Category: No. 0213

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Luis Vital

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Luis Vital

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1995


    Historia de una bala

    Existir bajo la orden del coronel Erwin König ha sido una dicha y placer que agradezco sobremanera. Previo a mi actividad en guerra escuché que había sido director de la escuela de francotiradores de la ss. Por ello, y con justa razón, su puntería era escalofriante. Estar en sus manos ha sido el acto de azar más gentil que pudo haber sucedido en la Segunda Guerra.

    El viaje hasta Rusia ha sido extenuante y frío, muy frío. Además, todavía falta poco para llegar al centro de la ciudad, donde nos espera un ejército pintado en rojo, preparado con cañones, jaurías de tanques V1, presto a acribillarnos con docenas de armas ligeras posicionadas en lugares que, con suerte, sólo Erwin König lograría detectar, y destruir. No obstante, no podíamos detenernos en nimiedades. Nuestra misión no consistía en matar tantos como fuese posible antes de partir a aquel lugar donde el hierro y la plata se funden. Nuestro objetivo era más complicado y peligroso: debíamos destruir un escuadrón de francotiradores que respaldaba a todo un cuerpo del ejército soviético. Cerca de cuarenta y cinco mil soldados nos esperaban con justificada rabia. Pero su aparente furia no se demostró cuando lanzaron los primeros disparos, que no fueron más que patéticos.

    Lo primero que debía preocuparnos era cruzar media ciudad sin ser descubiertos. Con ello, lo único que nos inquietaba era que el coronel perdiera el control de sí, que vacilara. De ser así, algunos de nosotros perderíamos la vida sin haber tomado algún suspiro enemigo en pro de nuestro sacrificio. Siento al coronel sujetando el arma con telescópica y, dentro de mí, corre una certeza enérgica que me invita a morir sin temor.

    Con paso rápido, tomando cobertura de un tanque noruego, pasamos primero un bosque colmado de nieve. Luego nos enlodamos en las entradas de la ciudad. Hasta ahí nos habíamos tomado el tiempo para entrar con sigilo y sosiego, a fin de asegurar la misión. Cuando el lodo se secó, nos dio a todos una sensación de asco y frescura. Al llegar al primer punto de batalla vi algo indecible, un reflejo de la mirada de Dios a través de Satán. Balas chocando contra los muros, granadas explotando sin ritmo, brazos por aquí, piernas por allá, unos soldados ardiendo por un lanzallamas, otros congelados. Vi que un soldado ruso tomó a uno de sus compañeros como escudo y no lo soltó hasta que quedó hecho trizas, después lanzó una risa loca y nos disparó sin reparo la munición que le quedaba. Dos minutos después estaría tendido junto a aquel que utilizó como escudo.

    Siempre estuve acostumbrado a romper el sonido, quizá por ello la parte más complicada fue la sordera que me causaban las explosiones. El coronel hasta ahora la había pasado sin inconvenientes. Dio una orden que provocó un agobiado lanzamiento en el que diez de los nuestros embistieron con certeza, sencillamente porque Erwin König así quiso. Mis compañeros lograron completar lo ordenado y consiguieron soltar apaciblemente vaho rojizo.

    Somos balas. La manera en la que fuimos preparados podría dar una pequeña pista de lo poderosos que éramos. Los que nos moldearon para la guerra nos decían (esencialmente a nosotros, pues éramos una fuerza especial en formación) que nuestro Sinn und Existenz lo encontraríamos escondidos en latido enemigo. Enterrados en sus entrañas apreciaríamos y sabríamos que nuestra existencia no fue insustancial.

    Avanzamos con mucho esfuerzo un par de millas al centro de la ciudad. Ahí nos instalamos en un viejo reloj, donde teníamos vista a un jardín lleno de soldados rusos moliendo a los nuestros sin compasión. Nosotros, desde arriba, pagaríamos las deudas. Debo confesar que me sentía preparado; aterrado, sin embargo. Mi admiración por el coronel crecía al tiempo que disparaba su arma, y yo, ansioso por ser utilizado, casi me desmayo por guardar el aliento junto a él.

    Después de una hora de combate la situación cambió. Comenzó a nevar, el ambiente se tornó más tenso y el ruido apagado que provoca la nieve se volvió insoportable. En algún momento un copo de nieve cayó sobre el hombro derecho del coronel Erwin König, quien enseguida se estremeció. En ese instante tuve miedo, supe que él se sentía mal, ya fuera porque no podía observar bien o porque el aire ruso tenía un efecto paralizador. Entendí que estaríamos en peligro si no avanzábamos al oeste, flanqueando. Parecería que el coronel me robó el pensamiento porque cogió su arma y, diciendo un vamos terriblemente denso, áspero y bajo, nos obligó a salir a campo abierto, aun sabiendo que ahí no seríamos tan eficaces como viéndolo todo desde arriba.

    Cuando bajamos me di cuenta de que era el último y por ende el siguiente, y ahí permanecería presto a la indicación de su dedo. En medio de una emoción terrible, ajeno a mi deseo de muerte, un zumbido hermano llegó ligero y ágil al hombro del coronel, quien cayó herido. Desde entonces, los instantes se tornaron tiempo inefable.

    Yo estaba ahí, triado, con la esperanza de pronto ser utilizado. Arrastrándose, el coronel logró llegar a la choza en ruinas. Sólo uno faltó, me dijo, vendrá por mí.

    De pronto, un hombre alto, quien supongo era Vassili, el último francotirador soviético que debía morir para finalizar nuestra misión, apareció sin armas. Tomó la telescópica del coronel y la apuntó tranquilamente a su corazón.

    El coronel estaba recargado en la pared trasera de la choza, que ya era poca gracias a las repetidas explosiones que soportó antes de que llegáramos. El coronel no podía incorporarse. Ahí estaban los dos mirándose con odio, un odio que sólo se fermenta entre grandes competidores. A los pocos segundos Vassili recargó el arma con un movimiento rápido, dispuesto a dar fin al juego de francotiradores.

    Yo desesperé tanto que mi impotencia se tradujo en un renegado grito de incomprensión de mí mismo. Ambicioné detenerlo, pero en manos equivocadas me era sencillamente imposible. Esperé con mi plata alma, apesadumbrada y cansada, y me lamenté por la suerte de aquel que admiraba.

    Vassili me mantuvo un momento dentro del cargador. Me disparó contra Erwin König. Éste se quejó levemente, y cuando respiré en su corazón, al traerle la muerte, ambos suspiramos por última vez.


    Luis Vital. Egresado de la licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha colaborado en El Diario NTR.

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Diana Isis del Hoyo Cortés

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Diana Isis del Hoyo Cortés

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1996


    El sereno

    Perderte, escuchar el silencio. No, un graznar. Alas negras alzando el vuelo. Convulsiones, frío helando, calor ardiendo. Brujas, brujas, la vieja las espantaba. Fuego y atardecer. Blasfemar y escupir en las tumbas. Dejarte, sí, porque hiela de noche y se apagan las estrellas. Luna llena, tobillos que duelen, almas cansadas, en pena. Como la pena de abandonarte, escupirte, de no necesitarte más. ¿Escuchas? Se perdieron, se los comió la bruja y se los tragó la tierra. Secándose y pudriéndose. ¿Recuerdas? ¿Al fuego fatuo bajando por la montaña y al sereno cruel, calando hondo en los huesos? No preguntaron más por ti, ni te necesitaron, como yo al menos. Volver la mirada, ver el sol nacer. Igual que aquel parto. Gritos. Nunca cerraste la boca, los cuervos tampoco. El dolor que no cesa. Heridas que no cicatrizan. No pactamos con la bruja. De todos modos no volverías. Me odié sin piedad. Maldije la tierra. Los hombres de paja vociferaron desprecio. ¿Aún piensas en eso? Clamaba el despertar de las sombras. La montaña nos llamó. Las brujas murmuraron. Una alerta imperceptible de peligro. No hubo cuervos ese día. Sangre. Impotencia. Cansancio. Tomar tu cuello. Forcejeo y despedidas. Juro que me odié sin piedad. ¿Recuerdas? Nos decían que no fuéramos. Pero tú corrías, tan vivo como el sol. Te seguí sin remordimiento. No seguir a las brujas. No entrar en su trampa. Estar alerta de los hombres de paja. Que te miran y te apresan. No había cuervos ese día. No crujían las ramas de los setos. Nos salimos del camino. Grité que volvieras. Y volviste. No eras el mismo. Ojos sin luz. Quijada rota. Me asusté. Ahora sí alzaron los cuervos el vuelo. Perecía el sereno. Entonces los hombres de paja me hablaron, esos que ahuyentan a las aves y no las dejan volver. Y lo supe: debí pactar con la bruja, pero me resistí. Te deseé como antes, por eso no tuve de otra. Y no sé si el diablo me lo perdonó. Porque aquí abajo sólo calan los huesos y ya nadie huye del sereno.


    Diana Isis del Hoyo Cortés. Estudia la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Participante de diferentes talleres de creación literaria, como el coordinado por Javier Báez. Es miembro del consejo editorial de la revista Barca de palabras.

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Nathalie Fabela Enríquez

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Nathalie Fabela Enríquez

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1996


    Melodía

    En peores circunstancias se había encontrado, aquella desgastada casa era su mejor aposento en mucho tiempo. Sólo tenía una habitación debajo del angosto y débil ático. El techo era frágil, en cualquier momento la madera interrumpiría su rechinido y caería sobre él. Las paredes retenían el agua que hubiera sido útil en el caprichoso drenaje, y con ello se creaban manchas amarillas y se inundaban los agujeros de los muros. Aun así, él conservaba la fuerza suficiente para llegar del trabajo, sentarse frente a la máquina de escribir y redactar su novela. Tras la pérdida de los dos últimos avances durante la mudanza, dedicó las primeras noches en su nuevo hogar a transcribir apuntes y a agregar frases irónicas.

    Pero la velada en que retomó el curso de la narración empezó su tormento. Esa noche, lanzó el sombrero y el abrigo a la silla que conformaba su sala, y se dispuso a escribir. “La señorita Muñoz desvió la mirada, tratando de evitar un posible mal de ojo…” De repente, un ruido distinto a la presión sobre las teclas interrumpió la quietud. Intentó seguir concentrado en el borrador, pero al volver a teclear, el golpeteo regresó. Pensó que el sonido provenía de la entrada. Abrió la puerta, no había nadie. Extrañado, dejó la novela para el día siguiente. Estaba agotado. Su cerebro debía producir ese ruido como protesta.

    La siguiente noche se obligó a resistir un poco más tomando café. Sin embargo, el extraño sonido llegó más rápido de lo que demoró en preparar la bebida. Ni siquiera había desenfundado la máquina de escribir cuando los golpes daban su ensordecedor concierto. Buscó por la habitación, esperando encontrar una rata o alguna gotera que pudiera ser la causa del estrépito. No descubrió nada. Entre su ropa no había más que polvo. Las cajas de zapatos estaban ocupadas por las cintas de tinta que usaría para escribir su novela. Tras el espejo sólo había un orificio donde guardaba el dinero con el que pensaba pagar la encuadernación del libro. La cama, el buró y el resto de la habitación conservaban el rutinario desorden.

    Como si el sonido entendiera su búsqueda, aumentó el volumen de los golpes. La tranquilidad del cuarto le hizo suponer que el origen de los ruidos estaba en el ático. Tomó la escalera y, sin importarle las telarañas, subió hasta el último escalón y empujó el acceso al techo. Entró al ático, inclinándose lo suficiente para no golpearse la cabeza. Jarrones rotos, vajillas oxidadas, fotografías en blanco y negro, vestidos empolvados, libros viejos y un fuerte olor a humedad atestaban el espacio. Detrás de una ventana casi tan grande como la pared, estaba una criatura pequeña de ojos oscuros, cubierta por suaves ondas negras. Frente a ella, el vidrio tenía varias raspaduras, su pico parecía unido al vidrio mediante un resorte. Los golpes eran obstinados.

    Él intentó alejarla con un puñetazo al cristal, lo que le produjo una sensación de hormigueo en la mano. La criatura se detuvo y lo miró a los ojos con una anormal humanidad, era el brillo de alguien que ha reconocido a su semejante. Intrigada, contempló al hombre que se frotaba una mano, como la que ella tuvo tiempo antes. Los ojos de él reflejaban cansancio, exasperación, su cabello y piel eran cobrizos, miraba a la criatura con expectativa. Ella sólo pudo volver a golpear la ventana.

    Rendido, él optó por ignorarla e irse a dormir. La novela quedó en una frase al aire, demasiado vaga para el inicio de un capítulo. “No había mayor contraste en una mujer. Sus rizos eran oscuros, mientras que su piel relucía de blancura…” Bajó las escaleras y cayó en su cama, aún le quedaban cuatro horas para dormir. Se quitó la camisa y el cinturón, se cubrió con la única cobija que tenía y cerró los ojos. El sonido volvió y lo obligó a sufrir un insomnio que parecía interminable.

    Llegó el día en que su escritorio se convirtió en cama. No podía evitarlo, los ruidos eran cada vez más potentes y le producían un cansancio inocultable. El café era su único remedio. Los dientes se le pintaron de amarillo. La tubería insistía en darle sólo el agua necesaria para lavarse el cabello. Los pendientes se acumularon debido a su mala memoria y la obstinada jaqueca. La vida se le derrumbaba poco a poco. Debía encontrar la manera de detener semejante calvario.

    Esa noche se dirigió al ático. La criatura estaba fuera de sí. Cuando se acercó al vidrio comenzó a picotear el marco de la ventana, como si deseara entrar. Al mismo tiempo, parecía ulular pausadamente como si quisiera comunicarse con él, confortarlo. Sus pupilas invadieron con curiosidad el oscuro terreno de su iris al ver que la persona ante ella sostenía un arma larga. La sorpresa desplazó la intriga de la pequeña concertista y la hizo intentar armonizar los golpes. Tal vez eso tranquilizaría a su oyente.

    ¿En realidad ésa era la solución? ¡Por qué sacrificarse, abandonar su vida, su novela, darle gusto a la horrenda criatura! ¡Era ella la verdadera culpable, la que había consumido la última gota de su paciencia! Cuando disparó hacia la ventana, el hombre se golpeó con el arma en el estómago. Un dolor agudo lo lanzó al suelo. Consiguió hincarse y ver a través del vidrio. La ruidosa criatura yacía sobre el alféizar.

    La victoria no le provocó ninguna alegría. En cuanto recuperó fuerza, bajó a la habitación. Consiguió dormir con el sonido del viento como arrullo.

    Al día siguiente terminó todos los pendientes posibles. Recordó que su novela no había avanzado desde que empezó esa pesadilla de los golpes en la ventana. Estaba dispuesto a continuar, el mayor obstáculo ya había sido eliminado. Llegó a su casa al final de la tarde, preparó café y fue gozoso al rústico escritorio donde lo esperaba su máquina de escribir.

    “Su niñez había sido marcada por el ataque de un animal que, con un diabólico picoteo, había desordenado sus negros caireles…”, escribió con euforia. Las faltas de ortografía o el espaciado eran lo de menos, ya se encargaría el editor. Al terminar el capítulo decidió tomar un descanso para releer el texto y anotar los errores de redacción. Un sorbo a su bebida fue interrumpido por un súbito golpeteo. Derramó el café al caer de la silla. Sus ojos miraron temerosos el techo. Intentó convencerse de que la rutina lo engañaba, pero el estrépito comenzó a repetirse con una insistencia aterradora.

    La criatura había enloquecido, golpeaba la ventana por todas partes, soltaba chillidos similares a una risa siniestra. El agujero que atravesaba el vidrio no significaba impedimento, se conformó con usar el resto del cristal para cumplir con su acostumbrada tarea. El hombre corrió a su cama, tapó sus oídos y se escondió bajo la cobija. Mordía la almohada tratando de concentrarse en el sabor a suciedad, pero unas plumas sueltas terminaron por atragantarlo y ocasionarle tos.

    Desechó la idea de continuar con la novela, se conformaba pensando en los pormenores, anotaba garabatos en una libreta de taquigrafía sobre nuevas opciones para la historia. “El maleficio debía atormentarla, recordarle un sufrimiento verdadero…” Se volvió paranoico: todo le recordaba el indeseable sonido irritante y grosero. Parecía imposible deshacerse de la criatura. Si una bala había sido inútil, él estaba perdido.

    Una noche de agobiante insomnio, el estrépito le consumió la última gota de cordura. Subió, lleno de coraje, al ático. La criatura golpeaba el vidrio. Con voz seca y suplicante, el hombre reclamó todo lo que la fragosa tortura le había arrebatado. Lamentó que su libro, la única oportunidad que tenía de salir de ese cuartucho, hubiera muerto. Su vida misma era un infierno. Era imposible retener las lágrimas, su humillación ante la criatura fue la menor de sus preocupaciones. Ella sintió pena por él e intentó consolarlo con todo el cariño que el ruido, proveniente de sí misma, le permitió.

    La velada siguiente, el hombre entró silbando a la prisión de su hogar. Lanzó con teatralidad su abrigo y el sombrero. Comenzó a tararear una extraña canción, imitando la melodía de su tormento. Se preparó un café con los últimos gramos que quedaban en el sobre, lo bebió a pesar del nulo sabor. Siguió tarareando mientras contemplaba la estancia. De repente, vio el calendario y advirtió que sólo había pasado un mes desde su encuentro con la ruidosa criatura. ¡Un mes que parecía haber durado un siglo! Soltó un suspiro de asombro, inesperadamente alto. ¿Qué era eso que se escuchaba? ¿Silencio?

    Aguzó el oído, no se oía nada. Permaneció atento por cinco minutos. ¡No había ruido! Una risa histérica brotó de su ser, interrumpiendo la sorprendente quietud. Guardó silencio. Era un tesoro tan valioso como para atacarlo con su inesperada alegría. Por un momento sintió la necesidad de hacer algo, ¿sufrir, morder la almohada, gritar? Buscó la respuesta alrededor. Sus ojos se detuvieron frente a la máquina de escribir. Tomó su cuaderno, desenfundó la máquina y comenzó a teclear con placidez. “La señorita Muñoz contemplaba su nueva, su inesperada forma corporal…” Las hojas se iban acumulando, el tiempo perdido se recuperaba segundo a segundo, letra a letra. Desarrolló hasta el último apunte, pero sentía que aún había más historia por contar, él podía seguir escribiendo.

    Hizo una pausa. Se levantó y se recargó en la puerta. Era una velada magnífica, la luna resplandecía con plenitud, el aire era fresco, la posibilidad de escribir su novela lo animaba. Por primera vez en mucho tiempo, pensó que al fin podría publicarla, vivir con dignidad. Sin embargo, el ánimo y la esperanza recuperados se esfumaron cuando, la noche siguiente, la criatura anunció su regreso con el acostumbrado sonido. Dirigió la mirada hacia la entrada del ático. Ahí estaba ella, con un gesto extraño, de confusión.

    El hombre siguió escribiendo apuntes para resistir la tortura. La luna llena de octubre lo puso de buen ánimo, tarareó melodías con el ritmo que antes le parecía ensordecedor. Buscó su máquina de escribir, que había abandonado, mas no conseguía encontrarla. Tras lanzar la ropa, el colchón y la emplumada almohada, decidió buscar en el ático. Entró desesperado. Escrutó los rincones guiado por la luz nocturna. Movió las cajas que estaban debajo del alféizar, donde finalmente la encontró. Un bucle negro reposaba encima de ella. Lo tomó, extrañado.

    Cuando alzó la vista dio un salto al advertir a la criatura sentada del lado externo del cristal. Su piel era como el mármol. Las esferas de sus ojos estaban teñidas por la noche. Oscuros y largos rizos le cubrían el cuerpo, desde el pecho hasta la punta de los pies. Respiraba como un niño asustado, miraba como un bebé que conoce el mundo por vez primera. Un sonido ululante brotaba de su garganta. Su nariz parecía martilleada. No obstante, el arrobo absorbió el corazón del hombre.

    Con un suave ritmo, la joven golpeó el ventanal, sin lograr reprimir una sonrisa. Su mano seguía sobre el cristal, justo donde había golpeado la oscura criatura. Él imitó su gesto y, como si fuera a tocar una galaxia, extendió su cobrizo dedo para repetir el sonido. La miró. Su boca reveló un color que contrastaba con el cabello que cubría su rostro: una luna creciente. Durante toda la noche tocaron un concierto de rítmicos golpes en el cristal, como la lluvia que reclama ser admirada.

    El día siguiente fue más que un siglo para él. El recuerdo de la criatura ocupó su mente cada eterno segundo. Comenzó redactando un artículo para el periódico y terminó realizando bocetos de ella, la dulce criatura nocturna. Los pegó con tachuelas, llenó cada espacio de la pizarra para admirarlos el resto de la tarde. Al terminar la jornada se dirigió con rapidez a su cuarto. Subió sin cuidado la escalera, se acercó a la ventana. Su emoción fue reemplazada por la sorpresa. Del otro lado se encontraba ella, tenía los ojos tristes, parecía avergonzada. Él se acercó, confundido y apenado.

    Se miraron a los ojos; los de él rodeados de piel, los de ella rodeados de plumas. Con un brillo similar a una lágrima, acercó el pico al vidrio y golpeó con suavidad, formulando una pregunta indescifrable para el oído humano. Él respondió con leves, rítmicos golpes, sin entender lo que decía con ellos, convencido de su decisión: fuese ave, fuese mujer, se uniría a ella en el sonido de una melodía eterna.


    Nathalie Fabela Enríquez. Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha publicado ensayos y cuentos en la revista Barca de palabras, y forma parte del consejo editorial de la misma. Ha colaborado en los suplementos culturales La Soldadera y Crítica.

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Lizeth Alcantar

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Lizeth Alcantar

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1997


    Giraluna de Van Sau

    La iglesia de fachada tétrica y grandes ventanales es por mucho el orgullo del cabalístico pueblo. En un inicio no comprendí por qué me habían asignado a este caso; sin embargo, a medida que me acerco al templo y noto el pavor inusual con el que mis compañeros de la estación realizan sus tareas, comúnmente mecánicas, termino por entenderlo. La luz cálida del amanecer que inunda despacio la tierra parece desaparecer cuando penetro en el recinto. Dos pasillos angostos me dan la bienvenida, el oficial que me guía indica en silencio cuál es el camino correcto, mientras se queda rezagado. Avanzo alrededor de seis metros en completa oscuridad y sé que llego al final porque una luz roja se filtra por la rendija de lo que sospecho es una puerta. Al otro lado no se escucha ningún ruido. Me hace suponer que adentro sólo estaré yo y la escena de algún asesinato.

    Empujo la puerta con el entusiasmo que me provoca la curiosidad y momentáneamente quedo ciego por una cresta de aquella luz roja. No advertí que la iglesia también cuenta con ventanales en la parte trasera; pero ahí están, frente a mí, a espaldas del altar donde el párroco da los sermones. Los ventanales abarcan prácticamente toda la pared y, a medida que sale el sol, la luz se vuelve más intensa, tanto que siento que he descendido al infierno. Me obligo a concentrarme y avanzo hasta que mis ojos logran adaptarse. Lo que ahora veo no deja de estar cerca de la entelequia.

    A primera vista la mujer no parece real, pocos advierten que es voluptuosa carne y deleznables huesos, y sólo admiran una obra de arte de miembros plásticos, que parece inspirada en la caída de Lucifer. Incrustados en el techo de la iglesia cientos de cables plateados caen en cascada. Es fascinante la manera como los cables envuelven sus delgados brazos desde el omóplato hasta la muñeca para que no toque tierra. Siete de ellos se enrollan en su cintura como hiedra, como alicantes que se deslizan por sus caderas en dirección al pubis. Las piernas cruzadas cubren con pudor su sexo. Hay algo herético en sus nalgas de estatua calipigia. A los senos no los toca ningún cable, pero a las piernas y pantorrillas casi no les queda espacio sin ellos.

    A muchos debe perturbarles que esté desnuda, pero no es lo mismo la desnudez en el arte que la desnudez en un cadáver, y así como no se puede vestir al mármol, tampoco a su lozana piel plastificada. ¿Qué tan viva continúa la carne bajo esa resina? A pesar de mis bríos por examinar la totalidad del cuerpo, mis ojos insisten en regresar al punto central de la obra: las alas. Todos en esta parroquia, estoy seguro, saben por qué tres pares de alas. Yo me esfuerzo en entender.

    En sus cuatro metros de largo, de punta a punta, cada ala está hecha de plumas y pétalos alargados de apariencia diáfana, como si miles de hadas, libélulas o águilas hubieran sido mutiladas. Las alas parecen nacer de la carne antes viva y nutrirse con la sangre que ya no corre por las venas. No logro comprender cómo es que alguien tuvo el valor de perforarlas con los cables. Cierto: los cables sostienen las alas en posición ligeramente diagonal, como si el ángel caído aún intentara aletear, elevarse. De pronto, mi propio cuerpo me desobedece. Siento que algo falta en mí o, más bien, que yo falto en mi cuerpo. Viajo en retroceso por el aire. En un instante revivo días, semanas, meses, años. Me detengo en un sueño que creí olvidado.

    Sentados en un jardín veo a un niño y una niña, son gemelos. Ríen mientras pasan las hojas de un libro sobre flores, no se detienen demasiado en ninguna y a cada momento se escucha la frase: “Ésta no es la que descubrió papi, ¡cambio!” Pasan de página al menos diez veces hasta que, con gran emoción, se detienen en la fotografía de una flor de aspecto insólito. Es similar a un girasol, pero los pétalos parecen las alas de una libélula, alas cristalinas, con grietas y bifurcaciones, el flósculo es de un azul pálido, igual de cristalino que los pétalos. La niña es la que está más emocionada. Lee con asombrosa rapidez el texto que acompaña a la fotografía. El niño pide con insistencia a la hermana que comparta la información. La niña lee:

    —La giraluna sólo florece durante la luna llena y cuando ésta llega a su fin, las flores se irán atrapadas en la red de araña que la luna trae en la espalda. Hablando de redes, debe usted saber: lo que realmente importa en una giraluna es el flósculo.

    —¡Papi escribe bonito! —declara el niño.

    Ambos ríen y alaban a su padre como el gran descubridor. Son niños felices. El resto del sueño lo vivo al regresar a mi cuerpo. En mis párpados las imágenes se proyectan como en un viejo cine. La niña se obsesiona con aquella flor. Cada día, cada año se vuelve más experta en el mismo campo que su padre hasta que llega el día en que su padre la llama “Mi Giraluna”.

    Abro los ojos. Examino el rostro de la mujer; la sonrisa traviesa conservada para siempre por el duro plástico, los pómulos sobresalientes, los ojos… sustituidos. Había rehuido estudiar el rostro, ahora no me queda opción. Veo los ojos de la mujer plastificada y advierto su palpitar, su tenue iridiscencia. En ese momento, entra uno de los peritos, trae consigo evidencia recién recopilada. Observo que el perito evita mirar el cuerpo de la mujer. No dice nada. Me entrega un par de guantes de látex, una carpeta con lo que supongo es un primer informe y una bolsa que dentro tiene lo que parece una carta.

    —¿Una nota del asesino? —interrogo, esperando que confirme o desmienta mi teoría, pero sólo se marcha en silencio.

    Primero abro la carpeta: hora de la muerte, material con el que fue plastificado el cuerpo, edad de la víctima, etcétera, omito casi todo hasta que encuentro lo que busco. En efecto, a sus ojos los sustituyen un par de giralunas de Van Sau.

    Con atención contemplo nuevamente las flores en los ojos, los pétalos en las alas. Mis puños se aprietan con fuerza, arrugan el contenido de la carpeta. Siento como si mis manos fueran de plástico. Por un momento creo que me he vuelto de plástico al igual que la mujer. Miro mis manos, tengo puestos los guantes de látex. ¿A qué hora me los coloqué? En mis manos sigue la nota. Desecho los otros papeles y abro la bolsa para extraer el contenido. La carta está dirigida a mí. Admito que no me sorprende. Leo el frente del sobre: Detective Alastor Antara. El remitente es la mujer que yace muerta, convertida en obra de arte, frente a mí. Sin perder más tiempo rasgo el sobre y leo los tres párrafos de la carta:

    Todo este tiempo he deseado conocerlo en persona, Alastor. Me agobia que nuestro primer y único encuentro se dé en estas circunstancias, pero no me queda más remedio que aceptar los hechos. Usted, claro está, no me conoce y por ello lo que le pediré sonará descabellado, pero sé que no dudará en aceptar. Primero que nada enfóquese en mis ojos o, mejor dicho, en las giralunas.¿Percibe las dos cuchillas en las puntas de las alas cercanas a mi rostro? Sí, están cubiertas de sangre. Los serafines tenemos tres pares de alas, las superiores nos ayudan a proteger los ojos de la luz divina que emana Dios. Pero para mí, que por caer a la tierra estoy privada de ella, sólo puedo volver a usarlas de manera patibularia.

    ¡Oh, Alastor!, sólo usted puede comprender, de todos los presentes sólo usted no desestimará mis actos llamándolos locura. Imagino que ya sabe que fue un suicidio. ¿O aún no lo ha descubierto? ¿Esperaba acaso una horrible escena de muerte? Le aseguro que no parezco real. Vaya, incluso me veo atractiva, deseable. Le pido disculpas si me he adelantado a sus deducciones, imaginé que lo sabría por su hermana. ¿No tenía ella los mismos ojos?, ¿no hizo lo mismo que yo? Ella también se extrajo los ojos de las cuencas para acallar el tormento.

    Claro que conozco su historia, mi querido, no debe sorprenderse, como si no lo hubiera yo encontrado a usted. ¿Siente ya que está reviviendo una vieja pesadilla? Es momento de volver a dormir, detective. Ya saben lo que hice y lo que ella hizo. Por lo tanto, a usted debo demandar: encuentre esos ojos, Alastor, aquellos que su hermana se arrancó, de los que yo me deshice. En el mundo no hay suficientes giralunas para sustituir los ojos perdidos. Vengue a la hermana que le fue arrebatada, como yo le fui arrebatada a la mía; pero, sobre todo, encuentre al que ordena a los ángeles que se maten.


    Lizeth Alcantar. Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas.

  • 213 – XIV y XV Concurso de Crítica Teatral – 140: una actualización hacia el teatro 2.0  – Luis Javier Maciel Paniagua

    213 – XIV y XV Concurso de Crítica Teatral – 140: una actualización hacia el teatro 2.0 – Luis Javier Maciel Paniagua

    XIV y XV Concurso de Crítica Teatral Criticón / Teatro UNAM / No. 213
    140: una actualización hacia el teatro 2.0

    Reseña ganadora del Concurso XIV


    140
    Dirección: Richard Viqueira
    Foro Sor Juana Inés de la Cruz, Centro Cultural Universitario
    Temporada del 10 de noviembre al 10 de diciembre de 2017

    Un cuestionamiento que ha surgido en diferentes mesas de debate en nuestro país es si el teatro, o las artes escénicas en general, tienen bajos niveles de audiencia debido a la afición de los humanos de nuestro siglo a las tecnologías de la información. Los hábitos de los espectadores se han modificado: cada vez es menos necesario que los habitantes de las grandes ciudades abandonen sus hogares para entretenerse… ¿Qué tenemos que hacer para motivarlos a abandonar la fiesta de las redes sociales? ¿Cómo hacer que vuelvan a interesarse por el teatro?

    140 de Richard Viqueira propone localizar en otra parte el origen de la creación escénica: Twitter. Es por ello que le solicitó a cincuenta de los dramaturgos más reconocidos de México escribir una obra sin sobrepasar los ciento cuarenta caracteres permitidos en esta plataforma. El resultado fue un conjunto de tuits que extrapolaron los fundamentos de la dramaturgia a un lugar donde las opiniones, el entretenimiento y la inmediatez dominan sobre los demás contenidos.

    Este montaje procura lo lúdico sobre lo normativo, la experimentación sobre los fundamentos de la escena: un enorme y particular tablero de ajedrez, el cual funge como analogía de la práctica teatral. Mientras que un tablero común está conformado por sesenta y cuatro casillas —ocho por lado—, el tablero que trae a escena Viqueira es de cien casillas, diez por diez, similar al propuesto por José Raúl Capablanca, uno de los mayores genios de este deporte, para evitar el aburrimiento y la repetición de patrones. Con el aumento de las casillas, así como con la suma de dos piezas nuevas al ajedrez común, el resultado era un deporte nuevo, impredecible, donde no bastaba con estudiar fórmulas, donde la guerra sobre el tablero se alejaba de la teoría para acercarse a la improvisación y a la diversión.

    Aquí la dramaturgia es agrupada por el director en temas compartidos o en posiciones espaciales parecidas y dinámicas, donde los actores, tras haber realizado un entrenamiento corporal demandante, retoman la ficción para escenificar las breves propuestas narrativas, algunas muy exitosamente, aunque otras sin repercusión. Cada autor es introducido al espectador mediante música y canto en vivo; sin embargo, en este aspecto cojea el montaje, pues la cantante está situada metros arriba del público y varias presentaciones son ininteligibles.

    140 de Richard Viqueira es original, atrevida, y persigue el noble fin de acercar la escena a la salvaje fiesta de las redes sociales, pero es indudable que este trabajo, a pesar de ser innovador y muy divertido, requiere un replanteamiento, una actualización… ¿Tal vez doscientos ochenta caracteres?

    Fotos: José Jorge Carreón

     


    Luis Javier Maciel Paniagua (Xalostoc, Estado de México, 1993). Egresado de la licenciatura en Comunicación y Periodismo de la Facultad de Estudios Superiores Aragón de la UNAM. Editor del blog cultural Colectivo Reversa en el periódico El Universal.

  • 213 – XIV y XV Concurso de Crítica Teatral – Los silencios que nos faltan  – Melissa Mariana González Caamal

    213 – XIV y XV Concurso de Crítica Teatral – Los silencios que nos faltan – Melissa Mariana González Caamal

    XIV y XV Concurso de Crítica Teatral Criticón / Teatro UNAM / No. 213
    Los silencios que nos faltan

    Reseña ganadora del Concurso XV


    Ángeles en América
    Dirección: Martín Acosta
    Teatro Juan Ruiz de Alarcón, Centro Cultural Universitario
    Temporada del 13 de mayo al 30 de junio de 2018

    50%Hay un componente que hilvana un contenido indefinible, demasiado laxo y escurridizo para camuflarlo y perpetuarlo. Movidos por su flujo lo cargamos sin poseerlo, es la maqueta que acota lo posible acompañando al vacío, al blanco, a la nada. Aunque nos fallen las dicotomías, este componente —el silencio— posee las bondades de hacer pasar crímenes de odio por asesinatos pasionales, identidades por desviaciones, preferencias sexuales por enfermedades y enfermedades por tabúes. Y, desde ahí, desde sus estruendosos frutos, es capaz de negar lo que afirma.

    La primera parte de Ángeles en América —escrita por Tony Kushner y dirigida por Martín Acosta— nos habla desde los espacios donde decimos los secretos: el baño de una oficina, el parque en el que hacemos largas caminatas porque volver es insoportable, la cama de un hospital cuando nos sentimos a punto de morir o esos otros planos que explora la obra —entre lo onírico y las alucinaciones— como otros resquicios para dejar de callar.

    Es 1985 en Estados Unidos, gobierna el presidente republicano Ronald Reagan y el sida no es considerado un tema de salud pública, sino de moral. Los personajes son complejos y se cristalizan entre un fuerte discurso político, el arraigo de las costumbres y las ideas religiosas, algunas bromas ácidas y el dolor. Roy Cohn, interpretado por Diego Jáuregui, es un abogado de derecha que soluciona su vida con llamadas telefónicas; con ello podría controlar hasta al presidente, pero no su diagnóstico. Se trata de un hombre mormón que le oculta su homosexualidad a su esposa, Harper, interpretada por Diana Sedano, una de las mejores actuaciones junto con la de Fabián Corres, quien interpreta a un personaje diagnosticado con sida que es abandonado por su pareja (Louis, interpretado por Nacho Tahhan). Un personaje que da otras dimensiones a la historia es el de una persona afroamericana, interpretación brillante de Mario Eduardo León, que coteja otras desigualdades presentes dentro de la comunidad.

    La obra se escribió en los años noventa, lo cual implica que hay una visión del mundo desde la cual aproximarse a los años anteriores: las percepciones, la ciencia, la información y los medios tecnológicos para acceder a aquélla son otros. Por eso, a pesar de que sea una obra tan necesaria en el México contemporáneo —en el que la extrema derecha se manifiesta de blanco contra el matrimonio homosexual, en el que dos candidatos a la presidencia firman acuerdos con ella y el ganador hace alianza con un partido ultraconservador, en el que se cometen crímenes de odio aún impunes, y en el que la discriminación por identidad y preferencias sexuales se normaliza en forma de bromas que aparentemente no cobran factura sino ante los “sensibles” y poco conocedores de la “cultura mexicana” en el mundial—, hay algo en Ángeles en América que se difumina en el fondo.

    La imagen borrosa que nos cae del cielo es la silueta desnuda de Tanya Gómez surgiendo de entre los espectadores, un ángel como aparición de la enfermedad. Esta manifestación también está en Laura Almela, que interpreta a la madre de otro personaje, y en Diana Sedano, cuyo papel es el que cuenta con más problemas “propios”.

    Los conflictos de las mujeres, asimismo, son silenciados o puestos en segundo plano. Su fuente es el contexto histórico en el que se basa la obra: pasa por la mirada de Kushner, pero también por la de Martín Acosta y su equipo. Si bien hay situaciones específicas de las que trata la puesta en escena —y que construyen su esencia—, también hay ópticas para abordarla.

    Parecerá inofensivo, pero no sólo hay una invisibilización de las mujeres lesbianas en la historia, una accesorización de los personajes femeninos o una tendencia a incluir más personajes principales masculinos en sus obras; también existen repercusiones materiales en las actrices como trabajadoras y en su presencia dentro de la industria teatral.

    Hay un cambio que ya se ha emprendido y que seguramente será paulatino, pero en una obra que aborda las desigualdades, otras no pueden quedar en el fondo; para reflexionar desde la mirada cotidiana, desde la creación y la industria, porque mientras luchamos contra lo que otros no ven, siempre estará “lo otro”, eso que todavía no somos capaces de mirar. Quedan silencios por romper.

    Foto: José Jorge Carreón


    Melissa Mariana González Caamal (Estado de México, 1995). Estudiante de la licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la UNAM. Ha publicado en medios impresos y digitales. Realizó una estancia académica en el Instituto de Estudios Políticos de París.

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Lizeth Alcantar – COPIA

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Lizeth Alcantar – COPIA

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1997


    Giraluna de Van Sau

    La iglesia de fachada tétrica y grandes ventanales es por mucho el orgullo del cabalístico pueblo. En un inicio no comprendí por qué me habían asignado a este caso; sin embargo, a medida que me acerco al templo y noto el pavor inusual con el que mis compañeros de la estación realizan sus tareas, comúnmente mecánicas, termino por entenderlo. La luz cálida del amanecer que inunda despacio la tierra parece desaparecer cuando penetro en el recinto. Dos pasillos angostos me dan la bienvenida, el oficial que me guía indica en silencio cuál es el camino correcto, mientras se queda rezagado. Avanzo alrededor de seis metros en completa oscuridad y sé que llego al final porque una luz roja se filtra por la rendija de lo que sospecho es una puerta. Al otro lado no se escucha ningún ruido. Me hace suponer que adentro sólo estaré yo y la escena de algún asesinato.

    Empujo la puerta con el entusiasmo que me provoca la curiosidad y momentáneamente quedo ciego por una cresta de aquella luz roja. No advertí que la iglesia también cuenta con ventanales en la parte trasera; pero ahí están, frente a mí, a espaldas del altar donde el párroco da los sermones. Los ventanales abarcan prácticamente toda la pared y, a medida que sale el sol, la luz se vuelve más intensa, tanto que siento que he descendido al infierno. Me obligo a concentrarme y avanzo hasta que mis ojos logran adaptarse. Lo que ahora veo no deja de estar cerca de la entelequia.

    A primera vista la mujer no parece real, pocos advierten que es voluptuosa carne y deleznables huesos, y sólo admiran una obra de arte de miembros plásticos, que parece inspirada en la caída de Lucifer. Incrustados en el techo de la iglesia cientos de cables plateados caen en cascada. Es fascinante la manera como los cables envuelven sus delgados brazos desde el omóplato hasta la muñeca para que no toque tierra. Siete de ellos se enrollan en su cintura como hiedra, como alicantes que se deslizan por sus caderas en dirección al pubis. Las piernas cruzadas cubren con pudor su sexo. Hay algo herético en sus nalgas de estatua calipigia. A los senos no los toca ningún cable, pero a las piernas y pantorrillas casi no les queda espacio sin ellos.

    A muchos debe perturbarles que esté desnuda, pero no es lo mismo la desnudez en el arte que la desnudez en un cadáver, y así como no se puede vestir al mármol, tampoco a su lozana piel plastificada. ¿Qué tan viva continúa la carne bajo esa resina? A pesar de mis bríos por examinar la totalidad del cuerpo, mis ojos insisten en regresar al punto central de la obra: las alas. Todos en esta parroquia, estoy seguro, saben por qué tres pares de alas. Yo me esfuerzo en entender.

    En sus cuatro metros de largo, de punta a punta, cada ala está hecha de plumas y pétalos alargados de apariencia diáfana, como si miles de hadas, libélulas o águilas hubieran sido mutiladas. Las alas parecen nacer de la carne antes viva y nutrirse con la sangre que ya no corre por las venas. No logro comprender cómo es que alguien tuvo el valor de perforarlas con los cables. Cierto: los cables sostienen las alas en posición ligeramente diagonal, como si el ángel caído aún intentara aletear, elevarse. De pronto, mi propio cuerpo me desobedece. Siento que algo falta en mí o, más bien, que yo falto en mi cuerpo. Viajo en retroceso por el aire. En un instante revivo días, semanas, meses, años. Me detengo en un sueño que creí olvidado.

    Sentados en un jardín veo a un niño y una niña, son gemelos. Ríen mientras pasan las hojas de un libro sobre flores, no se detienen demasiado en ninguna y a cada momento se escucha la frase: “Ésta no es la que descubrió papi, ¡cambio!” Pasan de página al menos diez veces hasta que, con gran emoción, se detienen en la fotografía de una flor de aspecto insólito. Es similar a un girasol, pero los pétalos parecen las alas de una libélula, alas cristalinas, con grietas y bifurcaciones, el flósculo es de un azul pálido, igual de cristalino que los pétalos. La niña es la que está más emocionada. Lee con asombrosa rapidez el texto que acompaña a la fotografía. El niño pide con insistencia a la hermana que comparta la información. La niña lee:

    —La giraluna sólo florece durante la luna llena y cuando ésta llega a su fin, las flores se irán atrapadas en la red de araña que la luna trae en la espalda. Hablando de redes, debe usted saber: lo que realmente importa en una giraluna es el flósculo.

    —¡Papi escribe bonito! —declara el niño.

    Ambos ríen y alaban a su padre como el gran descubridor. Son niños felices. El resto del sueño lo vivo al regresar a mi cuerpo. En mis párpados las imágenes se proyectan como en un viejo cine. La niña se obsesiona con aquella flor. Cada día, cada año se vuelve más experta en el mismo campo que su padre hasta que llega el día en que su padre la llama “Mi Giraluna”.

    Abro los ojos. Examino el rostro de la mujer; la sonrisa traviesa conservada para siempre por el duro plástico, los pómulos sobresalientes, los ojos… sustituidos. Había rehuido estudiar el rostro, ahora no me queda opción. Veo los ojos de la mujer plastificada y advierto su palpitar, su tenue iridiscencia. En ese momento, entra uno de los peritos, trae consigo evidencia recién recopilada. Observo que el perito evita mirar el cuerpo de la mujer. No dice nada. Me entrega un par de guantes de látex, una carpeta con lo que supongo es un primer informe y una bolsa que dentro tiene lo que parece una carta.

    —¿Una nota del asesino? —interrogo, esperando que confirme o desmienta mi teoría, pero sólo se marcha en silencio.

    Primero abro la carpeta: hora de la muerte, material con el que fue plastificado el cuerpo, edad de la víctima, etcétera, omito casi todo hasta que encuentro lo que busco. En efecto, a sus ojos los sustituyen un par de giralunas de Van Sau.

    Con atención contemplo nuevamente las flores en los ojos, los pétalos en las alas. Mis puños se aprietan con fuerza, arrugan el contenido de la carpeta. Siento como si mis manos fueran de plástico. Por un momento creo que me he vuelto de plástico al igual que la mujer. Miro mis manos, tengo puestos los guantes de látex. ¿A qué hora me los coloqué? En mis manos sigue la nota. Desecho los otros papeles y abro la bolsa para extraer el contenido. La carta está dirigida a mí. Admito que no me sorprende. Leo el frente del sobre: Detective Alastor Antara. El remitente es la mujer que yace muerta, convertida en obra de arte, frente a mí. Sin perder más tiempo rasgo el sobre y leo los tres párrafos de la carta:

    Todo este tiempo he deseado conocerlo en persona, Alastor. Me agobia que nuestro primer y único encuentro se dé en estas circunstancias, pero no me queda más remedio que aceptar los hechos. Usted, claro está, no me conoce y por ello lo que le pediré sonará descabellado, pero sé que no dudará en aceptar. Primero que nada enfóquese en mis ojos o, mejor dicho, en las giralunas.¿Percibe las dos cuchillas en las puntas de las alas cercanas a mi rostro? Sí, están cubiertas de sangre. Los serafines tenemos tres pares de alas, las superiores nos ayudan a proteger los ojos de la luz divina que emana Dios. Pero para mí, que por caer a la tierra estoy privada de ella, sólo puedo volver a usarlas de manera patibularia.

    ¡Oh, Alastor!, sólo usted puede comprender, de todos los presentes sólo usted no desestimará mis actos llamándolos locura. Imagino que ya sabe que fue un suicidio. ¿O aún no lo ha descubierto? ¿Esperaba acaso una horrible escena de muerte? Le aseguro que no parezco real. Vaya, incluso me veo atractiva, deseable. Le pido disculpas si me he adelantado a sus deducciones, imaginé que lo sabría por su hermana. ¿No tenía ella los mismos ojos?, ¿no hizo lo mismo que yo? Ella también se extrajo los ojos de las cuencas para acallar el tormento.

    Claro que conozco su historia, mi querido, no debe sorprenderse, como si no lo hubiera yo encontrado a usted. ¿Siente ya que está reviviendo una vieja pesadilla? Es momento de volver a dormir, detective. Ya saben lo que hice y lo que ella hizo. Por lo tanto, a usted debo demandar: encuentre esos ojos, Alastor, aquellos que su hermana se arrancó, de los que yo me deshice. En el mundo no hay suficientes giralunas para sustituir los ojos perdidos. Vengue a la hermana que le fue arrebatada, como yo le fui arrebatada a la mía; pero, sobre todo, encuentre al que ordena a los ángeles que se maten.


    Lizeth Alcantar. Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas.

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Josafat Guadalupe Gaytán García

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Josafat Guadalupe Gaytán García

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1996


    Don de cáliz

    La adicción es un vergel triste que se seca y se marchita;
    no hay llanto que riegue su abundancia,
    no hay placer que sacie sus anhelos
    sino las amargas gotas de caricias que arden.
    ¡Traedle una copa y saciad el reclamo!
    No dejéis que muera, no dejéis que sea cercano amigo del polvo
    ni amante nunca de áridos cementerios.
    Aquel llanto incorregible ha tomado
    posesión de cada instante que inventa el desgraciado,
    el doloroso contador de leyendas: tiempo longevo y despreciable.
    Hoy, en madrugada aciaga, de esas que nunca acaban de nacer,
    no hay remedio más pobre y humildemente ruin
    que ocultar el vacío fondo de una copa con el néctar de los sabios,
    la muerte de los pobres, el don de los dioses,
    el miedo de los honrados, la gloria de los miserables,
    la salvación de todas las insaciables condiciones.
    No temáis a la perdición ni temáis al mal tiempo,
    que nunca la naturaleza del hombre ha perdonado a nadie,
    todos somos peregrinos del infortunio,
    todos sedientos andamos burlando a las verdades
    y callando las ofensas que nos hace la absurda realidad.
    ¡Traed, por amor al venerado Júpiter,
    aquel privilegio a esta desahuciada tierra
    en la que tantos somos víctimas!
    No hay más remedio que darle de beber a la sangre
    de aquello que la hace ligera y ardorosa.
    Por compasión, mis semejantes en tinieblas,
    llenad hasta que desborde y se haga un río
    en el impuro suelo que me aguanta los pasos.
    No temáis derramar, el suelo también busca el error
    para limpiar sus impurezas bebiendo por su agrietado cuerpo.
    ¡Alzad, pues, vuestras copas hacia los astros!,
    y acto seguido, bebed del vino que algún dios,
    con ganas de ahogar penas, nos ha regalado.
    Alzadlas todos en noble pacto con los demonios
    que nos habitan y nos colman de este breve encanto.
    ¡Preparad cañones!, ¡apuntad!, ¡fuego!
    Es verdad, mis semejantes, que la única
    y más honrada gloria es la de ese primer trago.
    No cesen de encantarse con tal bendición,
    por favor, no os avergoncéis.
    La piedad, sin reclamo alguno,
    ha traído tan grato obsequio a nosotros
    quienes hemos sido el refugio de las penas más dolorosas;
    unas pocas gotas de olvido se asemejan al milagro que buscamos,
    mis siempre tristes semejantes.
    La embriaguez está reservada para pocos portadores,
    adoradores del alcohólico arrebato.
    Desde antiguos tiempos ya los maestros
    engendraban tan maravillosas ideas
    teniendo amores intensos con el demonio de líquido cuerpo amargo,
    dador del don de la sabiduría.
    Todos volved a ahogar la copa sin remordimiento,
    es de infames despreciar la abundancia ocasional.
    Desterrad a la sed por largas horas,
    dad entrada al briago razonamiento;
    desconoced la inmundicia que les parte el pecho
    y les reclama un interno sufrimiento.
    Hoy, madrugada serena y tan triste,
    imitad a los que riegan sus pechos
    con las placenteras aguas de la fortuna,
    esos que no conocen los secretos que la penuria nos otorga a nosotros,
    por ser fieles seguidores de la aflicción.
    ¡Sin temor a nada embriagad su sangre!,
    que tan luego como la madrugada termine
    hemos de recordar qué tan pobres y miserables somos.
    Hoy, mis amados semejantes,
    recordad y tened bien presentes estos pocos versos modestos
    mientras estén prestos a beber hasta la última gota:
    Hay quien siente vida óptima,
    otros que más óptima la bebida;
    copa llena y nada importa,
    larga noche y corta vida.


    Josafat Guadalupe Gaytán García. Estudiante de la licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas.

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Joselo G. Ramos

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Joselo G. Ramos

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1990


    Cómo aprender a fumar

    Lo ve. Escudriña desde el abrigo negro hasta los zapatos porque a una mujer como ella la ropa no le pasa desapercibida. Enfoca la mirada en las manos del hombre, busca una sortija, pero sólo encuentra un cigarro entre los dedos, concluye que no le molestaría llegar a casa con la ropa y el cabello apestando a tabaco. Recargado en la barra, el hombre parece estar solo, intercambia algunas palabras con el mesero y voltea de vez en cuando a la televisión que encierra a dos boxeadores. Ella ve los dedos que llevan el filtro hacia los labios. Envidia el final del cigarro, el papel naranja: su boca desea ser la boquilla que él lleva a la suya al menos ocho veces en un minuto. Olvida las nimiedades que charlan sus compañeras. Pierde el oído, el olfato y el tacto para sobrecargarse en la visión de él.

    La noche aumenta junto al frío. Más personas entran al bar, buscan calor y exhalan humo para contrariar el clima. Pronto se crea una niebla gris e inversa que parece salir del suelo y empujar el techo. A nadie le incomoda esa niebla sofocante, se unen quienes no estaban fumando, la tarea es que las palabras salgan con forma, color y olor, no sólo como un ruido pausado, fácil de ignorar. Ella es la única molesta, la niebla le impide seguir observando al hombre. Tanto que él se difumina hasta ser casi una silueta. Busca un mejor ángulo, pide a una de sus compañeras cambiar de lugar porque le molesta el humo. En su nueva posición resta uno de los cinco metros que la separan de él. Se decide, tiene que hablarle, no será difícil para una mujer como ella acecharlo, pero no quiere ser confundida con una prostituta, con una sensatez alcoholizada. Sólo le queda esperar a su mejor trampa: el contacto visual.

    De la pupila a la espesura de la niebla y luego a él, a veces silueta, a veces imagen nítida. Solitario, el hombre lleva filtros o el borde de un tarro a donde ella quiere ir. Ella tiene que apresurarse por si termina de hacer lo que sea que esté haciendo. No espera a nadie, o al menos eso cree hasta que la distrae el contoneo de una mujer dentro de un vestido rojo. La mujer toma asiento a su lado. El hombre la voltea a ver como la observadora quisiera que la mirara a ella, la mujer del vestido extiende su mano hacia el pecho del hombre para asirlo del abrigo y aproximarlo, su boca sustituye el tabaco. El instante se vuelve tenso, la observadora siente celos, le arde la mirada hasta que la mano de la otra enciende un cigarro y se distrae, al igual que él, con el televisor. No hay mucho tiempo, ésa fue la primera advertencia de que en cualquier momento puede marcharse. O peor, que otra envalentonada le arrebate lo deseado. En estos casos no cuenta el yo lo vi primero, hay que actuar.

    No lo piensa demasiado, abandona su lugar. Sus compañeras creen que se dirige al baño y no le toman importancia. Ella avanza, combate el ruido de la música y la palabrería con el sonido de sus tacones. Llega y coloca los codos y parte del busto sobre la barra, en voz alta pide una cerveza. Voltea con cautela. El hombre está concentrado en sus uñas, como si tuviera una íntima conversación con la punta de sus dedos. Pero ella sabe que una mujer como ella nunca pasa desapercibida. Tiene que voltear, piensa. Pero no pasa nada, la indiferencia de él parece a propósito. Quizá le moleste el humo, pero éste disminuyó hace unos minutos, los pulmones pidieron tregua. Ella recibe su bebida. Da un sorbo mientras ve de reojo a quien la ignora. No hay respuesta, regresa a su sitio.

    De entre todas las opciones que tiene para acercarse a él, elige la que le haría quedar en ridículo. Ella, que alguna vez juró nunca probar un cigarro, ahora tiene que hacerlo para no irse con las manos vacías. Con excusa de buscar su labial, saca un cigarro del bolso de una de sus compañeras y una vez más se pone de pie, avanza. Conforme da un paso la densidad del humo aumenta. Está a punto de tocarle el hombro, a punto de que él voltee y vea el cigarrillo apagado entre sus labios. Lo demás ocurrirá con naturalidad, una vez que ella comience a toser y él se dé cuenta de que tal vez nunca había fumado y de que su única intención era hablarle. Pero justo entonces la intercepta el chisteo constante de un encendedor que se convierte en llama temblorosa frente a su nariz. Un tipo de sonrisa estúpida le impide el paso, le acerca el encendedor al cigarro. Tal y como lo tenía pensado, ella comienza a toser. El tipo del encendedor no pierde ocasión para tomarla por la espalda y preguntarle si está bien.

    En cuanto se recupera, ella lo ignora. Vuelve a mirar hacia el sitio donde se encuentra el hombre, pero sólo descubre un cigarro a medio consumir en el cenicero. Se alarma. Mira con desesperación a su alrededor, la espesura del ambiente le impide encontrarlo. El tipo del encendedor continúa terco a su lado, interroga: ¿Vienes sola? Un amigo mío hace lo mismo, dice que si llegas solo a un bar sales con una mujer. Justo ahora lo acabo de ver salir junto con una muy guapa, aunque no tanto como tú. Ella cierra los puños. Ofuscada, se sienta en el lugar vacío que dejó el hombre. Se resigna a tomar del cenicero el cigarro que era de él. Da una fallida calada. Luego, preparándose, busca otra oportunidad: ¡Ah, sí! ¿Y cómo se llama ese amigo tuyo? No lo vi, es fácil notar a un solitario.

    El tipo del encendedor sonríe, toma asiento a un lado de ella. Cree que es su día de suerte, que a partir de ese momento dejará de ser el conducto de las mujeres para conocer a su amigo.


    Joselo G. Ramos. Estudiante de la licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha colaborado en Punto en Línea, Crítica, La Soldadera, ACultura y Círculo de Poesía, así como en los blogs Efecto Antabus, Revista Marabunta y El Guardatextos. Fue becario del Festival Interfaz-ISSSTE de Monterrey en 2017 y es miembro del Taller Literario “Los hijos de Alicia”. Es autor del libro de cuentos Más inquietante (Hijos de Alicia, 2017).

  • 0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Sonia Ibarra Valdez

    0213 _Jóvenes escritores zacatecanos – Sonia Ibarra Valdez

    Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
     
     
    Zacatecas, Zacatecas, 1985


    La única cosa importante en la vida son
    las huellas de amor que dejamos atrás cuando
    tenemos que dejar las cosas sin preguntar y decir adiós.

    ALBERT SCHWEITZER

    Rastros de Ella

    Todos sabemos que nadie escapa de Ella. Algunas veces aparece de improviso; otras, da avisos de su llegada. Muchos se preparan para su visita. Otros se resisten, se esconden, cierran puertas, ventanas, cualquier entrada; Ella, audaz, tarde o temprano encuentra al elegido. Entonces, la única opción es viajar a donde indique, sin que importe el rastro de angustia y dolor de quienes siguen esperándola.

    He visto antes ese rastro, pero nunca tan cerca como aquellos días. Me encontraba en la oficina, leyendo el periódico y disfrutando del primer café de la mañana. Diario, desde hace un año, a las 9:00 a. m. recibía el mismo mensaje: “Amaneció bien, sigue mejorando. Te envía saludos.” Sin embargo, aquel día esa breve línea fue desgarradora: “Lo encontramos rígido en el piso de su habitación.” Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Conduje hasta la casa del abuelo. Un grupo de personas se encontraba en la puerta esperando la llegada de los ministeriales. Unos se limpiaban las lágrimas, otros se abrazaban, los de mayor edad hacían llamadas telefónicas. A pesar de la quietud, mi corazón latía rápido, muy rápido.

    Antes de poder entrar, llegó una camioneta blanca y de ella bajó un hombre alto, moreno, mal encarado, con el ceño fruncido. Era el agente ministerial, con libreta en mano y actitud prepotente tomó nota. Primero datos generales: edad, enfermedades, familiares, testigos. Luego escribió la declaración de quien descubrió el acontecimiento. Finalmente, sin encontrar muestras de que se tratara de un crimen, se retiró del lugar pidiendo llamar a un médico legista para dar fe de las causas del suceso. No puede culparse a una hemorragia digestiva de homicidio.

    No era mi obligación entrar, pero la curiosidad, amiga del temor, movió mi cuerpo. Al contrario de lo que el agente opinaba, yo creía que en esa ocasión Ella se había convertido en un verdugo cruel, salvaje, despiadado. Como todas las noches, él se encontraba solo. Dormía. Tal vez soñaba. Ella llegó inesperadamente, él no pudo llamar a nadie. Al final, quizá cansado de luchar por más de un año, abdicó de la vida.

    La escena parecía de película, había huellas del combate por doquier: sangre seca en las sábanas y las cobijas, en el colchón, en el piso, en la pared, en la manija de la puerta, en su ropa, en una cubeta que usó para vomitar; pude imaginarlo hincado, aferrado a esa cubeta.

    Salí al patio. El aire era más pesado que de costumbre, parecía no entrar a mis pulmones. Una, dos, tres respiraciones profundas y volví adentro. Los deudos presentes actuaban como máquinas ensambladoras automáticas: cambia su ropa, jala aquí, mete allá, limpia, quita, guarda, tira. Fue difícil estar en su casa y hacer las cosas sin él, sin su supervisión. Su ausencia era abrumadora.

    Mientras buscaba en el ropero una de sus mejores corbatas, el olor a naftalina me transportó a la infancia, cuánto me emocionaba ir a esa casa, abrazar al viejo, oler su característico aroma a mentol y admirar su corpulenta figura balanceándose en la mecedora bajo la sombra de un moral, mientras ordenaba, con gesto rudo y voz grave, una taza de café y un cenicero. Después de encender su primer cigarrillo, empezaba a contar sus largas y fascinantes historias de juventud.

    A pesar de la rigidez que ya presentaba, su piel aún era suave, delicada. La boca entreabierta mostraba rastros de la batalla, en las hendiduras de los labios podían verse pequeñas manchas de un rojo bermellón. El cabello, apenas recortado una semana antes, estaba intacto, limpio y plateado como siempre. Los ojos entreabiertos veían sin mirar. Si no fuera por la frialdad de su cuerpo, nadie sospecharía su muerte. Después de morderme los labios y apretar mi corazón lleno de remordimientos por las visitas no realizadas, las llamadas nunca hechas, las historias no contadas, besé, aquella mañana, por primera y última vez, su ya marchita frente.

    Quizá, inmersos en una fase de negación ante lo ocurrido, los presentes continuamos ese día con nuestras actividades cotidianas, mientras disponíamos al viejo para la despedida, pero ¿cómo despedirse del marino cuyo barco ya ha zarpado? Aquí es costumbre hacer un ritual para simular un adiós. Una reunión parecida a una fiesta aburrida, donde se reencuentran personas que no se han visto en años y donde se recuerda cómo era el festejado en sus mejores tiempos, cómo vivió sus años de enfermedad, de soledad, de encierro. Después, una velada conmovedora en una sala medio vacía: una gran caja de madera, un par de grandes sillones color negro, focos que simulan ser velas, el crucifijo en la pared, algunas flores. Al día siguiente, una ceremonia religiosa para conmemorar al ausente.

    Al final, en un lugar inhóspito, lleno de restos de los cuerpos que alguna vez comieron, hablaron y caminaron entre nosotros, le dimos el definitivo y supuesto adiós a aquel hombre que sólo dejó sabiduría y amor a su paso. Después de aquello, los rastros que Ella dejó fueron aún más evidentes: tristeza, frustración, desolación, nostalgia, amargura, miedo… Y sin embargo, como al frío viento del norte, todos la seguimos esperando.


    Sonia Ibarra Valdez. Licenciada en Letras y maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Integrante del taller de creación y crítica literaria de la misma universidad y del taller de letras del Colectivo Líneas Negras. Ha publicado en la revista electrónica Círculo de Poesía, en la cartonera La Cecilia y en la antología Y son nombres de mujeres (Secretaría de las Mujeres de Zacatecas/Líneas Negras, 2018).