El sol ha comenzado a ocultarse; los colores del cielo se difuminan en un atardecer que ilumina el horizonte. María Fernanda entrelaza sus dedos llenos de tierra y le cuenta sobre la primera vez que la sostuvo entre sus brazos. Tan diminuta que podría haberla escondido en su cuerpo para siempre. Las luces iluminan su semblante y es como si Amaia regresara a tener cinco años. En la feria, frente al carrusel, los focos de colores iluminan su sonrisa. Los pájaros cantan a lo lejos; no quisiera estar en ningún lugar del mundo más que en ese, al lado de su niña, viendo al sol ocultarse.
Lucía, una compañera de búsqueda, le pasa una botella de agua para que limpie la suciedad de la cara de su bebé. Entre las raíces, Amaia había esperado a que su madre la encontrara. María Fernanda quiere sostenerla por siempre, pero le dicen que es tiempo de irse. Regresa a la realidad, a las ambulancias, a los peritos y a los rostros desgarrados de otras madres buscadoras que la acompañan. Meten lo que queda de Amaia dentro de una bolsa oscura, comprende que nunca volverá a ver a su hija.
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