, quedaron restos rojizos, me sequé las manos en el pantalón, todos a mi alrededor me veían con miedo mezclado con sobresalto. El único que más o menos era mi amigo, Carlos, se me acercó y me dijo: —Tienes sangre junto a la boca. Estiré la lengua hacia allá, y me lamí el rededor, sentí el contacto con la sangre aún caliente, la probé, sabía mejor que las salchichitas cocteleras, era como probar la sangre de la victoria, ese óxido que reanima la vida, que hace sentir orgullosamente culpable, con ganas de repetirlo, buscando la siguiente presa. —Guácala, era la de Sandro —dijo Carlitos. Se calló. Llegué a la casa con mi primer reporte, mi papá sonrió, me llevó a comprar casettes de Atari y me dijo en el camino: —Hijo, si te corren de la escuela por calificaciones o algo así, te meto a un internado, pero si es por pelearte… te doy a escoger escuela —me miró con una sonrisa. Al entrar a mi cuarto estrené mis juegos de Space invadors, Combat, Lasser Blast y Boxing. Cuando ya no había sol y puse las sábanas sobre mi cuerpo y solté la tensión de mi cuello, después de haber jugado durante cuatro horas Boxing, vinieron a mí imágenes del Atari. Carlitos se paraba frente a mí preguntando acerca de la sangre que me salía de la cabeza, yo sin darle mucha importancia le decía que me salió en el juego Boxing, inmediatamente me crecían unos guantes rojos en las manos, como los de Rocky Marciano, y le empezaba a pegar, yo no quería, Carlos era mi amigo, me pedía que lo dejara, pero los brazos salían con tanta fuerza que ni yo mismo podía evitarlo. Jalaba, con todo el cuerpo, mis independientes puños, y se rebelaban, era como si alguien controlara los golpes que lanzaba. Carlitos sangraba por toda la cara pero yo no quería, los brazos me controlaban. Después de un tiempo Carlitos estaba tirado en el piso del salón y yo le pegaba sólo con los guantes, casi lo mataba, volteé y vi que estábamos en una pantalla, y alguien afuera de ella me manejaba, creo que era el director de la escuela, quien quería pretextos para echarme de allí por mi rudeza. En las vacaciones de cuarto a quinto nos fuimos a vivir al D.F. por el trabajo del ruco. 3 Durante un buen tiempo no tuve que pelearme, la gente casi me alababa, era el cabrón de quinto y casi de toda la primaria, no era el más alto, pero sí el más tronado y ágil. Había un pendejo de sexto B que se sentía muy pesado para los madrazos, con el que no tuve, hasta ese momento, pretexto para partirle la madre, se llamaba Valentín y me llegó un rumor de que andaba diciendo que no me tenía miedo. En los recreos empecé a jugar basquetbol, mi movimiento de pies me servía para burlar, y corría más o menos rápido, era uno de los mejores, aunque mi tiro a la canasta estaba de mierda. Tiempo después se organizó un torneo de salones, en el equipo que se hizo del mío había casi puro moreno y un negro, nos pusimos “Los carbones”, y si nos decían algo los profesores teníamos el pretexto de que era un equipo de color casi carbón, y los demás pinos, los alumnos, ya sabían por qué. Los primeros partidos eran contra los salones de nuestro grado, y las semifinales eran el primer equipo de cuarto, el mejor de quinto, el de sexto y el mejor segundo lugar. Esa vez fue sexto C, se llamaban, según ellos porque tenían en el equipo a unos gemelos de Sinaloa, “Los culiacanes”, pero nosotros los chingábamos diciendo que se lo pusieron porque eran putos. Claro que nadie de ellos se atrevía a echarme pedo cuando yo lo decía, pero a los de cuarto les ponían unas madrizas tremendas. La semifinal nos tocó contra el sexto B, el salón del Valentín aquel. Era más alto que yo, pero no por mucho, corría rápido. Casi todos los profesores se juntaban a ver esos partidos, entre ellos estaba el titular de sexto B, Mariano Tenopala, que era un güey muy tronado, se corría el rumor de que jugaba las calificaciones en apuestas de vencidas, pero sólo uno le había ganado, y ya estaba en tercero de secundaria, era el rompemadres de la escuela, se llamaba Maximiliano, le decían Max, yo nunca lo había visto. A este profesorcito le decíamos “Te lo para”, y una vez un idiota que le hablaba a otro, en su cara gritó: —Sergio, te llama el que “te lo para”. El cabrón le rompió la regla de metro de madera en la cabeza. El idiota fue a la enfermaría bajo amenaza del Tenopala, si decía que fue él, le ponía sus chingadazos. El puto no habló. Bueno, “Te lo para” estaba a la orilla de la cancha, jugaban sus muchachitos y los iba a apoyar. Empezó el partido, ya ganábamos, había más faltas que puntos: empujones, codazos. Jugaba Valentín, pero cubría el otro lado de la cancha, entre él y yo no nos tocaban rozones. En una jugada de ellos, cuando la llevaba un tal Emilio, quiso mandar un pase, brinqué más alto de lo que esperaba, se dio cuenta y corrigió su envío hacia uno de los lados. En el aire levanté la pierna para cubrir aquel lado y en el descontrol le di una patada en el hombro, creo que algo dura, la marcaron, “Te lo para” estaba a mi lado, afuera en la orilla de la cancha, me dijo que era un cerdo, lo odié, pero a ese cabrón no debía tocarlo, y en realidad no sé si hubiera podido. |
Grabados de Mario Maldonado Reyes, ENAP |
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