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  • 0246_Más allá – Mi hermana corre por toda la ciudad – Itzel Avilés García

    CDMX / No. 246


    Mi hermana corre por toda la ciudad

    Mi hermana corre por toda la ciudad.
    Yo me la imagino
    saltando por los techos
    o en cualquier andén
    compitiendo con el metro
    pero él es tan lento y ella tan rápida
    que seguro seguro
    el eco de sus rieles apenas le toca la espalda.
    Ella corre
    quién sabe por dónde.
    Yo me la imagino
    siendo más rápida que todos
    más pequeña que todos
    porque se esconde y nadie la ve.
    A quienes les dice su escondite no me hablan
    y sus voces son tan bajas
    que no se oyen en las coladeras, en las tuberías subterráneas.
    Ni susurros a lo lejos que me digan dónde está.
    Me la imagino porque yo tampoco la veo
    por eso salgo a preguntar,
    pero también soy pequeña
    y resulta que todos son más rápidos que yo.
    Ella sigue corriendo.
    A veces tengo suerte de encontrar su rastro
    voy oliendo entre sudor, orina, mierda seca
    y tiendas de perfume
    su nombre. Huelo su nombre:
    Noche
    pero incluso la Noche no llena la ciudad
    y yo, en el norte y Noche,
    en el sur.

    La ciudad tiene dos tamaños, dice mi mamá:

    1. casas hacia arriba, casas hacia los lados, bosques y castillos, parques y fuentes, calles largas y anchas, callejones y cerradas, 195 estaciones de metro.
    2. mi hermana está en un solo lugar de la ciudad en este momento y ese lugar es toda la ciudad.

    Mi mamá casi siempre encuentra a mi hermana
    y entonces las dos corren
    de norte a sur,
    de sur a sur
    corren y mi mamá es más rápida
    tan rápida y tan pequeña que no la ven ni la escuchan.
    Corren corren
    mi mamá sin aliento pide ayuda porque ya no quiere seguir corriendo,
    pero mi hermana la jala fuerte, le lastima las muñecas.
    Sólo hay dos cosas más rápidas que mi mamá:

    1. hermana cuando mamá tiene el aliento frío
    2. los hospitales públicos siempre son más rápidos que todas las mamás, aunque los hospitales no corran.

     

  • 0246_Más allá – Ciudad cochinota – Ángela Almendra Almonaci Buendía

    CDMX / No. 246


    Ciudad cochinota

    Para Evelyn, que ya sabe qué hora es

    I

    La torre latino y yo queremos lo mismo.
    Tan altas, singularizadas las dos.
    Centro y oriente,
    corazón y el lado
    que siempre escojo del vagón:
    el cristal puesto de frente
    y la frente apoyada en el cristal.
    Queremos tocarnos,
    derrumbarnos al mismo tiempo.
    Queremos ser pedazos pequeños
    para entrar en el bolsillo de alguien.
    Queremos que nos lleven lejos.

    II

    Las tumbas
    en medio de la carretera
    (esas pequeñas cruces con nombres
    que no da tiempo de leer,
    por las cuales jamás se fuerza la vista)
    son los árboles más bonitos que existen.


    III

    Estoy cansada.
    Dormiría abrazada del metro.
    Sería su gato
    que le ronronea en el pecho.
    No me importaría
    volverme la mascota de algún tren
    en la ciudad de méxico.

    IV

    Soy una gasterópoda en el metro de la cdmx.
    Una de hace millones de años,
    una que no fue clasificada.
    Soy
    sin nombre científico,
    sin especie, sin género,
    sin clase, sin reino, sin filo,
    sin familia.
                                    Imponente caracola babosa
                           cargando mi caparazón, mi casa.
    Algún día
    todas las personas me van a pisar
    hasta borrarme.

    V

    Raras veces me detuve
    para constatar lo afilado del cuchillo,
    para ver el reflejo de mis ojos en sus bordes.
    Rara vez me detuve a contarle los dientes
    a la sierra de mi arma favorita.
    Rara vez fui consciente
    de que la herida ya estaba marcada de tanto atravesarse.
    Hoy
    por primera vez,
    por rara vez,
    le presto atención al cuerpo que tengo frente a mí.
    Pero él no me mira.
    En cambio, mira al cuchillo
    y le ofrece un letrero enorme que dice:
    “BIENVENIDO”.

     

  • 0246_Más allá – Caída – María Villa

    CDMX / No. 246


    Caída

    Los barandales del puente que cruza Circuito son cortos, tus piernas largas. Miras desde ahí el hospital La Raza de un lado y los caldos de gallina del otro. Imaginas que pisas una agujeta y resbalas o que caes en el techo de un auto deslizada por el viento. Vibra tu teléfono. Un mensaje, luego otro. Caminas lento y al centro para que la imagen de tu peso en la lámina sea sólo tu cerebro cansado, pero ocioso, con tiempo para pensar en la muerte, en la más aburrida. Muerte ordinaria, sin máscara de pestañas: “Mujer tropieza, cae de un puente y muere”, en la foto, tu cara pálida. Si fuera tu mamá la que cayera, si fuera tu mamá a sus 31 años, la foto del Alarma sería bellísima. Imaginas un retrato de Metinides: párpados verdes, labios rojos, spray y un moño en su cabello. Si fuera ella a sus 31, moriría bella contigo adentro. Morirían juntas. Tú, en su vientre, quedarías tranquila, cubierta. Muerte acompañada. Sin barandales insuficientes. Sin cuerpo pesado. Sin viento.

    Pero no.

    Caes sola: cadáver, polvo, sombra, nada.

     

  • 0246_Más allá – Época de lluvia – Itzel Espinosa

    CDMX / No. 246


    Época de lluvia

    Naces, creces,
    vives en una de las ciudades
    más lluviosas del mundo.
    Peor aún, vives en la orilla de esa ciudad,
    donde hace cuarenta años no había ni drenaje.

    Cada época de lluvia pasas por lo mismo:
    tardas horas en llegar a tu casa,
    te subes a un vagón del metro a reventar,
    con gente que suda igual que tú
    porque llevan veinte minutos detenidos,
    con el ventilador descompuesto, por supuesto,
    y las ventanas cerradas.

    No lo soportas más. Mueres.
    Aunque no mueres del todo.
    En realidad no mueres,
    sólo se termina una parte de ti:
    la humana.
    Ahora eres un ser que suelta
    codazos sin compasión,
    que a la menor provocación grita,
    que entierra el pico de su bolsa
    en las nalgas de la señora de enfrente.

    Ahora eres sólo un pequeño punto
    en el universo que quiere salir del metro
    para tomar su siguiente camión.
    Afuera todavía llueve,
    no te has muerto por completo,

    aún te queda un poco de aire para pensar
    qué horrible es vivir lejos de todo,
    de la escuela, del trabajo,
    del capital cultural,
    por qué no me voy de aquí,
    (pero a dónde, pero cómo).

    En ese instante quieres
    que el lago vuelva
    y que todo desaparezca.
    Lo imaginas perfecto en las noticias:
    la Ciudad de México se diluyó.
    Pero eso no ocurre.
    Sigues esperando en el metro,
    esperando a que avance,
    esperando a que algo pase,
    esperando con resignación
    la siguiente época de lluvia.

     

  • 0246_Más allá – En defensa del peatón – Dorian Huitrón

    CDMX / No. 246


    En defensa del peatón

    El camino hacia el trabajo por las mañanas se ha convertido en mi prueba irrefutable de que ya no soy un adepto de la prisa. He olvidado cómo caminar apresurado, incluso, para qué servía. Pero eso no me ha hecho inmune a ella; al contrario, me hizo más vulnerable a sus efectos. No es raro que dentro de mi rutina haya tenido que aprender la intrincada técnica de calcular la velocidad de los autos para cruzarlas calles o el arte de dejar pasar sobre una banqueta atestada de personas. Éstas son, quizá, algunas de las muchas técnicas que los peatones hemos tenido que sortear para no sucumbir ante la vorágine de la prisa, la plaga de las horas de entrada, la enfermedad del “ya voy tarde”.

    Me gustaría ser como el peatón que Jaime Sabines imaginó, aquel que se reconoce caminante antes que poeta y termina “echado en la cama con una alegría dulce y tranquila”. Pero no. Soy un peatón asalariado, un peatón que ha caído en la tentación del “compre ahora, pague después”. 

    Tal vez el peatón sea la criatura más desprotegida ante el ataque de la prisa, pues no sólo se somete a su propio paso, sino también al de las demás criaturas. Camino a mi oficina no es raro que tenga ciertos altercados con automovilistas que creen que puedo acelerar igual que ellos, o con ciclistas cuya idea de tránsito es la de todas las concesiones posibles, incluso a costa de la fragilidad de mi carnosa hojalatería. Para ellos, seres que se desplazan a una velocidad entre la vertiginosa aceleración de un motor y el paso raudo de un corredor, sólo puedo dedicar estos versos de Manuel Gutiérrez Nájera:

    Al que monta en bicicleta
    No lo insulto ni denigro:
    Que toque bien la trompeta
    Y que pierda la chaveta…
    Pero ahora es un peligro. 

    La prisa es aquello que nos impulsa a vivir acelerados, a mejorar nuestro rendimiento aun a expensas de nuestro cuerpo, y a ir más allá de las recomendaciones de tránsito. Este mal de nuestra época ha encontrado en la velocidad y la producción los principales detonantes para subsistir. Hoy en día hemos cambiado “el triunfo del más fuerte” por “el triunfo del más rápido”. Pero ¿a qué debemos la violenta naturaleza de la prisa? ¿Es acaso un mal necesario que ha estado con nosotros desde siempre?

    La etimología de la palabra prisa me da una pista desconcertante: su origen está en el verbo latino premere cuyo significado (¡oh, sorpresa!) es apretar, oprimir, presionar. No es extraño que estos vocablos también tengan su consanguínea descendencia en palabras como primeropremura o, incluso, depresión. Desde su raíz, la prisa fue concebida como un aparato de control para aquello que es necesario mantener al margen: nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro cuerpo.

    Si la prisa es la manera de reflejar el control de las sociedades modernas, ¿cuál sería una alternativa ante ella? ¿Un paro total? ¿Una desaceleración drástica? Los grandes movimientos de trabajadores han encontrado en el parón total una amenaza directa al sistema: huelgas, sindicatos, organización colectiva, deserciones, abandonos; cada uno, a su manera, significa lo mismo en esa magna estructura: el reclamo del tiempo personal.

    Imagino a las personas renunciando a sus empleos, pero también renunciando a las inclemencias del tiempo acelerado. Esas personas han decidido frenar en seco su paso para olvidarse del acelerador y andar a su propia velocidad. Han vuelto a discurrir sobre su propio pie. Si lo pensamos de esta manera, el peatón es también un desertor, un inconforme, alguien que se sabe indefenso ante la acelerada prontitud de la vida, y aun así decide tomarse su tiempo para ir a su propio paso.

    Más allá de una cuestión tangencial, de ir de un punto A a un punto B, encuentro en la caminata una oportunidad para ventilar las ideas o, en el mejor de los casos, compartirlas con alguien y discutirlas. Dentro de la antigua tradición de los paseos solitarios existe una relación estrecha entre el caminar y la generación de ideas.

    En La gaya ciencia hay un fragmento en el que Nietzsche menciona que el acto de pensar debe realizarse a la par del movimiento. Un enemigo de la vida sedentaria como él era capaz de realizar larguísimas caminatas al aire libre y por paisajes boscosos. Con esto combatía su migraña y dejaba fluir sus pensamientos de la cabeza a una pequeña libreta que siempre cargaba para esos andares. Por supuesto que para una mente como la de Nietzsche la escenografía del smog de la Ciudad de México, los cláxones y los pasos de zebra invadidos no darían los mismos resultados con los que conformó su obra filosófica, pero es divertido imaginarlo en escenarios en los que hubiera tenido que evadir algunos autos o motos para seguir escribiendo la obra en turno. 

    También Rousseau fue un peatón entusiasta. Dicen sus múltiples biógrafos que logró escribir su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres mientras caminaba por el bosque. Para él, la caminata era un placer relacionado con la escritura y el pensamiento, por ello, aprovechó los mejores años de su motricidad para hacerlo sin cesar, es decir, entre los 15 y 19 años. Algo que Rousseau nunca toleró de adulto fue la necesidad de trasladarse en carruaje debido a su agenda, por lo que desdeñaba la idea de siempre tener que llegar a un lugar. Esa necesidad bien podría ser uno de los testimonios de que desde el siglo XVIII la gente ya sufría el acoso incesante de la prisa.

    Aunque Nietzsche corre por el lado del movimiento y Rousseau por el de los que no les gusta apurarse, ambos coinciden en esa necesidad de poner un pie frente al otro como una extensión de escribir una palabra tras otra. La escritura es para ambos una solución y un paseo de ideas.

    Me gusta pensar en la escritura como ese equivalente de la caminata del peatón para combatir la prisa. Cuando escribimos podemos alterar el tiempo vivido del tiempo narrado, alargar los instantes o acortar larguísimos sucesos. También en la escritura hay atajos y rutas largas para disfrutar el paisaje, depende de las intenciones del caminante. Para mí, el ensayo es lo más cercano al paseo desinteresado, aquel que realizamos a lo largo de un camino por el simple placer de contemplar el paisaje sin importar si está dentro de nuestra ruta. El ensayo puede hacer sus recorridos en círculos o ser de naturaleza zigzagueante, pero su intención siempre estará encaminada a darle aire a esas ideas que nos atañen.

    Más allá del autoconocimiento o del empleo de nuestro ocio, tanto el ensayo como el paseo a pie bien pueden ser considerados como herramientas para combatir la prisa. Tomarse el tiempo para divagar sobre la ansiosa costumbre de mordisquear los vasos de unicel o para recorrer a pie un camellón de más de cinco kilómetros de largo que ni siquiera estaba dentro de nuestra ruta son dos caras del mismo remedio contra el ritmo de nuestros días.

    Puede que en el futuro los paseos a pie sean sólo un recuerdo vano reservado para quienes han quedado al margen del ritmo de la modernidad. O que incluso no existan más caminos por andar como en esas futurísticas fantasías en las que flotar es una nueva condición humana. En cualquier caso, confío en que siempre habrá afición por el tiempo libre y por los frenos de emergencia, ambos instrumentos tan necesarios y urgentes para volver a poner los pies en la tierra.

  • 0246_Más allá – Entre Amores y La Piedad – Desirée Mestizo

    CDMX / No. 246


    Entre Amores y La Piedad

    El tiempo que le robamos a la noche
    Se lo pagamos al asfalto (…)
    Es la ciudad la que desaparece, no yo

    Diles que no me maten

    a Daniela Rivera, en cuya ternura habito

    Vivo junto a la avenida. Desde mi ventana la copa de un árbol logra desdibujar la silueta azul brillante del World Trade Center, del otro lado se extiende una serie de edificios hasta el final de la cuadra; el de la esquina con herrería rosa y paredes color crema está inclinado, como desbordándose. A veces un hombre se sienta a tocar el acordeón bajo el árbol y el sonido inunda mis tardes. Las mañanas de domingo llega a mi habitación un olor dulzón que se desprende del puesto de birria de la planta baja del edificio. El alba se filtra entre las cortinas, el rumor de los motores logra colarse a mis sueños. Veo a la ciudad destellar desde mi ventana. Mientras se reinventa la noche me entrego ante la inmensidad.

    Un departamento en un edificio sesentero sobre a la avenida Xola, entre las estaciones de metrobús Amores y La Piedad: éste fue mi segundo domicilio en la Ciudad de México, pero el primero que sentí como mi hogar. No sé cómo llegué a este punto. Quizás fue desde que comencé a transitar las calles de la colonia sin tener que consultar un mapa, desde que la señora del puesto en donde compro fruta en el mercado empezó a reconocerme y regalarme rebanadas de piña, y el panadero me pregunta si volveré a Veracruz durante los veranos, o desde que Aurora, una estudiante de artes de Monterrey que además era mi compañera de vivienda, se volvió indispensable en mi vida. Lo cierto es que no sentí mía la ciudad hasta que Daniela y yo pasamos cada tarde de domingo siendo confidentes, hasta que Alejo comenzó a invitarme a comer pasta cada vez que volvía de un viaje, hasta que hice pay de maracuyá para la cena de año nuevo en la ciudad con mis amigos, mi familia elegida. Siento como propia esta ciudad porque me cobija la amistad.

    *

    He vivido suficiente tiempo en la Ciudad de México para poder recopilar una amalgama de memorias cada vez que camino por ciertas calles, una especie de cartografía de recuerdos.

    Astrónomos, esquina con avenida Progreso

    Daniela y yo nos tomamos de la mano al cruzar la calle, corrimos ebrias, el aire frío chocaba contra nuestras mejillas calientes. Nos dirigíamos hacia un rave en la Juárez, a bailar hasta que amaneciera o hasta que nos dolieran los pies. Ese día reímos tanto que parece que nuestras risas quedaron sepultadas en el asfalto.

    Ignacio Mariscal, Tabacalera, Cuauhtémoc

    Cada vez que salgo de Metro Hidalgo pienso en el alfajor que me trajo Lia del aniversario de Mar del Plata, el dulce de leche cubierto de chocolate amargo con granos de sal de mar, y haberlo compartido con Daniela y Elizabeth mientras estábamos formadas para entrar al lugar en el que terminábamos cada fin de semana. También recuerdo cuando C. me llevó a un club de ajedrez 24 horas en la víspera de mi cumpleaños 21; mientras señores antipáticos murmuraban a nuestro alrededor, uno de ellos insistió en ayudarme a empatar con C. A unas calles Daniela y yo nos dijimos que nos amábamos por primera vez mientras tocaba BLACK MIDI. Hace poco Alejo trajo a una amiga suya de visita desde Medellín, la dejamos atrás mientras caminábamos sobre Ignacio Mariscal en lo que nosotros considerábamos una velocidad normal; creo que es una manera de ilustrar el efecto que produce la Ciudad de México.

    Avenida de los Insurgentes Sur, esquina con Chilpancingo Tehuantepec

    Un jueves de verano regresaba a casa caminando sobre Insurgentes junto a Aurora, aún envueltas por el estupor de una noche llena de agravios nos detuvimos junto a un columpio afuera del metrobús Chilpancingo, decidimos turnarnos para que ambas pudiéramos mecernos. Aurora comenzó a narrarme su adolescencia e hizo un recuento de todos sus empleos pasados y sus planes a futuro; esa noche nos prometimos que jamás dejaríamos de frecuentarnos. Sobre la acera contraria me tropecé en febrero mientras escuchaba el primer disco de Rosario Bléfari, traía una minifalda gris de tartán que se manchó con la sangre que brotaba de mis rodillas. En la esquina está el Seven que sirvió como punto de encuentro el último día que R. y yo fuimos amigas.

    Parque México

    Sentados en la explanada del parque México, Ricardo me notificó que lo habían aceptado en el doctorado de Escritura Creativa, y que dejaría el país en un par de meses. Después de un rato de insistir me contó, comiéndose un churro, que estaba escribiendo sobre la erupción del volcán Nevado del Ruiz, que destruyó la ciudad natal de su padre. En la misma explanada me citaron Rafa y C. una madrugada de septiembre; platicamos un rato mientras buscábamos un after bajo la única estrella que resplandecía en el cielo (como es propio en las noches de contingencia en la Ciudad de México). Rafa tomó una foto analógica que lo inmortaliza.

    Eje Central, Lázaro Cárdenas, esquina con avenida Xola

    Eje Central conecta los departamentos de mis dos amigas más cercanas; también era el punto medio entre mi casa y la casa del último chico del que me enamoré. A unos minutos queda el parque Las Américas, que entre interminables conversaciones he transitado junto a Ricardo, Pau y Gretel. En ese mismo parque tuve una ruptura, nuestras miradas dejaron de cruzarse mientras el sonido de una clase de zumba arremetía contra la escena. Fue esperando el trolebús en Centro scop que abracé a Aurora mientras lloraba camino al concierto de Xiu Xiu, ambas nos sentíamos acorraladas entre compasión y fragilidad.

    Avenida Coyoacán, esquina con Rafael Dondé

    A un lado del parque María Enriqueta Camarillo besé por primera vez a un chico que tenía un tatuaje de un insecto entre el dedo índice y el pulgar, después de prometerle que no me dejaría intimidar por la escena local. A unos cuantos metros, en una banca de concreto con el grafiti de una mariposa morada, una vez me tiraron de un balonazo Slouching Towards Bethlehem de Joan Didion. Cabe añadir que la poeta cuyo nombre lleva el parque nació en la misma casa que mi madre en Coatepec, Veracruz. Justo en la esquina hay un puente plateado en el cual recuerdo a Sergio de pie cuando vino a visitarme desde Morelia; mientras fumaba, el humo se entretejía con la noche.

    Luz Saviñón, esquina con diagonal San Antonio 

    En el parque Mariscal Sucre Aurora, Sergio y yo nos sentamos a tomar caña un lunes por la noche, oscilando entre chistes simplones y el fulgor de las luces de los autos. A menudo recorro las calles aledañas hablando con Gretel sobre todo lo que se nos ocurre, parece que nunca nos quedamos sin tema de conversación. Una de mis cosas favoritas es recorrer la ciudad junto a ella, verla transitar con tanta seguridad las calles de la colonia en la que creció. La última vez que caminamos le enlisté los cambios que he notado en mí desde que vivo en la CDMX: “la ciudad te cambia el ritmo, la ciudad te cambia”, me dice Gretel con un destello que reflejan sus ojos.

    Me entusiasma pensar que con el paso del tiempo las memorias que tengo desparramadas por la ciudad se duplicarán, pero también temopensar que las que ahora existen terminarán por desvanecerse. Éste es mi intento por preservarlas.

  • 0246_Más allá – Cualquiera puede entrar, ninguno puede salir – Erick Sebastian

    CDMX / No. 246


    Cualquiera puede entrar, ninguno puede salir

    Cuando el Desplazamiento Forzado Interno (DFI) arrastró a mi familia a la Ciudad de México en 2012, yo tenía nueve años. Cada noche en el apartamento H —que no era nuestro— yo esperaba que llegaran mis padres, pero nunca lo hicieron. Mis padres se quedaron en Morelia, a la capital llegaron Ethel y Eriberto. Incluso dejé de referirme a ellos como “mamá” o “papá” y comencé a llamarlos por sus nombres, una ignominia enorme para ellos que crecieron hablándole de usted a sus progenitores.

    No eran los mismos, o tal vez yo cambié. Estaba furioso con ellos por traerme a una ciudad que me hacía sentir enfermo todo el tiempo (no estaba acostumbrado a la calidad del aire), por haberme alejado de mis amigos del Instituto Integral Gestalt, y por hacerme cambiar una casa de dos pisos con habitaciones individuales por un cuarto prestado que compartíamos entre todos en el apartamento de una tía sobre Eje Central. Claro que en ese entonces yo no entendía que ellos tampoco tuvieron opción, me di cuenta con el paso del tiempo.

    La mayoría de las cosas que pasaron en esa época las entendí muchos años después leyendo a escritoras como Ángeles Mastretta, Fernanda Melchor, Inés Arredondo o Dahlia de la Cerda. Mis papás nunca me las explicaron. “Estabas muy chiquito, creíamos que no te dabas cuenta” me dijo mi mamá hasta que cumplí 21 (este año) y se dio cuenta de que conservaba recuerdos muy vívidos de nuestra vida en Morelia: las cuotas que pedían los Zetas, el bloqueo de avenidas transitadas para la quema de autos, las narco-mantas, las balaceras, el atentado granadero del 15 de septiembre en 2008… 

    Normalicé tanto la violencia que rodeó mi crianza que incluso en la actualidad me cuesta trabajo entender las caras que ponen mis compañeros, amigos o conocidos cuando les cuento algunas de estas experiencias. Les quiero explicar que es bellísimo el Centro histórico de Morelia, que no hay monumento en la capital que compita con la belleza de la Fuente de las Tarascas, que la comida de allá es deliciosa; pero no lo entienden.

    No me quejo porque yo tampoco los entiendo cuando me dicen que han pasado toda su vida en la misma colonia, cuando me dicen que toda su familia lleva generaciones acá o que sus tacos favoritos son los de pastor. Cuando yo llegué a la Ciudad de México (que en ese entonces aún era el Distrito Federal) me encontré con un ambiente cosmopolita que me abrió los ojos de una forma brutal, pero a los nueve años y con unos padres indispuestos a orientarme, no lo entendí.

    He tenido oportunidades de regresar a Morelia y de mudarme a otros estados, pero no las he tomado porque la Ciudad de México me atrapa. He coincidido con personas de Chihuahua, de Tijuana, de Guadalajara que ahora residen en la CDMX y todos tenemos en común que odiamos la comida, la contaminación, los “malos modales” de los capitalinos, la prisa con la que se vive la ciudad, pero seguimos aquí, no nos queremos ir.

    Me comporto con la ciudad como me comporto cuando me gusta un chico: lo miro feo, lo critico con mis amigos y hago todo lo posible por no dejarle saber que me gusta (porque eso le da poder). Aunque es evidente que estoy a sus pies, que me encanta y que estoy dispuesto a ignorar todos sus defectos con tal de estar con él. Y creo que así nos pasa a la mayoría de residentes de la ciudad que no nacimos acá.

    La Ciudad de México me enseñó lo que mis padres no pudieron. Me abrió horizontes de diversidad que fuera de ella nunca hubiera descubierto: religiosos, sexuales, de clase social, étnicos, etcétera. Estoy seguro de que si me hubiera quedado en Morelia sería un niño golf pretendiendo ser heterosexual y estudiaría negocios, contaduría o administración. Esa versión de mí odiaría la persona que ahora soy, pero la persona que ahora soy también odia esa versión hipotética. Estoy muy agradecido de no haberme convertido en ella.

    Ahora que resido acá desde hace 12 años, la gente de Morelia reniega de mí. “Ya llevas mucho tiempo allá” me dicen, como si estuviera faltando a un principio intrínseco de mi tierra natal; en cambio, mis compañeros de universidad me dicen que ya no cuento como foráneo, que ya soy chilango. Les digo que no, que cómo creen, pero en el fondo yo también lo sé.

    Le saco provecho a todo lo que está en la Ciudad de México y que no encuentro en ningún otro estado: la centralización cultural, académica y comercial. Estudio en la UNAM, voy a conciertos, ferias del libro, exposiciones de arte cuando puedo, y me gusta tomar avenidas grandes como Tlalpan, Dr. Vértiz y Periférico para ver a la gente. Y me gusta, aunque nunca lo admitiré en voz alta (esto no cuenta porque es por escrito).

    La Ciudad de México (como cualquier capital) tiene más hijos adoptivos que legítimos, hijos que reniegan de ella como si no fuera la mejor oportunidad que se les ha presentado en su camino. Pero una vez que entras, ya no puedes salir. Se fusiona la magia chilanga con tu espíritu de forma imperceptible, y cuando regresas de visita a tu tierra natal el ritmo de vida, el silencio y la monotonía aburren. La Ciudad de México te atraviesa el cuerpo en cuanto la pisas, tanto que asusta. Es un monstruo y te puede comer.

  • 0246_Más allá – París, CDMX – Tristana Pérez

    CDMX / No. 246


    París, CDMX

    Como cada semana desde que habito un cuarto parisino que me sofoca con el olor a café metido hasta en las grietas de las paredes, respondo a la videollamada de mi mamá con una cobija azul sobre las rodillas, una que me prestó mi exnovio hace muchos, muchos meses, única fuente de calor disponible sobre mi cama.

    —¿Me das permiso de hacer algo con tu cuarto acá? —me mira con los labios dispuestos en una línea. Sabe que la idea no me gusta, pero la echa al aire igual.

    —No.

    —Lulú, no manches —todo con ese acento francés, tantito áspero, tantito cantado, de quien lleva 20 años viviendo en la Ciudad de México—. C’est comme une chambre morte, là.

    Que es como un cuarto muerto, dice.

    Je ne manche pas, man’. Es mi casa todavía.

    Salvo la integridad de mi habitación mexicana en unos minutos. Le cuelgo después de un je t’aime, después de haber pensado en la puerta marrón y blanca de esa habitación cerrada. Condenada. Tal vez, sí, un poco muerta, aunque yo la dejé como la recuerdo: con el sol de la mañana filtrándose a través de la fina cortina blanca hasta estirarse sobre el suelo de madera cubierto con rayones infantiles, con libros empolvados pero organizados a mi manera en cada estante, con una puerta entreabierta para que los gatos pasen a pedirme atención.

    Por su ventana, ventana que parece el final de un túnel, solía mirarlo todo. Con mis manitas de niña de siete años dibujé lo que veía por ahí. Fue un ejercicio que repetí conforme fui creciendo, conforme mi hogar cambiaba de color, y conforme mi habilidad mejoraba. Mi edificio está en una esquina, esta esquina, la esquina. Enfrente hay una perfumería a la que nunca entré, y al lado, el camellón con las palmeras de inertes hojas marrones moteadas de verde. Mi visión de la ciudad se limitaba a esos dibujos, a esa esquina que a pesar de estar siempre tachada por los cables de electricidad y contaminada por el polvo del vidrio tenía el don indiscutible de apaciguarme.

    Nací en Saint-Denis, ciudad pegada al norte de París que no goza de buena fama. El Tepito francés, vaya. Nacer allá no representa otra cosa más que las caminatas cotidianas de dos kilómetros que hacía con mi papá, desde nuestro departamento hasta la Basílica de Saint-Denis: majestuosa, de pulmones habitados por una luz dulce y aire empedrado. Desde que nos regresamos a la Ciudad de México, a mis tres años, así la recordé, porque así era. Es lo único a lo que mi memoria había podido asirse. A falta de Basílica de Saint-Denis, a falta de Francia y a falta de padres viviendo juntos, mi papá venía por mí a casa de mi mamá y caminábamos hasta la suya. Empecé a ir a la escuela y a usar el metro a las 6:30 todos los días durante 45 minutos. Desde mis 120 centímetros de altura descubrí un cuerpo de no sé cuántos kilómetros cuadrados a cuyo caos me acostumbré. Acostumbrarse no es siquiera la buena palabra: tiré del velo translúcido de polvo y fantasía de mi ventana, jalando y rasgando la tela sin jamás dejar de sentir en los dedos la emoción de palpar lo inabarcable.

    Muchos franceses me preguntan por qué me gusta mi ciudad. En la realidad no le doy tintes metafísicos a estos interrogatorios, aunque los tiene. En el momento, me inquieta que mis compatriotas europeos vean el panorama completo; no nada más que lo vean, que lo comprendan; no nada más que lo comprendan, que sepan todo lo que yo sé. Como guía turística lanzo los datos curiosos y describo mis lugares favoritos. Exagero las maravillas como si mi discurso los fuera a convencer un día de ir a la Ciudad de México. Después de las preguntas sobre los narcos, y de regañarlos por decir la tequila y no le tequila o un tacos con s, siempre vuelve el porqué formal. El que no tiene mucho que ver con la arquitectura colonial del centro ni las calles de Coyoacán. Haciendo caso omiso de que tengo las dos nacionalidades, por papá chilango y mamá del país de la baguette, es cierto que cuando uno habla conmigo debe notar que mi corazón le pertenece a la plaza del Zócalo y a los parques; a la plaza Popocatépetl con su fuente de azul triste y blanco sucio; a los puestos de tacos bañados de grasa en cada esquina y a los camiones de basura que me despiertan los domingos en la mañana; a los tianguis a los que va mi mamá cada que puede, al metro que no funciona más veces de las que sí. (Los parisinos no tienen ni idea de lo afortunados que son con su metro). (También se quejan cuando la calefacción tarda demasiado en activarse en invierno). (Están desamparados cuando hay cortes de agua por un día). (Tampoco hay puestos de tacos. Lo que llaman taco es un burrito o un kebab. Me indigna). (Venden papas picantes que no pican).

    Yo tampoco sabía por qué.

    Me pregunto si mi mamá sabe el porqué, su porqué. Dejó sus campos franceses por la Ciudad de México hace casi 20 años; decisión azarosa, si me preguntan, producto de motivaciones borrosas que nunca me supo explicar con claridad. Yo digo que no querían a más sociólogos en Francia, y tuvo que buscar en otra parte. ¿Por qué la Ciudad de México? Pfff… j’sais pas (equivalente de “quién sabe”). Aterrizó sabiendo saludar, pero con ganas de chambear. Conoció a mi papá poco después, y al poco tiempo se fueron a Saint-Denis. Nací. De vuelta a México. Se separaron, y tal vez por no separarme a mí de mi papá, ella decidió quedarse. Cumplí los 17 y me vine a París a estudiar; mi mamá se quedó allá. Convoco su imagen en mi mente y me aparece en su balconcito con sillas Acapulco y flores, con sus idas y vueltas a Xochimilco, al tianguis, al mercado; pero también con sus chilaquiles rojos que no le gustan muy picantes porque lo francés no se quita tan fácil. Vaya, hasta aprendió a rodar las erres. Las palabras rojojarra y pareja todavía le cuestan. Conocí a mi mamá como me conocí a mí porque ambas, en la palidez y en el hablar frañol, nos vimos como seres múltiples, enraizados a la vez en la expresión genética y en el hogar que nos hicimos.

    *

    Cuando mi papá se enoja o algo le está afectando, sale a caminar. Cuando me pasaba lo mismo, mi papá me llevaba a caminar. Muchas veces nos sentamos en distintos bancos del parque México a comer una paleta de grosella mientras yo lloraba, para luego emprender otra caminata al siguiente parque, a la siguiente esquina, a la otra colonia. No sé qué buscábamos, ni siquiera al día de hoy, en los nombres de las calles desfilando bajo nuestra mirada. Terminé de cartografiar la ciudad como si esas mismas calles fueran las trincheras que iba cavando con mis dolores. Las aterradoras avenidas arterias cargando el flujo de mi propia sangre. Todos los pasos fueron pensamientos que regué sobre el asfalto, levantando polvo y disolviéndose en el aire contaminado.

    La Ciudad de México, que la mayor parte de mi vida llamé D.F., se me cosió a la piel y a la lengua y a los ojos, pero con un desfase. Los puntos nos unen por las fronteras nada más. No crecí en Francia, pero casi como si esa mitad extranjera hubiera venido determinada en mis genes con toda la terquedad y orgullo jacobinos, la socialización tan empeñada en la mexicanidad fue incapaz de compensar esta cosa incompleta que soy. Mitad y mitad. Inconclusa en ambos lados. Aquí y allá. Mi herencia parte el cuerpo en dos. La güerita, francesita, muy blanca para ser mexicana; nariz algo jorobada, cabello muy oscuro y cejas muy pobladas para ser francesa. Mi lengua tampoco sigue todas las expresiones, chistes y decires de mis dos procedencias: como una foránea que apenas habla el idioma. Distancia que olvido entre risas, saliendo del aeropuerto, al tragar una bocanada de aire olor a alcantarilla combinado con gas de tubo de escape. 

    Ir y regresar: el universal dilema verbal entre las tierras originarias. La familia es lo que colma el espacio vacío, porque es lo que determinó que la Ciudad de México siempre será un regreso. Se escribió en las ramas de mi genealogía que yo tendría que seguir el rastro de ese cariño en todos los cielos y montañas en los que descansara mi cuerpo. Me sorprende, cuando me voy lejos, encontrar sin realmente lograrlo el abrazo de Abu en un atardecer rosáceo tocando la cima de la Torre Eiffel. O pensarme en los brazos de mamá envuelta en mis 11 metros cuadrados. Querer presentir la fuente de la plaza Popocatépetl a la vuelta de la esquina de un edificio Haussmaniano, y a lo mejor esperar la silueta de mi papá dibujando sus monstruos junto a una taza de café del bistró. Camino y platico con las palabras chocando dentro de mi garganta como si él estuviera a mi lado al embarcarme en las avenidas. Las visiones que pueblan el extranjero se convierten en anhelo de volver.

    El otro día abrí los ojos con la ansiosa alarma que me avisaba que ya era hora de mi último examen. Me quedé unos minutos recostada. Mi mirada se había dirigido a los retazos azules de cielo, el mismo tono que teñía las mañanas infantiles que pasé en casa de mis abuelos. El abuelo me ponía a cocinar con él con la radio prendida de fondo. Lo único que entendía eran los anuncios de la Comercial Mexicana; en esa época todavía no sabía mucho español, y mis risas tenían el vestigio del francés un poco más fresco. La ciudad se volvió mi casa cuando vi a mi Abu cantar, y al abuelo hacer chiles rellenos. La ciudad se volvió mi casa cuando en su idioma nacieron las palabras del afecto. El cariño de verdad no existe más que en español, y esto no es ninguna figura literaria.

    Este apego a la ciudad es tan azaroso como lo que movió a mi mamá a mudarse allá. Podría haber tenido otra vida, podría haber nacido en otro lado, podríamos habernos quedado en Francia. Las cosas tal y como fueron hicieron que la Ciudad de México sea una evidencia, y ya no una mera fatal conspiración escrita en mi existencia. Tal vez con una puntada de dolor en el pecho, mi papá me alcanzó a preguntar, cuando entendió que su ciudad natal iba a ser mi preferida: ¿de verdad París no te convenció? No es que no me convenza, papá, es que irse es desentierro. Vivir en otro lado no me es imposible, pero es crecer con el tallo truncado y dejar junto a las raíces semillas de las que a lo mejor ni veré los frutos.

    Irse es desentierro.

  • 0246_Más allá – Dios nunca muere – Luis Antonio Viniegra Mendoza

    CDMX / No. 246


    Dios nunca muere

    …y las luces del Hospital de La Raza se apagan de una vez
    Lástima; parecía un bonito acorazado para ir uno allí a parir algo
     
    Gerardo Deniz, Erdera

    En el entronque de Cuauhtémoc con la calle 22, Jomi vio la nostálgica farmacia. Ahí despacha doña Nube, y el cambio lo da en billetes planchados. Al lado de la farmacia, abres un zaguán blanco. Entras. Pasas por el departamento de doña Bety, Lalo y Pepe. No está el papá porque está trabajando en el gabacho, y a Beatriz le manda el billete verde. Subiendo las escaleras, en el primer departamento vivirá tu nieta. Pero lo anterior es irrelevante, por ahora. Todavía no son los años 2000. 

    Es el año del caldo, vete tú a saber. La década de 1980. Todavía Miguel de la Madrid era (como dicen los pendejos) titular del ejecutivo. Y no mames, Jomi venía de Acalapa, un pueblo bien metido en la sierra de Puebla. No supo trabajar su parcela, y en la ciudad le tocó ser obrero. Soñaba que en el campanario de la iglesia (mandada a construir por los ricos) estaba la cura de la homofobia; en ese pinche pueblo donde los campesinos apedreaban a los jotos de pela pintada.

    Todos somos acarreados cuando estamos en una nómina, pensaba Jomi con las manos en el volante de una troca, propiedad del pendejo arisco del Leonel. Jomi acabó de chófer de esa troca porque un día en la fábrica le cayó una caldera de jarabe de la Log Cabin.

    No mames, y el cabrón todavía se regresó a pie a su cuarto de vecindad en la calle 7. Entre gallos y gallinas, sus tres hijos se quedaron de qué pedo al ver sus dos piernas descarapeladas por el maple gringo. Descarapeladas como el piso de las casas de Acalapa. El niño Rodolfo se puso a llorar, Toñito no dijo nada y la niña Angelita se acordó de los dos abortos de su mamá, enterrados quién sabe dónde.

    Ni un peso de indemnización le soltaron en la fábrica. Entonces, te tuviste que meter a trabajar vendiendo abarrotes con el colmilludo de tu hermano el Leonel y con el Pascual, cabrón de corazón más noble. Todos oriundos del mismo Acalapa. Te tocaba despachar en el tianguis de la colonia Panamericana. La Pana. Y les iba bien. La bonanza del abarrote duró hasta que llegó el Walmart de la avenida Cuitláhuac. Los abogados del gobierno apalabraron con Sam Walton, y le dieron cuello a tu gallina de los huevos de oro. Nosotros contábamos pesos, pero a ellos se les hacía necrosis en los dedos de contar dolariza.

    Pero mientras duró, el Leonel se forró con el dinero de la venta. Se puso un diente de oro, y compró dos trocas al contado para transportar la mercancía. Costales de arroz y frijol bayo, aceite 1-2-3, paquetes de galletas María y azúcar a granel. El explotador de tu carnal hasta mandó a rotularlas con su nombre: Abarrotes Leonel Viniegra. Se le subió el ego, se casó con la licenciada Zanahoria y se hicieron coyotes carroñeros en la delegación Azcapotzalco. 

    Esa noche, lo culero sucedió en un parpadeo. Fue un día pesado en la venta. Demasiado ajetreo de atender a la clientela. Fumabas cigarro en los descansos y contabas, exhausto, billetes de 200 pesos que guardabas en tu overol. Ibas de acá para allá metiendo los costales a la troca. Ya era de noche y estabas estacionadofrente a una farmacia. Pensabas en que odiabas a María de los Ángeles, tu esposa.

    De copiloto, el Pascual te decía: ojalá cuando Toñito estudie Medicina me pueda curar el mal de sueños. Tengo pesadillas con un perro negro que me come el pene. Primero, el Hospital de La Raza se quema. Las incubadoras se incendian. Las enfermeras le hacen un trasplante de corazón a un toro. Los doctorcitos pierden sus plazas en el gobierno y se quedan pobres. Luego viene otra vez el perro, me come no sólo el pene, también los huevos. Se convierte en charro y nos asalta en el puesto. A ti te pega en la nuca, y yo le regreso el putazo con una tranca y te salvo la vida. 

    Pienso, pinche Honorio pendejo, que me hubiera gustado nacer mujer y ser bonita. ¿A ti no? Convertirme en azalea y usar falda. Menstruar y ser inteligente. Tener vulva y que me brote sábila. No ser un mecánico miserable adicto a las revistas de más pelos por menos pesos.

    Jomi con María de los Ángeles. Fotografía tomada en 1981 en el Hotel Continental Hilton. Archivo familiar del autor.

    El pinche Pascual hablaba en pastizales. Te desgajaba en la oreja su materia onírica. Sus pesadillas te daban igual. Pinche Pascual volado y maricón. Mejor te acuerdas de esa torta de lengua de res que te chingaste antes de estar estacionado acá. Tus papilas lujuriosas salivaban. Navegación sextante de las balatas a punto de turrón. Eran las tortas gigantes de la calle 7 para los traileros de la calzada Vallejo. Traileros guadalupanos como gallos de pelea cobrando su salario a cuentagotas. El local de las tortas brillaba en la noche como un punto cardinal. Chescos de vidrio en la mesa y loseta turquesa. Afuera, dos torteros vestidos de blanco despachaban en un puesto. Metían un putazo de lengua a freír. Más o menos fritas las sacaban, y embarraban de crema la telera; de ley el oro verde, jitomate, y las partían de un cuchillazo. El resultado sabía a carnitas. Ya al gusto, el chile en escabeche. El único inconveniente sería el empache posterior. 

    Alguna vez un cabrón llegó afuera de las tortas y dijo éstas son tapavenas. Luego se convirtió en mujer y un taxista la persiguió hasta el fondo de la calle 7. Le cortó el paso y le abrió la puerta del taxi, pero logró librarla. La noche era tan fúnebre como el cofre de un tráiler siendo operado al aire libre. Los mecánicos eran hombres de aceite celosos de sus motores.

    La panza de Jomi era una conjetura, y el Pascual se obnubilaba en sus pesadillas. Pobre pendejo, pensabas; sin embargo, era tu compadre. Ya cállate, Pascual, vámonos a jetiarnos porque somos obreros. Sí, Jomi, tienes que paternar a tus tres hijos. Ponte música en la troca. Y pusiste esa norteña en la casetera. Si siempre he sido el rey, el rey de mil coronas. Entonces, estabas maniobrando la palanca de velocidades y te estabas echando de reversa cuando pasó el apocalipsis.

    Un pinche borrachito, Jomi.

    Un borrachito no se quiso quitar de atrás de la troca. Estaba gritando pendejada y media. Empinándose una botella de ginebra Oso negro. Completando el estribillo de tu pinche ranchera con sus labios yeseros: y aquel galán que le quiera entrar tiene que pasar sobre mi persona. Y ya cuando estabas echando de reversa la troca, el borrachito se te aventó y la llanta lo atropelló. No sólo lo atropelló. Eres un gallo de feria bien peleado, Jomi: degollaste a un teporochito. ¡Y con la pinche troca del Leonel! La tira nos va a ahogar a macanazos, y no van a querer mordida. Dile a María de losÁngeles que esconda la fusca cuando los judiciales vayan a investigar.

    Jomi se puso bien blanco. Casi se le baja el azúcar, y eso que bebía Coca-Cola como agua. Luego luego le dieron ganas de chillar. Yo, Honorio Viniegra, he matado. Pero luego se emputó y se amparó. Pascual, ¿pues para qué se metió? Yo vengo de salida y él de entrada. ¿Ya nos vio alguien? No mames, la mancha hemática. No me voy a lavar las manos. Tendré honor.

    Las últimas palabras de ese pendejo fueron tengo el alma enamorada nomás de pensar corazón, de soñarme noche a noche dueño de tu amor.

    Jomi se bajó de la troca y dejó al Pascual perdido en sus conjeturas. Puta madre: esto no es como los licuados de plátano de mi mamá. Así, espesitos y burbujeantes. Ver la escena lo empeoraba. Así que manos a la obra. Jomi agarró la cabeza defenestrada del borrachito y dejó en el piso su cuerpo. Empezó a mancharse de sangre su overol de mezclilla. Vámonos a los velorios García. Total, están aquí como a cinco cuadras. Y el chorro de sangre manaba cada vez con más ira, como si le hubiera desatado la menstruación a un país. A esas alturas de la noche, la oscuridad era un pinche rottweiler ladrando bravo, y La Raza era tierra de nadie.

    Jomi mentaba madres de sí mismo y chillaba como los machos. Soy el rey de los pendejos. Perdóname, perdóname. Soy Jesucristo: acéptame como tu salvador. Y mientras Jomi acarreaba la cabeza del borrachito por la pinche noche solitaria (cada vez más en chinga, con la presión encima de que no cerraran los García), a la cabeza le brotaban orquídeas en los ojos. En la boca le crecían helechos. Una planta de motita le crecía en la oreja izquierda, y en la derecha le fermentaba gerbera. Debajo del cuello palmas de magueyes le crecían y se iban enraizando en la banqueta.

    Las luces de los García iluminaban la noche. Jomi llegó sudando por la puerta de las carrozas. Se metió como pudo. Atrabancado y muy tristito. Subió las escaleras, y la cabeza del borrachito ya se le estaba gangrenando. En el primer piso de los García a Jomi le explotaban en la cara los trompetazos de los mariachis. También yo estoy en la región perdida, oh, cielo santo, y sin poder volar. El velorio ya tenía rato de haber empezado y ya estaban todos acomodados. Vinieron los familiares muertos y vivos de Acalapa. El tatarabuelo Nabor Viniegra vino con su calzón de manta y su cayado. El bisabuelo Porfirio sólo hablaba en náhuatl. Vino el papá de Jomi, Jesús Viniegra, y ya no tenía demencia. Vino bien encabronando el Leonel porque su troca iba a ser inspeccionada por la tira. Vino el tío Germán con su olor a leña. Eugenio se perdió en el camino porque tenía Alzheimer. Chabela andaba de chismosa y repartía rompope. Natividad hablaba de la casa de adobe donde nació en lo más espeso de la sierra.

    De los vivos vine yo, la nieta bebé. Mi mamá me estaba amamantando con salmos sobre el 2002.

    Vino doña Bety y dijo que se tenía que ir porque ya había conseguido trabajo en una funeraria hasta Observatorio. Vino Pepe y estaba aprendiendo a leer. No sabe que, a su carnal Lalo, muchos años después lo plomearán desde una moto por malo. Vino el niño Rodolfo y tenía un girasol en la cabeza. Vino Toñito y jugaba a ser políglota. Vino Angelita y decía: papá, te perdono porque cuando crezcan, misdos hermanos no irán a tu velorio. María de los Ángeles estaba enojada porque no iba a haber dinero un rato en el cuarto de vecindad. Vino la madrina Chole y daba consejos sobre cómo pedir fiada la leche de la Liconsa. Vino la prima Imelda y desde entonces quería ser bióloga. Vinieron los hijos del Pascual (los patitos) y cada uno traía un dulce de leche. Vino el Noé y ofreció su troca roja. 

    Todos consolaban a Jomi. Decían que el borrachito ya se fue, y que no era su culpa haberlo matado. Pero era su deber ponerlo en su caja.

    Padrino, mejor vamos a dar la limosna. José López Portillo pasó la canasta entre todos. Y entre trompetazos la gente de Acalapa daba fajos de papeliza: puros billetes azules de 500. El Noé, por plomero rayado, dio una milpa. Llegaron los microbuseros, los torteros y los barrenderos de La Raza y ellos dieron morralla.

    Cuando le pasaron la canasta, María de los Ángeles escupió en la limosna, maldijo a todos los varones y dijo: ni un peso más a la Iglesia católica.

    Luego llegó un pelado que dio mil dólares, se estaba caciqueando a todos y hablaba en jurisprudencias. Era Carlos Salinas de Gortari que llegó trajeado. Juntando las manos sigilosamente le dijo a Jomi: soy adicto a la adrenalina y soy el banquero del diablo. En mis manos está encallado el diezmo del mundo.

    Entonces, el terror se derramó en los ojos de Jomi. Todos los asistentes se pusieron una máscara de Salinas de Gortari manchada de sangre. Murmuraron: somos la guerra florida, Jomi, y tú eres una piedra de sacrificio. Di tus últimas palabras.

    Jomi se acercó al féretro y se vio a sí mismo. Su rostro yerto y amarillo. Su bigote entumecido y sus lentes setenteros de pasta negra. Abrió el vidrio de la caja y puso la cabeza del borrachito junto a él. La almohadilla del féretro ya se estaba llenando de pus. Viendo a los dos difuntos dijo:

    Jehová es mi pastor; y todo me faltará.
    En lugares de delicados pastos no me hará descansar.
    Junto a aguas de reposo no me pastoreará.
    No confortará mi alma.

  • 0246_Más allá – Metafísica del estacionamiento – Joaquín Martínez

    CDMX / No. 246


    Metafísica del estacionamiento

    Agradezco a Carolina López Moller y a lxs
    integrantes del Taller de escritura permanente
    del Árbol que nace torcido, por su apoyo y guía.

    Desdeñado y olvidado por la reflexión seria y sesuda, el potencial comprensivo del estacionamiento ha pasado desapercibido para los encargados de dilucidar el estado actual de las cosas. Sin tener que comprender los intrincados mecanismos del mercado financiero o las tácticas que los grandes consorcios aplican para precarizar cada vez más el trabajo, el estacionamiento nos ofrece una visión privilegiada de la manera en que funciona el mundo. Nos deja ver, de una sola vez, la totalidad de la marcha civilizatoria junto con la culminación de los procesos metafísicos y económicos que han llevado a la actual decadencia de nuestras sociedades.

    Presento aquí algunas estampas, esbozos apenas, para ir aquilatando las implicaciones que tiene esta inmovilidad frenética en el espíritu de nuestra época.

    Para empezar a entender lo que representa el estacionamiento hay que juzgar en su justa dimensión lo que significa la movilidad en el modelo económico actual. El capitalismo es un sistema que básicamente busca mover cosas. Mercancías, materias primas, fuerza de trabajo, noticias, productos culturales, datos, dinero, etcétera, etcétera. El sistema depende de que todas esas cosas se mantengan en movimiento, de que el circuito de circulación no se cierre nunca. Si se detienen, todo terminaría por sucumbir a la terrible esterilidad de lo quieto.

    La importancia del movimiento es tal que incluso la vida se cifra en sus términos. Tenemos para ejemplo el concepto de movilidad social, que reduce los dramas más profundos de la existencia personal al ascenso o descenso en la escala de clases. Si el sociólogo observa poco movimiento, diagnostica entonces el mal estado de la sociedad en cuestión, y sugiere estrategias para echar a andar la maquinaria.

    Todo nos empuja a transitar, a movernos. La quietud es patológica. Los individuos mejor apreciados en este nuestro tiempo son esas personas “movidas” e “inquietas”, cuya ambición las lleva a buscar nuevos horizontes. “Supérate. Sigue hacia adelante”, se nos dice. Siempre allá, en otro lugar que no es aquí. Y una vez que llegamos allá, resultará que tampoco ahí es. La prohibición fundamental es, pues, detenerse. Somos vehículos cuyo bienestar depende de su margen de movimiento. 

    Lo que no se dice es que a la velocidad frenética le corresponde siempre la inacción y el estatismo. Allí se revela una de las leyes de la vida misma. Todo, cualquier cosa que existe, viene siempre acompañada de lo que es a un tiempo su reverso y su condena. La vida carga con la certeza de la muerte, la felicidad con el dolor, la luz implica la sombra; la movilidad supone, necesariamente, al estacionamiento.

    Llorar de tráfico

    El mejor ejemplo de los efectos no deseados del desplazamiento y la aceleración se halla en el embotellamiento. Grandes vías, proezas imponentes del concreto y el asfalto, pensadas para acortar tiempos de traslado, convertidas a diario en inmensos estacionamientos. ¿Qué hacen allí todas esas personas dentro de sus coches?, ¿qué esperan? Esperan a moverse, claro. ¿No es tristísimo ese espectáculo paradójico?

    Entre claxonazos y programas radiofónicos que no logran captar su atención, el embotellamiento puede inclinar a los automovilistas hacia los más profundos vacíos de la existencia. Extensiones interminables de metales chirriantes, espejismos sobre las carrocerías hirvientes, nubes de gases tóxicos que envenenan el aire. Paisajes distópicos: segundos pisos, deprimidos y viaductos. La vida se nos va en medio del espectro de grises del cemento.

    Estoy convencido de que entre los lugares más inhóspitos del planeta se encuentran los túneles de las vías primarias de la ciudad. Espacio arrebatado a las entrañas de la tierra donde pareciera que está prohibida la vida. No hay luz, no hay aire y apenas una banqueta diminuta donde sólo es posible caminar en fila india. Todo allí invita a irse. Concebidos para sortear los obstáculos del terreno, son por definición espacios no aptos para la permanencia, pensados para una estadía utilitaria y efímera.

    Supongo que los ingenieros nunca imaginaron que alguien estaría allí más de unos cuantos segundos. Supongo que se sintieron orgullosos de sí mismos en su lucha contra el espacio, supongo que pensaron que habían ganado la batalla. No contaban con el embotellamiento, que a menudo convierte los túneles en enormes e irrespirables salas de espera.

    ¿Qué sucede ahí? ¿Qué le pasa al ser cuando se descubre atrapado en una paradoja? Parálisis en el tránsito, quietud en medio de la lucha por el movimiento. Allí, la realidad se revela capaz de lo múltiple y excluyente. Por alguna razón que se me escapa, el mundo no se ha desintegrado ante tales contradicciones, y el código de la naturaleza no arroja “error” frente a un fenómeno que es, a un tiempo, la nomia y su antinomia. 

    Soy una cubeta de cemento

    Podría parecer un deshecho: el vestigio de un tianguis o algo que se cayó del camión de la basura. Pero no es nada de eso, lo declara su posición estratégica. El huacal se encuentra justo en el punto medio entre un auto y otro. Es una herramienta de trabajo, un signo y una amenaza silenciosa. El huacal reserva el lugar para un hipotético conductor que siempre llega, paga la cuota correspondiente y accede al derecho de abandonar el desenfreno del ir y venir de los coches.

    El espacio es un recurso extraño que por su misma vastedad se vuelve escaso; su demanda es un fenómeno hiperlocalizado, se necesita siempre aquí. De nada sirve que allá lejos uno pueda dejar el coche a sus anchas, si el espacio libre no está aquí entonces no tiene importancia. Y es que el problema es el mismo trecho que separa los parajes con grandes cantidades de espacio disponible de aquellas calles donde es imposible encontrar un resquicio para acomodar el auto. 

    El tamaño de nuestra ciudad nos condena a un sedentarismo a medias. Habitamos nuestros domicilios, pero el tiempo que pasamos en el traslado bien podría valer para darnos la residencia en calles o vagones también. Cientos de pueblos evanescentes se forman a diario en el tránsito. Con ellos, surge toda una economía de la movilidad con sus leyes particulares de oferta y demanda.

    Lavacoches, vienevienes, vendedores, artistas de semáforo, limpiavidrios, vagoneros e improvisados oficiales de tránsito, todos ellos atienden la demanda de una población flotante pero omnipresente que requiere ser administrada. Esa nación errante tiene su propia historia y sus propios conflictos.

    Hace un tiempo, para ahorrarme unos cuantos pesos, me propuse eludir siempre las zonas donde operan los vienevienes del centro de Coyoacán y sus alrededores. Una investigación independiente fue necesaria para identificar las calles donde todavía no ejercían su dominio. Para lograr mi cometido tuve que renunciar al principio básico del automovilista: caminar lo menos posible. Descubrí que, si asumía una caminata de poco más de 500 metros, podía hallar casi siempre un lugar desocupado en calles poco concurridas.

    Cierto día, después de estacionarme en una de las zonas liberadas, bajé del auto y justo cuando me disponía a iniciar el recorrido hacia el centro vi a un hombre que se acercaba. Estaba lejos, como a unos 200 metros, pero avanzaba hacia mí mientras chiflaba y le daba vueltas a la franela en su mano. “Ahí quedó, jefe”, gritó desde la lejanía. Regresé rápidamente a mi coche, me metí y arranqué el motor. El hombre se seguía acercando. Después de varias maniobras pude sacar por fin el auto del pequeño espacio en el que había logrado introducirlo. Cuando el hombre vio que mi huida se debía a su presencia soltó una carcajada y dijo: “chingas a tu madre, puto”, y siguió riendo mientras yo me alejaba hacia horizontes más despejados.

    El encuentro, si bien para algunos podría parecer cotidiano y despreciable, me dejó tenso por varias horas. Tal vez debido a una constitución espiritual que tiende hacia la extrema sensibilidad y que hace de los exabruptos y rispideces del trato cotidiano un calvario, las palabras del franelero se quedaron sonando en mi oído hasta que llegué a casa. Mi trabajo por buscar y compendiar los lugares donde podía estacionarme gratis se había desmoronado. El mapa que pensaba seguro había cambiado. Tendría que empezar todo otra vez.

    Otras veces no hay escapatoria. En la colonia Roma no existe la opción de dejar el coche a unas cuantas cuadras y caminar hacia las zonas más concurridas, allí uno sólo puede elegir entre pagar el parquímetro o el vieneviene. En una ocasión, mientras batallábamos por estacionarnos en la Roma, a una amiga se le ocurrió bajarse del auto para buscar un lugar. Su estrategia era la siguiente: utilizando la agilidad que otorga ser peatón, se escurriría entre los coches apiñados sobre la calle hasta encontrar un lugar libre en las vías aledañas. Cuando diera con un espacio disponible me llamaría por teléfono para indicarme su ubicación exacta.

    Así lo hicimos, ella bajó y la vi perderse entre láminas y luces rojas. A los pocos minutos me envió su ubicación. Cuando por fin pude avanzar, conduje hasta el punto que me mostraba el mapa. Mi amiga estaba ahí, en medio de dos autos separados por una milagrosa distancia donde cabía el mío. Ella gritaba, “¡soy una cubeta de cemento!”, intentando disfrazar su humanidad de uno de los talismanes de la economía del tránsito que tiene el poder de invisibilizar los cajones disponibles.

    Su disfraz resultó. Aunque las cubetas de cemento no suelen anunciar su identidad a gritos pues les basta ser lo que son, nadie se había dado cuenta del engaño. Pude estacionarme mientras los otros automovilistas me veían sorprendidos, preguntándose por qué no se habían percatado de ese lugar. 

    La casa de los espejos

    ¿Por qué ponen música clásica en los estacionamientos? me pregunto mientras busco mi coche. En algún lugar escuché que la música tiene efectos sobre el nivel de agresividad de las personas, las plazas comerciales la utilizan para evitar que se generen conflictos en sus instalaciones. Pero ¿a poco será que en los estacionamientos a la gente le suceda algo que desate una posible violencia? 

    Ya pagué el boleto. Tengo la mala costumbre de nunca fijarme en las coordenadas que me ayudarían a encontrar mi auto. Se me olvida que en el estacionamiento uno no puede moverse como lo hace en el resto de los espacios del mundo. Asumo que mi sentido de orientación me guiará, pero cuando bajo las escaleras eléctricas que llevan a los parajes donde están las hileras de coches interminables, no logro ubicarme.

    No hay referencias, no hay asideros para la mirada ni para orientarme. Mi ansiedad aumenta, si no logro hallarlo en 15 minutos tendré que volver a pagar.

    El tiempo se acelera. Me deslumbran los reflejos en el piso pulido por el trajín de los autos. El estacionamiento se repite a sí mismo hasta donde alcanza mi mirada. Suena el primer movimiento de la quinta de Beethoven. El tan tan tan taaan me anuncia lo perentorio de la situación. Me siento desfallecer. Los metales no dejan de repetirse y anticipar la zozobra. Corro por todas partes, intento recordar y desandar el camino que me llevó del coche a la plaza. Aprieto el botón de la llave como esperando la luz de un faro destellar.

    Nada funciona, estoy vencido.

    El oboe toca una melodía melancólica que me acompaña en el momento de mayor abatimiento. Me siento cerca de la caseta de pago y observo a las personas platicando felizmente mientras hacen fila para pagar. Pronto también estarán sujetos al lapso despótico que establece la maldita máquina de cobro. Pero veo a varios encaminarse resueltamente hacia sus coches, los veo abrir la puerta y meterse, ríen ellos y yo los envidio. Llega la resignación. 

    Pero entonces, un pensamiento. Apenas una posibilidad: ¿será que lo dejé en otro piso? Vuelven las cuerdas y con ello una energía que me permite bajar corriendo las escaleras. Tal vez, puede ser, y sí. Salgo al sótano 3 y lo veo a lo lejos, queda menos de un minuto, calculo. Corro, entro, arranco y excedo el límite de velocidad para llegar a la salida. Introduzco el boleto en la máquina:

    “Boleto sin validar”.

    Grito y pataleo. Una fila de autos ya se forma atrás de mí. Les pido que me dejen salir de la fila. Beethoven arrecia. Me echo de reversa y cuando me separo lo suficiente de la pluma, piso el acelerador a fondo. Metales y cuerdas se intercalan. Me estrello y la pluma cede, lo logré.

    Apogeo de la quinta.

    Metafísica del estacionamiento

    El estacionamiento es un saldo, una consecuencia no buscada, una ocurrencia al vuelo para solucionar problemas inadvertidos por aquellos para quienes la circulación frenética es sinónimo de desarrollo. Es el debajo de la alfombra, el momento nada glamuroso cuando el auto no corre a 100 kilómetros por hora a través de carreteras idílicas y, por el contrario, reposa inutilizado. El precio que pagamos por el permiso de ocupar un espacio parece ser más una multa por la osadía de no permanecer en movimiento.

    Tal vez la característica más impresionante del estacionamiento es su capacidad para volver redituables los recursos más abundantes del universo. Me parece, aunque no estoy muy versado en economía, que cuando crece la demanda de un bien

    o de un servicio, y su oferta no puede igualar ese crecimiento, los precios suben; y viceversa. Por tanto, si existe un bien cuya oferta es infinita su precio debería tender a cero. Pero no. El estacionamiento encontró la manera de generar una ganancia por la utilización del tiempo y el espacio.

    Mientras filósofos de todas las eras se han devanado la cabeza preguntándose cómo comprobar que el mundo está de hecho allí o si en realidad existe, la mente malvada que ideó el estacionamiento se aprovechó de las desventajas concretas de la materia y creó un dispositivo que las pusiera a su favor. Por más posmoderno que yo sea, por más que piense que la realidad está fragmentada y que son los relatos los que la presentan como una unidad, por más que repita que los hechos no existen y que vivimos entre fantasmagorías discursivas. Por más que diga todo esto, mi coche existe y ocupa un lugar en el tiempo y el espacio mientras hago las compras en el supermercado. Con su aritmética perversa (espacio × tiempo = dinero) el estacionamiento me restriega en la cara que la materia y el mundo existen independientemente de la mente y el lenguaje.

    En principio el estacionamiento es un medio para alcanzar un fin. Pero en el estado de cosas actual se convierte en un fin en sí mismo. Hay que esforzarse o pagar por encontrar un lugar para dejar el coche, ya después, y como objetivo secundario, uno llegará al trabajo, a la casa de los amigos o al centro comercial para seguir consumiendo.

    ¿No explica esto la condición contemporánea? La voluntad se plantea conseguir ciertos objetivos: comprar una casa, casarse, un coche nuevo, ser alguien en la vida, ser feliz o cosas por el estilo. Se nos incita a persistir a pesar de todo para llegar a la meta. El truco está en que, siendo así las cosas, nos mantendremos indefinidamente en el camino para alcanzar nuestros deseos. En el trayecto trabajaremos duro, consumiremos falsas promesas en forma de libros de autoayuda, créditos hipotecarios, tarjetas bancarias, cursos y manuales sobre cómo hacerse rico. Con la mirada siempre en la meta, se pierde de vista la senda llena de amenazas y entes que nos parasitan. Cuotas interminables que hallan su versión más condensada en el boleto de estacionamiento, el tributo que habremos de pagar por intentar llegar.

    Camino bajo el rayo del sol, el asfalto me abrasa con el calor que ha ido acumulando durante el día. Ni una sombra de árbol. Cargo las bolsas con ambas manos. Pienso en el aire acondicionado, me apuro. Llego al coche, guardo las bolsas en la cajuela y entonces renuncio, ya no puedo. Nunca más, decido. Nunca más sometido al ciclo tormentoso: salida, traslado, llegada.

    Escribo esto desde el estacionamiento del Chedraui, eso es todo lo que voy a decir. Ustedes que siguen en el vaivén. No me busquen.