No. 113/DEL ÁRBOL GENEALÓGICO |
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Por el camino de Luz |
Eugenia Revueltas |
Para Héctor Valdés
Siempre quise contar su historia pero una red de silencios me lo impedía. ¿Cómo contar su historia, si no tenía de ella sino la visión fugaz de una fotografía que al estar contemplando un álbum de familia rápidamente trataron de escamotearme? “¿Y ella quién es?”. El gesto evasivo, fastidiado. Ella es… La imagen, a regañadientes concedida, mostraba a una mujer alta, muy morena, vestida provincianamente y rodeada de los desangelados edificios de Los Ángeles. Las páginas del álbum que padecieron un súbito y nervioso arrebato me la ocultaron y no supe más. No dejó de llamarme la atención la extraña supresión de la imagen y de las reticentes palabras, anuladas por una catarata de expresiones. “Mira, aquí está Fulanito”. “Y aquí Zutanito”. “Allá la fiesta de Zutanejito”. Tan artificiosa y desagradable era la situación que me hizo pensar en la presencia de un enigma. Hubo una frase que me incitó más a saber de ella: “¡Era una naca ranchera aborrecible!”. ¡Era una naca, ranchera, aborrecible! Sé del uso descalificador con el cual ellos usan el término naco. Sé que para ellos significa: “pobre, moreno, provinciano”, que los así designados no comparten sus conservadores ideales políticos. Naca naca naca, si eres un naco no tienes derecho a la existencia, y qué mayor desgracia que estar, aunque sea de lejos, emparentados con él. La historia de la mujer de blanco, de esa que yo había aprendido a querer porque tal vez se parecía a aquellas humildes mujeres que conocí, maestras que entregaban amorosamente su saber acumulado a través de los años, del sufrimiento, del amor y la entrega a una vocación. Finalmente, llegó a mí parte de la historia de sus postrimerías. Sólo durante los últimos meses de su vida había estado enferma, pues tenía fama de ser como un viejo roble o como una ceiba de poderosas raíces y extendido ramaje, bajo cuya sombra generaciones y generaciones de habitantes del pueblo y sus cercanías, habían sido educados por ella. A lo largo de muchos lustros habían encontrado en Candelaria el consejo, la fuerza, el coraje, el regaño o la imprecación y aun los coscorrones que los llevarían por el camino adecuado. La gente del pueblo la fue viendo envejecer, jamás faltó a clases, jamás dejó sin enseñanza al más tonto o al más marginado. Se dice, ahora lo sé, que aun aquellos niños enloquecidos por la luna, aquellos cuya alma se fue caminando por los estrechos senderos de un sueño, aquellos que representaban una carga para sus padres, ella sentada a la puerta de su casa por las tardes, cuando el sol del ocaso en el verano convertía todo en un maravilloso infierno de oro, tomaba la mano de esos niños y los hacía escribir en las viejas pizarras las siempre antiguas y útiles palabras: madre, hambre, sueño, dolor, felicidad; felicidad, dolor, sueño, hambre, madre. Un día, aquella mujer como torre, aquella mujer vestida de blanco ya no se pudo levantar, pero tenía ahí cientos de hijos que se ocuparon de ella, la llevaban a vivir a sus casas, le pedían que contara historias, y ella que los conocía a todos, complacía. Llegó el día de su muerte y ese día también llegó el hijo de ellos. El nieto de mamá Candelaria había llegado y todos en el pueblo se peleaban el honor de tenerlo en su casa. Él no podía creerlo. Había crecido con la idea de la inferioridad y maldad de la abuela y no se explicaba que todo el pueblo la amara. La música sonó toda la noche, el féretro llevado en hombros recorría todas las casas del pueblo, donde el joven oía relatar tantas y tales historias de los prodigios que a lo largo de cincuenta años había llevado a cabo mamá Candelaria, que un profundo sentimiento de rebeldía contra los prejuicios de una educación clasemediera que lo habían marcado para siempre, salió a la superficie en esa noche de su propia Epifanía. |
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