Blog

  • 0246_Más allá – Ciudad cochinota – Ángela Almendra Almonaci Buendía

    CDMX / No. 246


    Ciudad cochinota

    Para Evelyn, que ya sabe qué hora es

    I

    La torre latino y yo queremos lo mismo.
    Tan altas, singularizadas las dos.
    Centro y oriente,
    corazón y el lado
    que siempre escojo del vagón:
    el cristal puesto de frente
    y la frente apoyada en el cristal.
    Queremos tocarnos,
    derrumbarnos al mismo tiempo.
    Queremos ser pedazos pequeños
    para entrar en el bolsillo de alguien.
    Queremos que nos lleven lejos.

    II

    Las tumbas
    en medio de la carretera
    (esas pequeñas cruces con nombres
    que no da tiempo de leer,
    por las cuales jamás se fuerza la vista)
    son los árboles más bonitos que existen.


    III

    Estoy cansada.
    Dormiría abrazada del metro.
    Sería su gato
    que le ronronea en el pecho.
    No me importaría
    volverme la mascota de algún tren
    en la ciudad de méxico.

    IV

    Soy una gasterópoda en el metro de la cdmx.
    Una de hace millones de años,
    una que no fue clasificada.
    Soy
    sin nombre científico,
    sin especie, sin género,
    sin clase, sin reino, sin filo,
    sin familia.
                                    Imponente caracola babosa
                           cargando mi caparazón, mi casa.
    Algún día
    todas las personas me van a pisar
    hasta borrarme.

    V

    Raras veces me detuve
    para constatar lo afilado del cuchillo,
    para ver el reflejo de mis ojos en sus bordes.
    Rara vez me detuve a contarle los dientes
    a la sierra de mi arma favorita.
    Rara vez fui consciente
    de que la herida ya estaba marcada de tanto atravesarse.
    Hoy
    por primera vez,
    por rara vez,
    le presto atención al cuerpo que tengo frente a mí.
    Pero él no me mira.
    En cambio, mira al cuchillo
    y le ofrece un letrero enorme que dice:
    “BIENVENIDO”.

     

  • 0246_Más allá – Casa lejos de casa – Giselle González Camacho

    CDMX / No. 246


    Casa lejos de casa

    Mejor no busquen después de Delfín Madrigal, no es lugar para señoritas”, nos decía la casera canosa y bonachona a mi madre y a mí, mientras nos mostraba el cuarto en el que apenas cabían una cama y una mesa plegable. Yo no había cumplido siquiera los 18 años y acarreaba conmigo una maleta con más libros que zapatos. Después de la travesía de conseguir un lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, había que ver de frente el verdadero problema: conseguir una habitación en la Ciudad de México. Hacerse un lugar para habitar esta ciudad terremoto, que hasta ese momento había sido mi sueño más ambicioso. 

    Era el verano de 2015 y mi madre y yo recorríamos los alrededores de la universidad sin tener mucha idea de dónde estábamos paradas. Veníamos del sur de Chiapas, de la costa, de una ciudad con menos de medio millón de habitantes. La idea de una mujer joven viviendo sola no parecía la mejor para mi mamá. Así que accedió a las recomendaciones y me dio la bendición y un beso en la frente en una unidad habitacional clasemediera al lado de la que se construía uno de los centros comerciales más exclusivos del sur de la ciudad. Aunque la reja alta, el portero y las paredes blancas le daban a mi familia una sensación de confianza y seguridad a más de 900 kilómetros de distancia, la realidad es que la vida no resultó tan apacible. Mientras estaba acostumbrada a encontrar tiendas a unos cuantos pasos, a saludar a los vecinos sentados en las banquetas, y a los mercados y tianguis, la ciudad me puso de frente una avenida de seis carriles, crema empaquetada y tortillas de supermercado. ¿Cómo amoldarse a la conveniencia y rapidez urbana? Todo parecía apuntar a que tenía que renunciar a lo que conocía para adaptarme y sobrevivir a mis nuevos días.

    Lo inevitable sucedió y pronto me caí de la nube del sueño citadino. Tres meses después de haber llegado, me vi en la necesidad de volver a buscar urgentemente un lugar para vivir. Una búsqueda en páginas de roommates me llevó a encontrar una oportunidad en esa colonia que la señora canosa y bonachona veía con desdén. “Tres semáforos sobre Eje 10 después de Copilco y subes sobre Anacahuita”, dijo el casero detrás del teléfono. “Eso es Santo Domingo”, me dijo mi entonces novio. Mi mamá confió en mi primera decisión adulta, y de nuevo me encontraba moviendo maletas con más libros hacia mi nueva casa.

    Ciertamente Santocho, como le dicen sus amigos, puede no generar una buena primera impresión: hay avenidas con poco alumbrado público, callejones rebuscados en los que no se puede caminar de noche, con-sumo de drogas en los espacios públicos. Me habituaba a la colonia cuando la dueña de un negocio en el que solía comer los domingos me dijo: “Nosotros cuidamos a los estudiantes porque son nuestra fuente de ingreso. Quítense la pena, yo voy a decir que son mis sobrinos para que no les hagan nada”.

    Entendí entonces que existían grosso modo dos grupos: los residentes locales y los recién llegados —mayoritariamente jóvenes universitarios—. Y es que la historia misma de Santo Domingo exige que la dinámica sea así: o eres de las familias de los pobladores que erigieron la colonia con sus propias manos o no. Los pobladores originarios se autoorganizaron para luchar por todos los derechos de su comunidad: la propiedad de la tierra, la pavimentación, la electricidad, el agua. No había nada en Santo Domingo que no tuviera detrás una historia de protesta, un triunfo ante la autoridad y la represión. 

    El Pedregal de Santo Domingo nació en los setenta cuando familias migrantes de distintos estados del interior de la república y de la periferia de la capital tomaron el espacio y erigieron sus casas ahí. Este origen coincide, precisamente, con el hecho de que es una de las colonias que más recibe nuevos habitantes de todas partes del país y cuya vida transcurre en Ciudad Universitaria. Los colonos construyeron un patrimonio sobre los ríos de piedra volcánica que alguna vez escupió el volcán Xitle. Con los años, las pequeñas chozas de cartón y lámina se convirtieron en hogares multigeneracionales y en viviendas de renta para los estudiantes. Esos mismos estudiantes que durante la fundación ayudaron a delimitar y medir terrenos, y estuvieron del lado del movimiento social. 

    Conforme pasaba el tiempo, las sombras que cubrían las zonas desconocidas se iban iluminando: el tianguis de los sábados, la iglesia de Cristo Rey, el parque cerca de Papalotl, la panadería de Coyamel… Y también se develaban las temporalidades: la feria de agosto que siempre terminaba con un sonidero, las peregrinaciones, la celebración de la fundación de la colonia. Todos participaban en la organización y festejo de sus tradiciones. A diferencia de otros espacios de la Ciudad de México, la sensación de comunalidad en Santo Domingo era especial. Pero no hablo de la idea fetichizada de comunidad en la que todo el mundo está de acuerdo y coopera sin resistencia, sino entendida como un grupo de personas con origen compartido y una inmensa disposición a la reciprocidad.

    Vi directamente el concepto de comunidad en acción, la solidaridad ejercida, cuando durante la emergencia del sismo de 2017, las tienditas y microbuses se organizaban y se ponían al servicio de quienes habían sido afectados. Vi a una comunidad que se sabía tal al cocinar ollas gigantes de arroz y guisos para enviarlas a los lugares en los que se necesitaba. Una comunidad que reconocía lo que una vez necesitó de otros y ahora devolvía lo recibido.

    También entendí ahí que la seguridad nace de la confianza entre quienes habitan un espacio común: aprendí a transitar y moverme en Santo Domingo sin miedo porque sabía el nombre de mis vecinos, reconocía las calles y las rutas, y aprendí a leer el barrio. A identificar sus movimientos, sus sonidos y rincones.

    Yo, que me había sentido sola y aislada al llegar a la Ciudad de México, construía de a poco una red de apoyo indispensable en los años universitarios: el señor Moreno, que me dejaba pagarle después en la tiendita de la esquina cuando el dinero escaseaba; la taquería mixe, que me salvaba en las noches de desvelo; la señora Coco, que me daba sopa para tener algo de comer cuando enfermaba; don Gallo, que me preguntaba cómo estaba los días más pesados del semestre.

    Las amistades que vivían cerca compartían historias similares a la mía: habíamos dejado nuestras casas para estudiar, en algunos casos éramos los primeros de la familia en ir a la universidad, y nos acompañaba el deseo de terminar una carrera. Así nos apropiamos también de los pocos cafés, los restaurantes pequeños y los puestos itinerantes de micheladas y hamburguesas. Mientras caminábamos, había otros como nosotros, con los mismos sueños, que habían encontrado un hogar en ese mismo espacio.

    La aventura por el Pedregal de Santo Domingo duró cuatro años, y todavía me acompaña a la distancia. Descubrí ahí lo que otras partes de la Ciudad de México no pudieron mostrarme, y encontré un espacio no sólo para construir una personalidad y vida propias, sino para ver directamente algunos de los problemas profundos de la capital que afectan a quienes son originarios, pero también a quienes deciden mudarse a ella.

    Hago un esfuerzo por no ver a Santocho con los ojos traicioneros de la nostalgia: es una de las colonias más inseguras de la alcaldía Coyoacán, había noches con balazos y persecuciones policiales, había que caminar en grupo por ciertas zonas y modificar rutas en ocasiones. Es un territorio que ahora se enfrenta a la gentrificación provocada por el descontrolado desarrollo inmobiliario, y que paradójicamente se transforma a gusto de los estudiantes que significan movimiento económico para la colonia. El manto acuífero está en peligro por las plazas comerciales que se construyen en el perímetro. El transporte, aunque diverso, está descuidado.

    Sin embargo, sobre todo, se erige en mi memoria lo que aprendí entre el Eje 10 y avenida Aztecas: la ética del esfuerzo, la necesidad del cuidado para cohabitar un espacio, el sentido de pertenencia que mueve el actuar cotidiano. Santo Domingo resulta entonces la tierra prometida, no sólo porque así lo fue para sus habitantes originarios, sino para quienes sueñan con hacer una vida en la Ciudad de México. Un lugar rudo, al que hay que aprenderle los modos, pero, ante todo, hospitalario. Ante la ciudad monstruo, el Pedregal se apareció como un espacio no sólo para vivir, sino para abrirme paso entre la oscura selva que es la adultez. Ahora, años después, cuando veo ese momento de mi vida sólo pienso que quizás todo lo bueno de esa época lo encontré más allá de Delfín Madrigal.

     

  • 0246_Más allá – Época de lluvia – Itzel Espinosa

    CDMX / No. 246


    Época de lluvia

    Naces, creces,
    vives en una de las ciudades
    más lluviosas del mundo.
    Peor aún, vives en la orilla de esa ciudad,
    donde hace cuarenta años no había ni drenaje.

    Cada época de lluvia pasas por lo mismo:
    tardas horas en llegar a tu casa,
    te subes a un vagón del metro a reventar,
    con gente que suda igual que tú
    porque llevan veinte minutos detenidos,
    con el ventilador descompuesto, por supuesto,
    y las ventanas cerradas.

    No lo soportas más. Mueres.
    Aunque no mueres del todo.
    En realidad no mueres,
    sólo se termina una parte de ti:
    la humana.
    Ahora eres un ser que suelta
    codazos sin compasión,
    que a la menor provocación grita,
    que entierra el pico de su bolsa
    en las nalgas de la señora de enfrente.

    Ahora eres sólo un pequeño punto
    en el universo que quiere salir del metro
    para tomar su siguiente camión.
    Afuera todavía llueve,
    no te has muerto por completo,

    aún te queda un poco de aire para pensar
    qué horrible es vivir lejos de todo,
    de la escuela, del trabajo,
    del capital cultural,
    por qué no me voy de aquí,
    (pero a dónde, pero cómo).

    En ese instante quieres
    que el lago vuelva
    y que todo desaparezca.
    Lo imaginas perfecto en las noticias:
    la Ciudad de México se diluyó.
    Pero eso no ocurre.
    Sigues esperando en el metro,
    esperando a que avance,
    esperando a que algo pase,
    esperando con resignación
    la siguiente época de lluvia.

     

  • 0243_Carrusel – Los cuidados sostienen al mundo – Alegría Mendoza

    0243_Carrusel – Los cuidados sostienen al mundo – Alegría Mendoza

    Carrusel / Bajo cubierta / No. 243


    Los cuidados sostienen al mundo


    Daniela Rea Gómez
    Fruto
    Antílope

    México, 2023, 381 pp


    He visto a mujeres leer Fruto, de Daniela Rea, mientras amamantan, en las siestas constantes pero breves de sus recién nacidos, en las pañaleras de jóvenes padres que se aventuran a una nueva vida, cargando a sus bebés en canguros. Forma parte de las recomendaciones de Twitter y no hay librería independiente que no lo tenga en la mesa de novedades. Así que, a pesar de mi resistencia a leerlo para honrar mi promesa de no caer en el marketing que nos empuja a leer el libro del momento, finalmente me dispuse a hacerlo.

    A pocas páginas de haber comenzado, encuentro estas palabras: “Yo no conocí a mi mamá como mujer hasta que crecí, en mi juventud. Antes conocí a la mamá-mamá, a la mamá-esposa. Hasta entonces no pensé en la diferencia de ser una mujer y ser una mamá”. Pienso entonces que he llegado a la edad en la que mi madre se convirtió en madre. Pienso que me gustaría haberla conocido como mujer, como amiga, como persona y que no me he dado la oportunidad de hacerlo. Hasta ahora, al leer Fruto, me pregunto, ¿quién es ella? ¿Cómo conocer nuestras propias historias sin conocer las de ellas, las personas que nos cuidaron y criaron?

    Daniela Rea comenzó a escribir este libro después de que nació su primera hija y las labores de cuidado y crianza comenzaron a aislarla del mundo. Fue entonces que decidió hacer lo que siempre ha hecho: periodismo. Así inició la búsqueda de historias que resonaran y conectaran con la suya, entrevistó a mujeres que han ejercido labores de cuidados y a las más cercanas de su vida: su madre, su hermana y sus hijas. De esta forma, llegan a nosotras las historias de Rosalba, Channi, Mariela, Alejandra, Mónica, Fernanda, Avelina, Betsy, Laura, Jenny, Rosario, la de la propia Daniela Rea y sus hijas Naira y Emilia.

    La metamorfosis de este libro lo llevó de ser un trabajo periodístico o documental a ser un texto donde se entretejen numerosas voces: desde aquellas más teóricas como la de Silvia Federici, bell hooks, Adrienne Rich, hasta otras más contemporáneas, como la de Tania Tagle y la de la autora, que nos guía a través de este entramado. Rea hace suya cada una de estas historias. Inserta en ellas su voz, sus opiniones, sus pensamientos y muestra la manera en que la vida de cada una la atraviesa a ella misma.

    A través de Fruto no vemos solamente a una Daniela periodista, sino que conocemos a Daniela madre, a Daniela hermana, a Daniela hija. Desde la más absoluta vulnerabilidad, la autora nos permite entrar a esas facetas que, como mujeres cuidadoras, muchas veces deseamos ocultar. El cansancio, la frustración, el enojo, el arrepentimiento y la culpa tienen lugar en las intervenciones que realiza a los relatos de las entrevistadas, así como en los extractos de su diario personal. La decisión de introducir su propia voz en cada una de las historias hace de Fruto un caleidoscopio en el que encontramos un reflejo de nosotras mismas.

    “No todas somos madres, pero todas hemos cuidado y sido cuidadas”, dice la autora. El posicionamiento político y crítico de este libro es sumamente importante. No se centra en las maternidades, sino en el trabajo de cuidados que ejercen las mujeres en nuestro país, pues no únicamente las personas que ejercen la maternidad cuidan, también lo hacen las hermanas mayores, las abuelas, las tías, las hijas. Fruto es un libro transgeneracional, como su autora lo define, que nos muestra que el cuidado es un círculo que se empalma con el ciclo de la vida. En algún punto, habremos de cuidar a quienes nos cuidaron cuando éramos totalmente dependientes.

    Los motivos también son importantes. En un sistema necropolítico, en un país roto y atravesado por la violencia, las causas por las que se tienen que ejercer labores de cuidado incluyen la desaparición forzada, el feminicidio, la enfermedad mental y, también, sistemas de salud, de seguridad y de justicia decadentes que no alcanzan a cumplir las demandas de la población.

    Es verdad que detrás del cuidado está el amor, el cariño, la importancia de los vínculos que entablamos, y que cuidar es “poner al centro la vida y su persistencia”, sin embargo, también es cierto que las condiciones bajo las que se ejerce, tales como la soledad, la falta de remuneración (que puede llevar a una dependencia económica) o el poco o nulo reconocimiento de la importancia de esta labor pueden llevar a un desgaste en todas las esferas de quien cuida. “Cuidar te jode”, dice la hermana de Daniela Rea al ser entrevistada.

    Entonces, ¿de qué otras formas podemos significar y entender los cuidados? De formas que no terminen por consumirnos, por jodernos. Incluso la palabra sacrificio, que está tan ligada a la manera en la que se nos dice que tenemos que cuidar, en su raíz etimológica proviene del latín sacro facere, es decir, “hacer sagradas las cosas”. Sacrificar, entonces, como honrar, propone la autora.

    Éste es un libro que, como lectoras, nos interpela, nos cuestiona, nos invita a ser críticas, pero también es un libro que apapacha, que abraza, que acompaña durante el proceso. Fruto abre muchas preguntas: ¿Cómo se construye el deseo de ser madre?, ¿quién cuida a quienes cuidan?, ¿de qué manera las redes de cuidado pueden ser más horizontales o más circulares?, ¿cómo construir vínculos justos de cuidados?

    El trabajo de cuidados es mantener viva una vida, plantea Rea. No es una labor pequeña. En México esta labor, mayoritariamente ejercida por mujeres, representa más de una cuarta parte del PIB, de acuerdo con datos del INEGI. Las mujeres, a través de los cuidados, sostenemos al mundo. Pero no podemos seguirlo haciendo, no en estas condiciones, no en soledad.

  • 0243_Carrusel – Una guía en la bóveda celeste – Itzel Robles

    0243_Carrusel – Una guía en la bóveda celeste – Itzel Robles

    Carrusel / Bajo cubierta / No. 243


    Una guía en la bóveda celeste

    Itzel Robles


    Sofía E. Mantilla
    Alguien que me nombre
    Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial / Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura, UNAM
    México, 2022, 204 pp.


    Estamos tan perdidos que pasamos el tiempo buscándonos afuera: algún reflejo preciso en la naturaleza, en los otros o, quizá, en las estrellas. “Eres tan escorpio”, “típico de leo” son expresiones que se repiten cada vez con mayor frecuencia para explicar ciertas actitudes de nuestros conocidos o incluso de nosotros mismos. Las estrellas, parece, saben o deberían saber. Desde hace siglos, buscamos y encontramos en el cielo figuras y formas que, además, cargan historias: Orión, Sirio, Lepus, Lira. Nombres celestes que resuenan en el imaginario cultural. Nombres que los personajes de la novela Alguien que me nombre adoptan como suyos, deseosos de encontrarse a sí mismos.

    Alguien que me nombre es la primera novela de la autora argentina Sofía E. Mantilla (Buenos Aires, 1987), quien participó en el Primer Programa de Tutoría en Novela convocado por la UNAM. Su obra fue seleccionada entre todas las de esa generación para publicarse como parte de los resultados de este programa que impulsa la narrativa de autores jóvenes.

    Esta novela experimental sigue la vida de Greta, una escritora fantasma que ha dejado la escuela después de una ruptura amorosa. La inestabilidad la lleva aceptar vivir en el sofá de Dai, una vieja conocida que también está pasando por una pequeña crisis económica. Es en ese nuevo ambiente que los hilos de esta novela, cuya complejidad se encuentra en su estructura experimental, comienzan a entrelazarse gracias al encuentro con Juan, un joven cuyo necrónimo lo ha llevado a renombrarse a sí mismo y a cuantos se lo permiten. Nombrarse, en esta obra, es todo un arte que para algunos resulta sencillo, mientras que para otros se torna un asunto resbaladizo. El nombre —el verdadero, el que debería ser señalado por las estrellas— no aparece y eso implica un presagio.

    Desde sus primeras páginas, Alguien que me nombre inicia con los juegos que la hacen ser una novela experimental. Nos da la bienvenida la letra de una canción de género urbano. Una pista. “Mamita ven, que te voy a cazar, sh sh, nadie lo sabrá”. Una primera huella en el mapa de lectura que la autora teje hábilmente. Uno de los atractivos de la obra es que, gracias a una estructura que se va transformando conforme se avanza en las páginas, permite múltiples lecturas; un logro alcanzado a través de los juegos y niveles que se esconden en ella: a momentos parece un bildungsroman, luego cruza hacia los registros de las novelas de amor, sólo para aterrizar en una segunda parte que consigue aniquilar las lecturas previas. Entonces, lo que se perfilaba como una historia rosa —por decirlo de alguna forma— deriva en la resolución de un misterio a la par del surgimiento de un coro.

    Al mismo tiempo, más allá de los acontecimientos de la trama, esta novela propone un intrincado tejido donde se unen tópicos relevantes para la cultura argentina, como cierta fascinación por los asesinos seriales de su tierra y la crisis económica y social, a lo que se añade un entramado de referencias literarias y astronómicas. Ahora bien, lo sorprendente es la liviandad con que fluye la novela a pesar de las múltiples y densas capas de elementos y significados que la componen. Mancilla sabe mantener el equilibro gracias a una prosa sencilla y sin ornamentos, coherente con el universo donde la novela ocurre, así como con la visión de la joven narradora.

    Alguien que me nombre es, pues, un decoroso debut literario que da cuenta de la inteligencia de su autora. Mezclar tantas texturas, hilos y recursos literarios no es tarea fácil, mucho menos cuando se trata de una primera novela, sin embargo Mancilla logra hilar todos los cabos haciendo significativo aquello que en un principio pudo pasar por algún detalle ínfimo. Esta novela revela una búsqueda por encontrarse a sí mismos en las estrellas y, en cierta medida, logra su cometido.

  • 0243_Carrusel – Una guía en la bóveda celeste – Itzel Robles

    0243_Carrusel – Una guía en la bóveda celeste – Itzel Robles

    Carrusel / Bajo cubierta / No. 243


    Una guía en la bóveda celeste

    Itzel Robles


    Sofía E. Mantilla
    Alguien que me nombre
    Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial / Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura, UNAM
    México, 2022, 204 pp.


    Estamos tan perdidos que pasamos el tiempo buscándonos afuera: algún reflejo preciso en la naturaleza, en los otros o, quizá, en las estrellas. “Eres tan escorpio”, “típico de leo” son expresiones que se repiten cada vez con mayor frecuencia para explicar ciertas actitudes de nuestros conocidos o incluso de nosotros mismos. Las estrellas, parece, saben o deberían saber. Desde hace siglos, buscamos y encontramos en el cielo figuras y formas que, además, cargan historias: Orión, Sirio, Lepus, Lira. Nombres celestes que resuenan en el imaginario cultural. Nombres que los personajes de la novela Alguien que me nombre adoptan como suyos, deseosos de encontrarse a sí mismos.

    Alguien que me nombre es la primera novela de la autora argentina Sofía E. Mantilla (Buenos Aires, 1987), quien participó en el Primer Programa de Tutoría en Novela convocado por la UNAM. Su obra fue seleccionada entre todas las de esa generación para publicarse como parte de los resultados de este programa que impulsa la narrativa de autores jóvenes.

    Esta novela experimental sigue la vida de Greta, una escritora fantasma que ha dejado la escuela después de una ruptura amorosa. La inestabilidad la lleva aceptar vivir en el sofá de Dai, una vieja conocida que también está pasando por una pequeña crisis económica. Es en ese nuevo ambiente que los hilos de esta novela, cuya complejidad se encuentra en su estructura experimental, comienzan a entrelazarse gracias al encuentro con Juan, un joven cuyo necrónimo lo ha llevado a renombrarse a sí mismo y a cuantos se lo permiten. Nombrarse, en esta obra, es todo un arte que para algunos resulta sencillo, mientras que para otros se torna un asunto resbaladizo. El nombre —el verdadero, el que debería ser señalado por las estrellas— no aparece y eso implica un presagio.

    Desde sus primeras páginas, Alguien que me nombre inicia con los juegos que la hacen ser una novela experimental. Nos da la bienvenida la letra de una canción de género urbano. Una pista. “Mamita ven, que te voy a cazar, sh sh, nadie lo sabrá”. Una primera huella en el mapa de lectura que la autora teje hábilmente. Uno de los atractivos de la obra es que, gracias a una estructura que se va transformando conforme se avanza en las páginas, permite múltiples lecturas; un logro alcanzado a través de los juegos y niveles que se esconden en ella: a momentos parece un bildungsroman, luego cruza hacia los registros de las novelas de amor, sólo para aterrizar en una segunda parte que consigue aniquilar las lecturas previas. Entonces, lo que se perfilaba como una historia rosa —por decirlo de alguna forma— deriva en la resolución de un misterio a la par del surgimiento de un coro.

    Al mismo tiempo, más allá de los acontecimientos de la trama, esta novela propone un intrincado tejido donde se unen tópicos relevantes para la cultura argentina, como cierta fascinación por los asesinos seriales de su tierra y la crisis económica y social, a lo que se añade un entramado de referencias literarias y astronómicas. Ahora bien, lo sorprendente es la liviandad con que fluye la novela a pesar de las múltiples y densas capas de elementos y significados que la componen. Mancilla sabe mantener el equilibro gracias a una prosa sencilla y sin ornamentos, coherente con el universo donde la novela ocurre, así como con la visión de la joven narradora.

    Alguien que me nombre es, pues, un decoroso debut literario que da cuenta de la inteligencia de su autora. Mezclar tantas texturas, hilos y recursos literarios no es tarea fácil, mucho menos cuando se trata de una primera novela, sin embargo Mancilla logra hilar todos los cabos haciendo significativo aquello que en un principio pudo pasar por algún detalle ínfimo. Esta novela revela una búsqueda por encontrarse a sí mismos en las estrellas y, en cierta medida, logra su cometido.

  • 0243_Carrusel – Louise Glück: el vacío no está vacío – Jesús Fabián Tapia Quintero

    Carrusel / Heredades / No. 243


    Louise Glück: el vacío no está vacío

    La poeta neoyorquina Louise Glück ha sido considerada por la crítica profesional como una poeta del vacío, la pérdida y el silencio. Enfocaré estas páginas al tema del vacío, esa recurrencia tan distintiva en su impronta poética, especialmente en su poemario Averno (2006). ¿Qué representan para Glück las ausencias, las oquedades, la nada? ¿Por qué es importante esa huella en este mundo hiperconectado y repleto de vastedades donde en apariencia nunca falta nada?

    Contextualizando su trayectoria, en 2020 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura “Por su inconfundible voz poética que con austera belleza hace universal la existencia individual”. Más de dos décadas antes, su poemario El iris salvaje (1992) fue acreedor del Premio Pulitzer el año siguente de su publicación. Su estilo poético —despojado del rigor retórico— puede describirse como confesional, transparente e individualmente colectivo. Con esto último me refiero a su aguda habilidad por recoger experiencias universales en viajes que poseen un carácter íntimo. Louise Glück es una poeta de lo transparente, de lo existencialmente vertiginoso y de aquello que va pereciendo y dejando cráteres, ya sea en la vida propia o, más ampliamente, en el mundo. Silencios, catástrofes, ausencias, despedidas, crisis, quiebres, apariencias expuestas a la luz del día, fracasos… La lista es extensa como extenso es el calibre de sus proyecciones, al ser una voz que no mutila, coarta ni maquilla las exasperantes verdades de la vida (como la vejez o la muerte).

    En su ensayo “El jardín de Louise Glück”, publicado en Periódico de poesía, María Negroni describe así uno de los libros más emblemáticos de la autora:

    El iris salvaje es uno de los libros más bellos escritos en Estados Unidos a fines del siglo XX. En él la poesía espera, como espera el vacío, como corolario o premio: “Una vez que todo me ocurrió, me ocurrió el vacío”. Si la gracia es la arquitectura de un alma capaz de conocerse a sí misma, el jardín de Glück la contiene. El terror humano a la muerte habita en él pero también el deseo indisoluble de ser absorbido por el todo, reverso de la nada. Después, sólo después, empieza la travesía, el viaje impar al fondo de las cosas, donde ni la felicidad ni el miedo emiten sonido alguno.

    Asimismo, el tono de introspección en la Nobel es muy característico. Indagar en sus poemas es inmiscuirse en disquisiciones espirituales, en descubrimientos que están en su mayoría al alcance, pero que nadie se atreve a nombrar, como dice la escritora Isabel Navarro en su ensayo “Louise Glück: un Nobel a la epopeya de lo íntimo”:

    Sus poemas son como cartas escritas a sí misma. Con un lenguaje transparente, a veces lacónico, sin preciosismo, disecciona su biografía sin mencionar apenas el contexto, yendo al núcleo mismo de los vínculos, que a veces se suspenden en un objeto o una cosa; en un detalle que es escisión. […] Porque Louise Glück es una maestra de la escena, que suspende en un lugar indeterminado; anclando las epifanías a las ceremonias cotidianas, más como una atmósfera que como un recuerdo o un recuento.

    Averno, para ese efecto, es un poemario en el cual abundan los recuentos de cosas, personas y situaciones que ya no están o ya no estarán. Desde el poema inaugural, “Las migraciones nocturnas”, se enuncia con un tono melancólico qué tanto merman en nuestra existencia las ausencias. Glück, como es recurrente en su trabajo, se vale de la naturaleza para expresar esa angustia, describiendo así las migraciones nocturnas de los pájaros: “Me entristece pensar/ que los muertos no las verán—/ esas cosas de las que dependemos/ desaparecen./ ¿Qué hará entonces el alma para confortarse?/ Me digo a mí misma que tal vez nunca más/ necesite esas delicias;/ que tal vez el simple no ser, aunque difícil de imaginar,/ es suficiente”. Es importante destacar en este poema el uso del paralelismo: existe una clara cercanía entre lo efímero de las migraciones y lo efímero de la vida. Ambos movimientos —el vuelo y la muerte— se declaran como un signo irrevocable; una vez que se producen cambian estados y percepciones, reviven anhelos. La voz poética, en su honda melancolía, amplifica el vacío inquiriendo qué hará el alma ante las desapariciones. Es como poner el dedo en la llaga, sólo que dicha llaga es una cicatriz inasible. El remate es sumamente impactante por la rapidez en el cambio de tono hacia uno estoico: asevera que el consuelo, tantas veces buscado, se encuentra cuando cesan los deseos, cuando ya no se aspira a buscar más belleza, cuando el alma ha encontrado el vacío (o la muerte). En este último, se eliminan las dependencias y, por lo tanto, ya no hay necesidad de más búsquedas.

    En el poema “Octubre” vuelve a hacer gala de su marcado estoicismo. Con él, Louise Glück deja patente cómo los humanos somos seres capaces de acostumbrarnos a los vacíos. Por ello, los versos son progresiones de cosas que mutan o desaparecen por completo. Sabemos, como especie, adaptarnos. Y los sentidos lo registran todo: “Con todo, las notas se repiten. Flotan de un modo extraño./ Anticipan el silencio./ El oído se acostumbra a ellas./ El ojo se acostumbra a las desapariciones”.

    El poema continúa dejando expreso que el vacío, en muchas ocasiones, no se puede restituir. En ese caso, ¿qué puede hacer el artista? ¿Cómo describir eso que crea para sustituir una oquedad? La poeta evoca nuevos ecos de los abandonos y ausencias, y de la respuesta casi natural de la humanidad por crear a partir de dichas crisis. El silencio —una repercusión del vacío— deriva entonces en oportunidad. El ensimismamiento para la voz poética significa una puerta abierta a la creación, al repoblamiento de lo que sea. La imagen de una casa vacía, desolada y hermética inaugura la posibilidad anterior. No se sabe con qué puede revitalizarse, pero la pregunta recuerda a la responsabilidad innata de crear:

    La insulsa/ miseria del mundo/ nos atenaza, un callejón/ con hileras de árboles; somos/ compañeros aquí, sin hablar,/ cada uno con sus pensamientos/ tras los árboles, las puertas/ de hierro de las casas,/ las persianas cerradas/ en cuartos de algún modo vacíos, abandonados,/ como si fuera el deber/ del artista crear/ esperanza, pero ¿a partir de qué? ¿de qué?.

    Por último, en el poema “Paisaje” (dividido en cinco cantos), Glück se expresa con mayor amplitud sobre el tema de la creación negativa. En oposición a los versos anteriores, en esta ocasión el sujeto poético se presenta como un humano capaz de engendrar vacíos. La destrucción es un foco que no sólo remite a la pérdida espacial, sino a la pérdida temporal. Lo arrasado, lo irrecuperable, la nada… Glück proyecta lacónicamente, pero con envidiable exactitud, lo perdido. En ese respecto, somos seres de la pérdida, y seres que no dimensionamos cuál será nuestro próximo vacío, pues la naturaleza nos ha parecido desde un inicio algo perenne. Aunque, en esta particularidad, resulta asombrosa esa anagnórisis espacial. Pareciera que la voz poética repara en los cambios de la naturaleza ante lo drástico del incendio (y, por ende, en los cambios de su vida). ¿Asumimos, como especie, lo diferente sólo cuando el vacío es tan inmenso que nos absorbe?:

    A finales de otoño una niña prendió fuego a un campo/ de trigo. El otoño/ había sido muy seco. El campo ardió/ como yesca./ Después nada quedó./ Lo atraviesas sin ver nada./ Nada hay que recoger. Nada que oler./ Los caballos no logran entenderlo…/ Parecen decir: dónde está el campo,/ del modo en que diríamos tú y yo:/ dónde está el hogar./ Nadie sabe qué responderles./ No quedó nada:/ debes esperar, por el bien del granjero,/ que lo cubra el seguro./ Es como perder un año de tu vida./ ¿Por qué razón perderías un año de tu vida?/ Después, vuelves al sitio de antes:/ no queda más que hollín, negrura y vacío./ Piensas: ¿cómo pude una vez vivir aquí?/ Pero entonces era diferente,/ también el verano pasado. La tierra se comportaba/ como si nada malo pudiese ocurrirle./ Sólo hizo falta una cerilla./ Pero en el momento justo… tenía que ser en el momento justo./ El campo agrietado, seco:/ la ausencia de vida toma posesión/ por así decirlo.

    Louise Glück es una poeta que potencia lo minúsculo y lo imperceptible. Como seres humanos tenemos vacíos que raras veces nombramos. Glück realiza tal proeza con una habilidad impresionante. Es una poeta sobre los silencios, los vacíos y las ausencias. Pero no sólo los nombra, sino que les otorga texturas, los hace protagonistas de preguntas cruciales y de espacios significativos para la humanidad. La poeta entiende a ésta como un agente capaz tanto de poblar los vacíos como de producirlos y de registrarlos en sus sentidos. Vacío viene a significar migraciones de pájaros, campos incendiados y silencios. Se puede asegurar al leerla que el vacío no está vacío, pues las oquedades siempre remiten a las interrogantes, a las alternativas, a los anhelos. Cada poema de Averno nos invita a acercarnos a las aristas imaginadas de tales regiones y ésa es su grandeza: arroja luces sobre dolores invisibles, traza una geografía impecable y reconocible sobre experiencias determinantes. El vacío, al ser visto, siempre devuelve algo. El vacío, a través de estos poemas, reluce y resucita.

  • 0243_Carrusel – Los cuidados sostienen al mundo – Alegría Mendoza

    0243_Carrusel – Los cuidados sostienen al mundo – Alegría Mendoza

    Carrusel / Bajo cubierta / No. 243


    Los cuidados sostienen al mundo


    Daniela Rea Gómez
    Fruto
    Antílope

    México, 2023, 381 pp


    He visto a mujeres leer Fruto, de Daniela Rea, mientras amamantan, en las siestas constantes pero breves de sus recién nacidos, en las pañaleras de jóvenes padres que se aventuran a una nueva vida, cargando a sus bebés en canguros. Forma parte de las recomendaciones de Twitter y no hay librería independiente que no lo tenga en la mesa de novedades. Así que, a pesar de mi resistencia a leerlo para honrar mi promesa de no caer en el marketing que nos empuja a leer el libro del momento, finalmente me dispuse a hacerlo.

    A pocas páginas de haber comenzado, encuentro estas palabras: “Yo no conocí a mi mamá como mujer hasta que crecí, en mi juventud. Antes conocí a la mamá-mamá, a la mamá-esposa. Hasta entonces no pensé en la diferencia de ser una mujer y ser una mamá”. Pienso entonces que he llegado a la edad en la que mi madre se convirtió en madre. Pienso que me gustaría haberla conocido como mujer, como amiga, como persona y que no me he dado la oportunidad de hacerlo. Hasta ahora, al leer Fruto, me pregunto, ¿quién es ella? ¿Cómo conocer nuestras propias historias sin conocer las de ellas, las personas que nos cuidaron y criaron?

    Daniela Rea comenzó a escribir este libro después de que nació su primera hija y las labores de cuidado y crianza comenzaron a aislarla del mundo. Fue entonces que decidió hacer lo que siempre ha hecho: periodismo. Así inició la búsqueda de historias que resonaran y conectaran con la suya, entrevistó a mujeres que han ejercido labores de cuidados y a las más cercanas de su vida: su madre, su hermana y sus hijas. De esta forma, llegan a nosotras las historias de Rosalba, Channi, Mariela, Alejandra, Mónica, Fernanda, Avelina, Betsy, Laura, Jenny, Rosario, la de la propia Daniela Rea y sus hijas Naira y Emilia.

    La metamorfosis de este libro lo llevó de ser un trabajo periodístico o documental a ser un texto donde se entretejen numerosas voces: desde aquellas más teóricas como la de Silvia Federici, bell hooks, Adrienne Rich, hasta otras más contemporáneas, como la de Tania Tagle y la de la autora, que nos guía a través de este entramado. Rea hace suya cada una de estas historias. Inserta en ellas su voz, sus opiniones, sus pensamientos y muestra la manera en que la vida de cada una la atraviesa a ella misma.

    A través de Fruto no vemos solamente a una Daniela periodista, sino que conocemos a Daniela madre, a Daniela hermana, a Daniela hija. Desde la más absoluta vulnerabilidad, la autora nos permite entrar a esas facetas que, como mujeres cuidadoras, muchas veces deseamos ocultar. El cansancio, la frustración, el enojo, el arrepentimiento y la culpa tienen lugar en las intervenciones que realiza a los relatos de las entrevistadas, así como en los extractos de su diario personal. La decisión de introducir su propia voz en cada una de las historias hace de Fruto un caleidoscopio en el que encontramos un reflejo de nosotras mismas.

    “No todas somos madres, pero todas hemos cuidado y sido cuidadas”, dice la autora. El posicionamiento político y crítico de este libro es sumamente importante. No se centra en las maternidades, sino en el trabajo de cuidados que ejercen las mujeres en nuestro país, pues no únicamente las personas que ejercen la maternidad cuidan, también lo hacen las hermanas mayores, las abuelas, las tías, las hijas. Fruto es un libro transgeneracional, como su autora lo define, que nos muestra que el cuidado es un círculo que se empalma con el ciclo de la vida. En algún punto, habremos de cuidar a quienes nos cuidaron cuando éramos totalmente dependientes.

    Los motivos también son importantes. En un sistema necropolítico, en un país roto y atravesado por la violencia, las causas por las que se tienen que ejercer labores de cuidado incluyen la desaparición forzada, el feminicidio, la enfermedad mental y, también, sistemas de salud, de seguridad y de justicia decadentes que no alcanzan a cumplir las demandas de la población.

    Es verdad que detrás del cuidado está el amor, el cariño, la importancia de los vínculos que entablamos, y que cuidar es “poner al centro la vida y su persistencia”, sin embargo, también es cierto que las condiciones bajo las que se ejerce, tales como la soledad, la falta de remuneración (que puede llevar a una dependencia económica) o el poco o nulo reconocimiento de la importancia de esta labor pueden llevar a un desgaste en todas las esferas de quien cuida. “Cuidar te jode”, dice la hermana de Daniela Rea al ser entrevistada.

    Entonces, ¿de qué otras formas podemos significar y entender los cuidados? De formas que no terminen por consumirnos, por jodernos. Incluso la palabra sacrificio, que está tan ligada a la manera en la que se nos dice que tenemos que cuidar, en su raíz etimológica proviene del latín sacro facere, es decir, “hacer sagradas las cosas”. Sacrificar, entonces, como honrar, propone la autora.

    Éste es un libro que, como lectoras, nos interpela, nos cuestiona, nos invita a ser críticas, pero también es un libro que apapacha, que abraza, que acompaña durante el proceso. Fruto abre muchas preguntas: ¿Cómo se construye el deseo de ser madre?, ¿quién cuida a quienes cuidan?, ¿de qué manera las redes de cuidado pueden ser más horizontales o más circulares?, ¿cómo construir vínculos justos de cuidados?

    El trabajo de cuidados es mantener viva una vida, plantea Rea. No es una labor pequeña. En México esta labor, mayoritariamente ejercida por mujeres, representa más de una cuarta parte del PIB, de acuerdo con datos del INEGI. Las mujeres, a través de los cuidados, sostenemos al mundo. Pero no podemos seguirlo haciendo, no en estas condiciones, no en soledad.

  • 0243_Carrusel – Pocket abuelitas: una colección de memorias – Uriel de Jesús Santiago Velasco

    0243_Carrusel – Pocket abuelitas: una colección de memorias – Uriel de Jesús Santiago Velasco

    Carrusel / Entre voces / No. 243


    Pocket abuelitas: una colección de memorias

    Entrevista y fotografías de Uriel de Jesús Santiago Velasco

    Cuando se habla de colecciones, suele pensarse en cosas materiales y temáticas. Si se busca la definición en internet, el común denominador entre los cientos de resultados son las palabras conjunto, acumulación y serie. Nunca se especifica si se trata solamente de objetos materiales o si lo intangible también puede coleccionarse (yo creo que sí). Aunque coleccionar es una suerte de azar, obsesión y dispersión, todos podemos darnos cuenta de que, en realidad, con el paso de los años, vamos acumulando una serie de vivencias y recuerdos que constantemente sacamos a relucir de manera oral y en los momentos cotidianos de la vida.

    “Cada quién sabe qué carga en su propio costal” dice una frase popular, y es cierto, la mente del otro nos es ajena y por tanto misteriosa, por eso queremos saber las cosas que guarda. Cuando alguien comienza a evocar historias, le oímos fascinados; igualmente cuando abrimos nuestra colección de memorias, la contamos con el mismo ímpetu.

    La oralidad es tan común, que a veces pasa desapercibida, entendió David Calderón Zonana Uziel Malca (Ciudad de México, 1998), un joven editor, compilador y ahora coleccionista, que pertenece a la comunidad judía, árabe y turca. Él trabaja en el proyecto Pocket Abuelitas, una serie de fanzines que, en verso y fragmentos, cuenta la historia de diferentes abuelas de la comunidad judía a través de sus recetas de cocina.

    Hace un tiempo él trabajó en la editorial independiente Gato Negro Ediciones, donde hacían libros de artista y divulgación. “Se imprimen como 200 de cada uno, y es una aproximación muy experimental. Ahí aprendí mucho y me empapé de ideas creativas sobre cómo hacer libros”.

    A la par, lleva mucho tiempo colaborando con Mónica Unikel, reconocida historiadora de la comunidad judía mexicana y principal promotora de las actividades culturales de la Sinagoga Histórica Justo Sierra 71, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Ahí organizan charlas, presentaciones de libros y, cada segundo domingo del mes, recorridos por el barrio de La Merced. Entre otras cosas, intentan reconstruir, a partir de testimonios y fotografías, cómo era el barrio judío cuando ése era el barrio de los inmigrantes. “Con la perspectiva de que somos una cultura inmigrante que llegó a finales del siglo XX, y que son historias tanto judías como mexicanas, Mónica me enseñó a hablar no tanto de la Historia, sino de las historias. Ella empezó este proyecto sola, hace muchos años, entrevistando a la generación de los abuelos.

    En el 2020, durante la primera ola de la pandemia por covid-19, David Calderón perdió a su abuelo materno y se quedó con una sensación de ausencia al darse cuenta de cuántas cosas le pudo haber preguntado y cuánto de su historia pudo haber archivado. Así nació Pocket Abuelitas, un proyecto en el que sintetiza lo que ha aprendido en la Sinagoga Histórica y en su paso por Gato Negro Ediciones.

    David, ¿cómo encontraste en la cocina este vínculo de identidad?

    Por lo menos en la comunidad judía de México, la comida tiende a estar atada al personaje de la abuela, y creo que ahí, en las recetas que mi abuela cocina, se derrama un poco esta identidad mezclada entre lo mexicano, lo turco, lo marroquí y lo judío, pero nunca se enuncia como tal y eso me encanta. También creo que la cocina propone un acercamiento no académico, institucional ni hegemónico a través de la memoria.

    En cierta forma, el rol de algunas abuelitas en la comunidad judía en México ha sido funcionar como este núcleo que no solo reúne a la familia, sino todos estos sabores y saberes que han sido heredados de boca en boca y que cargan una historia oral muy antigua.

    ¿Cómo se dan los encuentros en torno a la mesa dentro de la comunidad judía?

    Los judíos —no todos— nos reunimos cada viernes en la noche al Sabbat, un día sagrado donde recordamos cómo Dios construyó el mundo en seis días y el séptimo descansó. Entonces estamos religiosamente obligados a descansar, pero la costumbre es que el viernes en la noche le damos la bienvenida al Sabbat, y nos reunimos principalmente en casa de la abuela: primos, tíos, hermanos, hijos, padres, todos. Y mi abuela siempre dice: “¿Cómo le hago para evitar que mis sobrinos, yernos, hijos y nietos discutan entre ellos? Pues los mantengo ocupados comiendo comida deliciosa”.

    Pocket Abuelitas comenzó a gestarse desde hace varios años, sin embargo, es reciente la publicación de los librillos, que ya son ocho, con las recetas y fragmentos de la vida de ocho abuelitas judías: Fortunée Calderón, Chela Nissan, Raquel Shabot, Adela Hop, Yola Kleiman, Flora Cohen, Clarisse Meschoulam y Judith Contente. David vio en la comida el vínculo perfecto para acercarse a conversar con sus mayores, porque dice que la comida es algo que todos hacemos, algo que nos une.

    ¿Te costó trabajo que aceptaran contarte su vida?

    Todo empezó con la idea de poner a mi abuelita en un librito que yo me pudiera llevar a todas partes, pero me enfrenté a que le decía: “Quiero entrevistarte, que me cuentes tu vida”, y ella me sacaba: “Pero ¿qué te voy a decir?”. Entonces pensé que, para que ella no se sintiera así, podía abordarlo desde la cocina. Creo que es mucho más factible pedir: “Abuelita quiero que me enseñes una receta”, a decirle: “Quiero entrevistarte sobre tu vida”. Con la receta ni brinca, porque dice: “Tengo muchas y nadie me las ha pedido”, y les encanta, entonces he pensado en las recetas como la excusa para acercarme a estas mujeres que cargan sus historias de migración, de tradiciones muy antiguas, de familias que han sobrevivido muchos exilios, y que ahora están en México.

    ¿Tu abuela, Fortunée Calderón, cómo tomó la idea del proyecto?

    Le pedí que me enseñara a hacer las borrequitas de jandrasho, que son un platillo que nos encanta, y me dijo: “Sí, vente un día y las hacemos”. Cuando fui platicamos un rato antes de cocinar y puse la grabadora. Luego, cuando cocinamos seguí grabando porque estas conversaciones se dan cocinando, giran en torno al fuego; es muy bonito cómo se entremezcla el sonido de la berenjena sancochándose, la licuadora, las instrucciones que me da mi abuela y sus recuerdos.

    Me llama la atención que es a partir de la pérdida de tu abuelo que tomaste conciencia de rescatar esas memorias…

    Creo que la pérdida siempre está ahí, aunque hay ciertos acontecimientos que nos hacen enfrentarnos a esa pérdida inevitable que existe en todas nuestras relaciones. Los abuelitos, quizás por la edad o por lo que entendemos de la vejez, nos hacen creer que la pérdida está aún más presente; son como una nostalgia inminente y fundamental en el amor que sentimos por ellos. Es un amor muy particular, yo siento que es una metáfora del amor que tenemos por el pasado, por el origen.

    ¿Siempre has tenido ese amor por lo antiguo, por el pasado?

    Sí, cada cumpleaños mi hermana me hace el chiste de que me acerco más a mi edad real. Siempre he sido un poco rarito en ese aspecto, porque mis amistades suelen ser mayores. Me acuerdo que, cuando éramos chiquitos, en casa de mi abuela estaba la mesa de los grandes y la mesa de los niños. Yo escuchaba la mesa de los adultos y quería estar ahí, al lado de ella, hacerle preguntas y que me contara cosas. Yo encuentro en la voz de los abuelos un tono, acentos que evidencian su migración, tonos que el acento de mi papá no tiene. Es algo que me genera cosquillas en el corazón, supongo que hay mucha gente que se identifica con eso. Yo puedo pasar horas y horas escuchando a mi abuelita hablar y como que me arrulla. Siento un contacto muy crudo con una versión vulnerable e infantil de mis sentimientos.

    ¿Por qué crees que te suceda eso?

    Yo creo que construimos esa relación con ellos toda la vida. Mi papá dice que su mamá era súper estricta con él, pero con sus nietos es muy dulce; yo siento que es así porque no tiene tanto la consigna de educarnos. En México tenemos una idea muy particular de los abuelos, de que nuestros ancianos son los que tienen la sabiduría, los que unen a la comunidad, a los que vamos para pedir lecciones, consejos, comida. Creo que ahí hay algo sumamente mexicano. El tema de los abuelitos toca al niño y a la niña que tenemos dentro.

    ¿Y por qué entrevistar a abuelitas y no abuelitos?

    El judaísmo se hereda por la madre, y me parece interesante que sea la mujer la que se encarga de esta labor identitaria, la que la hereda. Por lo tanto, sin caer en roles de género, porque todo cambia, es la mujer la que, de nuevo, une a la familia. Quizá por lo mismo a mí me interesan más las abuelitas que los abuelitos. Además, la historia institucional jamás se ha interesado en darle espacio a las mujeres, menos a las mayores; ellas se ven a sí mismas y dicen: “Pues yo soy una persona normal, soy una abuelita, qué te voy a contar”.

    ¿Buscas rescatar las historias de estas mujeres para una colección de memorias?

    Parte de mi intención con este proyecto es retar la idea de la historia institucional; no me interesa la Historia con H mayúscula, me interesa la memoria y buscar formas de archivarla. Con este proyecto me he planteado que mi rol no es de autor sino de editor, porque lo que hago es transcribir estos recuerdos. Me interesa que queden grabadas las palabras de mi abuela, su experiencia, las formas en las que habla, las muletillas que usa, cómo construye sus oraciones. Siento que ahí, en su forma de hablar, hay algo sumamente poético e histórico, y me parece muy importante encontrar formas para archivar eso como una historiografía. Yo diría que es un archivo de memorias que se pueden cocinar, una pequeña colección de historias.

    ¿Utilizas un formato como si estuvieras haciendo poemas de sus vivencias y recetas?

    Cuando empecé Pocket Abuelitas me pregunté cómo editar, cómo aplicar las reglas de redacción, porque cuando hablamos no lo hacemos con puntos y comas, sino que es más fluido. Así que elegí que la rae no entrara en mi proyecto, y decidí que todo lo que transcribiera sería en minúsculas porque no hay principio ni final. Le pongo por ahí algunas comas para que sea más fácil de leer, y el formato de poema le da cierta libertad a estos libros. Aunque en realidad yo hago fanzines, no estoy buscando que ninguna editorial me publique, ni siquiera estoy pensando en venderlos, busco compartir el amor que siento por mi abuelita. Publico en redes sociales estos libritos —en @pocketabuelitas— para que cada quien imprima su ejemplar. Yo hago mis libros con el teléfono para enseñarle a la gente que, a estas alturas, si tienes un teléfono ya puedes hacer libros, creo que vivimos en épocas muy emocionantes en cuanto a la edición.

    ¿No son justo las personas mayores quienes piensan lo contrario respecto a los libros?

    Muchos piensan que, como ahora ya usamos mucho el teléfono y todo se está virtualizando, ya no hay espacio para los libros. Yo estoy en total desacuerdo, creo que nunca habíamos tenido tantas herramientas a nuestra disposición, y creo que nunca vamos a perder el deseo de contar historias —aunque sea de forma virtual— e imprimirlas.

    ¿Por qué el nombre Pocket Abuelitas?

    Yo le dejé el pocket por pensar en Polly Pocket, pero también siento que hay algo en la contradicción de dos idiomas y que usemos anglicismos en este chilango vernáculo, y también en el hecho de que todas estas abuelitas son bilingües. De todas ellas, sus papás hablaban árabe, francés, yidis, ladino, turco, griego, y eso es lo que oían en sus casas, pero en la calle hablaban español. Me gusta que en el mismo nombre del proyecto conviva lo bilingüe, que es una parte esencial de la inmigración.

    ¿Cuándo te diste cuenta de que el proyecto ya estaba aterrizado e iba para algo serio?

    Una vez teniendo el de mi abuelita empecé a contactar a otras, sobre todo de la comunidad judía de México. Primero con la mejor amiga de mi abuelita, luego ella me fue contactando con otra y así fui haciendo esta red. A cada una les he pedido que escojan una receta que para ellas sea importante, y entonces voy a sus casas, las entrevisto, platicamos, cocinamos, tomo fotos. Eso lo transcribo, edito y lo convierto en estos libritos. Que son independientes, pero parte de esta colección constante.

    ¿Qué te gustaría que sucediera con Pocket Abuelitas?

    Me gustaría que se expandiera, porque más que presentar un producto, me interesa presentar una actitud con nuestras abuelitas y nuestro pasado. Me gustaría que personas de distintos contextos vean esto y se animen a hacer lo mismo en su entorno, que entrevisten a sus abuelitas, que registren sus recetas y que las compartan.

    David Calderón Zonana Uziel Malca tiene 25 años, ama profundamente esta ciudad y los encuentros que facilita, “la palabra chido nace de aquí y sólo puede utilizarse en México”. Piensa que la identidad es racional, “yo siempre me identifico en función de la persona con la que estoy o del contexto en donde me encuentro, por eso mi identidad cambia todo el tiempo, de cierta forma es como un juego performativo, siempre dudo mucho cómo identificarme”. De lo que no duda es de la importancia del pasado, de la integración multicultural que se ha gestado en México y otros países con la comunidad judía, y de que “ahora más que nunca es el momento de contar buenas historias de judíos”.

    “Nosotros estamos muy obsesionados con la historia, sobre todo con la historia familiar me encanta; yo puedo decirte los apellidos hasta de mis tatarabuelas. Me gusta utilizar, si puedo, mis cuatro apellidos, porque me gusta representar a mis cuatro abuelas, todas han sido parte de mi vida y ahí encuentro mi identidad”.

    Sus abuelos y bisabuelos llegaron a México a principios del siglo XX “procedentes del medio oriente, donde habían vivido por siglos. Huían del Imperio otomano, mi familia es completamente de un contexto otomano”. Del lado de su papá, eran de Salónica, que entonces era la capital judía del Mediterráneo, incluso en algún punto la población judía en Salónica fue del 68 % del total. De manera que los sábados que es el Sabbat cerraban el puerto. Pero toda esta comunidad fue extinguida por los nazis, “mi familia logró escapar en los treinta, y ya no queda nada de evidencia del pasado judío ni del pasado musulmán, que también ha sido muy presente”.

    Su abuelo paterno llegó directo a México, su abuela materna nació en Casablanca, Marruecos, con padres de Turquía. Ella vino a México cuando tenía 14 años, en 1946, en medio de la guerra. Su papá se había ido dos años antes a América, nadie sabe por qué terminó en México. Había dejado a su esposa de 33 años con sus dos hijos y una bebé recién nacida en Salónica, se fue a Nueva York y tomó un tren a El Paso, y de ahí a la Ciudad de México, hasta que pudo juntar el dinero suficiente para poder traer a su familia.

    ¿Por qué México para venir a comenzar de nuevo?

    Más que una razón, hay muchas historias: en el Imperio otomano, a principios del siglo XX, ya se vivía una fuerte decadencia, había una crisis económica y muchas guerras antes de la Primera Guerra Mundial. En esa época el servicio militar era obligatorio para los jóvenes a partir de los 16 años, y dicen que a los turcos no les caían bien los judíos, entonces los ponían en las primeras líneas de las trincheras, lo cual significaba una muerte segura. Más que una razón, hay muchas historias: migrantes que se subían a barcos que decían América y terminaban en el puerto de Veracruz en lugar de sus destinos. Me imagino que donde se les acababa el dinero tenían que quedarse, y en cuanto a uno le gustaba le avisaba a los primos, a los tíos, a los papás, y así se fueron jalando los unos a los otros. Yo agradezco todos los días que mi familia haya llegado a México.

    Pocket Abuelitas, más que ser un proyecto de su autoría, es para David un trabajo de edición: “Es una idea más que un producto, no me interesa la autoría porque creo que las ideas le pertenecen a más de una persona, y que nacen como un resultado de las relaciones que tengo, de pláticas con otras personas, del contexto”.

    Y, como dice al final de cada entrega de estos libritos, los recuerdos y recetas de estas abuelitas judías son parte del legado de los inmigrantes en nuestro país. Son una colección de memorias.