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    0202_Catorce cronistas_La esperanza verde – Neldy San Martín

    Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202
    La esperanza verde

    Ciudad de México, 1986

    Si la urgencia por aliviar el dolor y la enfermedad de sus familiares no fuera tan grande, estos jóvenes no habrían asistido a esta reunión clandestina. Pero cuando la enfermedad acecha no hay tiempo que perder.

    Se organizaron semanas antes con mensajes encriptados. La cita fue a las nueve de la mañana de un domingo de octubre en una tienda Waldo’s al sur de la Ciudad de México, a varios minutos de su destino. Nadie sabía a dónde irían. El reloj apenas marcaba las 9:05 cuando los recogieron para llevarlos a una casa en Xochimilco, sin más muebles que una mesa, un proyector y algunas sillas de plástico.

    En la cocina había una licuadora, una batidora, ollas, guantes, toallas, un rollo de servilletas de papel, agua oxigenada, aceites y otros productos que serían empleados durante las más de ocho horas de trabajo.

    “Las cápsulas se pueden hacer con aceite de coco orgánico o aceite de oliva, en baño maría, a una temperatura de treinta y ocho grados centígrados”, dijo Matías, un joven delgado de acento extranjero cuyo nombre real se reserva a petición suya, mientras colocaba un recipiente dentro de una olla con agua. Sin pestañear, un grupo de nueve personas tomaba apuntes en libretas. Parecía una clase de química, pero Matías no era su maestro, sino un activista, y la sustancia que estaban calentando era marihuana.

    Matías y Marina —quien también pidió el anonimato— pasaron una temporada en una comunidad en California en la que se dedicaban al cultivo de marihuana. Ahí aprendieron a extraer kief (los cristales que contienen el THC o tetrahidrocannabidiol, el compuesto psicoactivo de la planta) y hash (la resina de las flores de la cannabis), y a elaborar tinturas o comestibles.

    California, donde es legal la marihuana medicinal desde 1996, le lleva a México años luz en conocimiento científico sobre la planta. La pareja aprovechó eso. Adquirió experiencia durante cuatro años haciendo medicamentos a base de esta sustancia y cuando se instaló por una breve temporada en la Ciudad de México decidió que era hora de compartir lo aprendido. No sólo organizaron talleres clandestinos, también dieron medicina gratuita a gente con enfermedades como cáncer y epilepsia.

    En la casa de Xochimilco, una mujer joven contaba que su madre, quien recientemente había iniciado sesiones de quimioterapia, había mejorado su estado de ánimo al combinarlas con el tratamiento de cannabis.

    “Es que las quimios son súper agresivas, y la marihuana le está ayudando con los efectos. Tiene apetito otra vez, le ayuda a dormir y con las náuseas”, contó, frente al grupo, la mujer de piel morena y cabello y ojos negros. Algunos de los que escuchaban su historia estaban por comenzar a experimentar con la marihuana medicinal en algún familiar, y otros lo hacían desde hace poco tiempo de la mano de Marina y Matías. “Sí, mi papá no se levantaba de la cama. Con este tratamiento ya sale de la casa. Está de buen humor. Aunque todo el día está en el viaje, pero puede hacer una vida normal”, dijo Marina.

    El padre de Marina tiene un tumor en el cerebro. Un par de meses antes del taller decidió dejar las quimioterapias. Su hija le prepara una cápsula que a simple vista parece un medicamento de farmacia, pero que contiene THC. Diariamente consume un gramo de cannabis, lo que explica que todo el día esté “en el viaje”. La joven dice estar segura de que los cannabinoides están frenando poco a poco el crecimiento del tumor. De hecho, tiene la esperanza de que en un tiempo una tomografía pueda confirmarlo.

    No es la única. En algunos países, como Australia y Canadá, cada vez más personas se tratan con cannabis y creen que es la cura contra el cáncer, aunque esto no está comprobado de manera científica. Uno de los casos más conocidos es el de Rick Simpson, un canadiense que afirma haber eliminado su cáncer con un hash oil que él mismo creó y al que llamó Tears of Phoenix. Su receta se ha traducido al español y otros idiomas y replicado en portales, blogs y videos en Youtube.

    Ese domingo soleado de octubre, el taller avanzaba entre teoría y práctica. Todos estaban tan metidos en el proyector y sus libretas, que a nadie pareció importarle el curso del reloj. Marina y Matías explicaban que la prohibición de las drogas ha frenado el avance médico sobre los beneficios de la cannabis. Los asistentes asentían.

    “La marihuana no es el diablo, pero tampoco hace milagros. Por eso hay que entender que también tiene sus riesgos. Hay que aprender a conocerla”, dijo Matías mientras repartía pequeñas muestras de diferentes variedades de marihuana, con sus distintas texturas y colores, para que cada uno las observara.

    El taller ocurría un mes después de que Grace, una niña de Monterrey diagnosticada con el síndrome de Lennox-Gastaut, que le causa convulsiones desde los cuatro meses, obtuviera un permiso oficial para ser la primera paciente en importar legalmente un extracto de CBD o cannabidiol, el principal componente de la marihuana, apreciado por sus propiedades terapéuticas.

    Los científicos que estudian la relación entre la epilepsia y la marihuana en Estados Unidos e Israel creen que el CBD relaja la actividad eléctrica excesiva en el cerebro que causa las convulsiones. Seis meses de tratamiento después, la niña ha pasado de cuatrocientas convulsiones diarias a sólo veinte. “Grace ha mejorado en ochenta por ciento sus crisis en frecuencia e intensidad. Ha mejorado sus terapias, convive más con su familia y da pasitos con ayuda”, dijo Raúl Elizalde, su padre.

    En el taller se habló de los casos de Grace, Rick Simpson y Charlotte Figi, la primera niña conocida en el mundo cuya epilepsia fue tratada con cannabidiol. Esos nombres eran para los asistentes al taller como una linterna a la mitad del túnel.

    Cuando se acercaba el final del curso, ya la mesa de plástico se había convertido en un laboratorio. Había una muestra de wax, una cera concentrada de cannabis que puede usar gas butano, metanol u otros solventes. Con este proceso se puede obtener hasta setenta por ciento del THC. El wax está prohibido hasta en California.

    También había gotas de cannabis, pomadas y lubricantes de marihuana. Algunos degustaron muestras, otros las compraron. Para cuando terminó el taller, los participantes intercambiaban teléfonos. Se habían olvidado por completo de que estaban haciendo algo ilegal. Estaban cumpliendo su objetivo, podrían llegar a casa y preparar ellos mismos el medicamento para sus familiares.

    Meses después Marina habló de la mejoría de su padre. No era tan radical como lo esperaba, pero seguía manteniendo la esperanza. “Mi papá está mejor. Será una recuperación lenta, pero ahí va.”

    Ahora, ella y Matías viven en otro lugar. Están llevando sus conocimientos a otras latitudes. Pero están al tanto de lo que ocurre en México, donde el debate se estancó en el Senado, luego de que el presidente Enrique Peña Nieto enviara una iniciativa para que el uso de marihuana médica fuera una realidad.

    Pero para Marina y Matías, la legalización en el país ocurrirá tarde o temprano. Con ello no sólo saldrían de las sombras quién sabe cuántos usuarios de quién sabe qué enfermedades, sino que también los médicos podrían comenzar a tratar a sus pacientes con marihuana, como lo hacen Marina y Matías.

    Esta crónica fue publicada en VICE News bajo el título “Así se prepara la marihuana medicinal de manera clandestina en México” (20 de abril de 2016).


    Neldy San Martín. Es reportera en El Financiero/Bloomberg TV. Fundadora en 2012 de la revista Spleen! Journal. Trabajó en el periódico Reforma y en Univision. Ha colaborado en VICE News, en la revista Esquire Latinoamérica, en Lento de Uruguay, en el diario Más por Más y en el Grupo Expansión. Es coautora en Demasiados lobos andan sueltos. Crónicas infrarrealistas (Rayuela, 2014) y No basta con encender una vela. Crónicas infrarrealistas (Rayuela, 2015).

  • 0202_Ilustración

    0202_Ilustración

    Ilustración / No. 202
    Ilustración del número

    Vicente Jurado, Rumores agrios, aguatinta, aguafuerte, azúcar y zinc/papel guarro, 33 × 45 cm, 2006


    Vicente Jurado, Yo ahora estoy muriendo, aguatinta, aguafuerte, azúcar y zinc/papel guarro, 33 × 45 cm, 2006


    Vicente Jurado, Muros de hierro, dibujo digital, 25 × 50 cm, 2017


    Vicente Jurado, Rompiendo palabras, monotipia, aguafuerte, vinil y zinc/papel guarro, 76 × 90 cm, 2010


    Vicente Jurado, Malos consejos, esténcil, 60 × 45 cm, 2015


    Frida Sánchez, Piensa como un campeón, aguafuerte, 35.5 × 49.6 cm, 2017


    Enrique Dufoo, Libertad utópica 2, aguafuerte, 9.5 × 20 cm, 1995


    Vicente Jurado, Palpita, que estoy tendido, aguafuerte, punta seca y zinc/papel guarro, 45 × 33 cm, 2006


    Enrique Dufoo, En las paredes…, aguafuerte y aguatinta, 18 × 6 cm, 2015


    Jairo Itzamna, Mientras esté avanzando me vale todo, xilografía, 18 × 53 cm, 2016


    Enrique Dufoo, Libertad utópica 1, punta seca, 19 × 9.5 cm, 1995


    Fernanda Cisneros, Hogar, aguatinta y aguafuerte, 15 × 35 cm, 2016


    Iliana Jiménez Portnoy, Construyendo el futuro, litografía, 38 × 24 cm, 2016


    Vicente Jurado, Frontera colateral, aguafuerte, vinil y zinc, 76 × 56 cm, 2014


    Jairo Itzamna, Vaquero urbano con propulsión a chorro, xilografía, 20 × 18 cm, 2016


    Vicente Jurado, Malos pasos, esténcil, 45 × 60 cm, 2016


    Jairo Itzamna, ¡No seas borrego!, xilografía, 21 × 29 cm, 2016


    Jairo Itzamna, El puerco indignado, xilografía, 26 × 13 cm, 2016


    Vicente Jurado, Nuevamente pisados, aguafuerte, chine collé, vinil, lámpara negra y zinc/papel guarro, 76 × 90 cm, 2010


    Vicente Jurado, Coágulo de tinta, punta seca, azúcar y zinc/ papel guarro, 45 × 33 cm, 2006


    Enrique Dufoo, Libertad libertad, aguafuerte, 21 × 48 cm, 2015

     


    La muestra de imágenes que acompaña al dossier de crónica de este número ha sido compilada por la diseñadora y comunicadora visual Stephani Sánchez, profesora de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Reúne obra de profesionales y estudiantes provenientes de esa entidad académica: Enrique Dufoo (maestro), Vicente Jurado (egresado), junto a cinco alumnos de la carrera de Artes Visuales: Jairo Itzamna, Frida Sánchez, Fernanda Cisneros, Liliana Jiménez Portnoy y Yanka García.

     

  • 0202_Del Árbol Genealógico – Antonio Turok

    0202_Del Árbol Genealógico – Antonio Turok

    Del Árbol Genealógico / No. 202
    Washington / enero 2017

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    * Estas imágenes pertenecen a una serie fotográfica realizada entre el 19 y el 21 de enero en distintas manifestaciones ciudadanas a propósito de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Forman parte de un extenso reportaje gráfico que será publicado próximamente por Ediciones Era.


    Antonio Turok (Ciudad de México, 1955). Es fotógrafo documental desde hace cuarenta años. Ha colaborado en publicaciones como Aperture, Camera Work, Cronica, DoubleTake, Paris Match, Proceso, Stern, Texas Monthly y The Independent, así como en varios libros colectivos editados en México, Estados Unidos y Europa. Es autor de los volúmenes Imágenes de Nicaragua (Casa de las Imágenes, México, 1988) y Chiapas. The End of Silence/El fin del silencio (Fundación Aperture / Ediciones Era, 1998). Ha recibido la Beca de la Fundación John Simon Guggenheim, el Premio del Mother Jones Fund for Documentary Photography, la Beca del Museum of Photographic Arts de San Diego, California, para el proyecto documental Los vecinos, dos caras de una moneda, y la Beca del Fideicomiso para la Cultura México Estados Unidos para el proyecto Maya in the United States. Obras suyas forman parte de colecciones privadas y de museos como el Philadelphia Art Museum, Los Angeles County Museum of ArtColección Fotográfica, Wittliff Gallery of Southwestern and Mexican Photography, Brooklyn Museum Colección Fotográfica, y el Centro Cultural Latinoamericano en Munich, entre otros.
  • 0202_Catorce cronistas_Rallar amapola, ¿juego de niños? – Vania Pigeonutt

    0202_Catorce cronistas_Rallar amapola, ¿juego de niños? – Vania Pigeonutt

    Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202
    Rallar amapola, ¿juego de niños?

    Naucalpan, Estado de México, 1988

    Meztli trabaja desde que tenía cinco años. En los contornos de las uñas, casi pegadas a la piel, una delgada capa negra le delinea la punta de las manos un poco rasguñadas por finas navajas. “No es tierra”, aclara, mientras termina una trencita de palma y cuenta que lo que más le gusta de su pueblo “es la amapola”. Junta los dedos y enseña las puntas: “Esto que ves es la goma que se va quedando.”

    —¿Cómo?, le pregunto con sorpresa por su revelación.

    —Sí, lo que más me gusta de aquí es la a-ma-po-la, reafirma casi en modo de susurro, como si de repente su papá estuviera escuchando o si los lunares en el cerro —que lucen una gama de colores entre rosa y rojo que señala a lo lejos— lo observaran todo. Pero no es lo único: también disfruta el atole de masa con piloncillo, correr en libertad en el campo, algunas veces en el contorno de la parcela familiar.

    —¿A ti te gusta?, ¿tú rallas?, ¡Ah no!, ¿más antes?, ¿de chica?, me bombardea la niña que ya tiene once años de edad.

    No sé qué responderle, sólo me dejo guiar. De piel color avellana, un metro diez de estatura y una delgadez que le brota en los huesos del pecho, camina con destreza, se sabe de memoria todos los recovecos de la zona. Es bilingüe, habla tu’un savi (lengua mixteca) y español. Aquí en la Montaña de Guerrero, además del bajo índice de desarrollo humano, la gente comparte el habla de los antepasados y el amor a la tierra.

    Estamos en un cerro a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, donde los habitantes hacen las tradicionales peticiones de lluvia. El lugar es recóndito y de camino laberíntico. Se descontrola el GPS y la señal de celular es impensable.

    Meztli habla mucho, disfruta traducirlo todo. Platica que ha rallado amapola con su familia, pero casi ya no va porque creció y está más pesada: para entrar a las parcelas debes ser ligero y pequeño, porque las matas de la flor crecen juntas y se corre el riesgo de pisarlas y matarlas. Por eso la extracción de la goma es tarea de niños.

    No sabe nada de ganancias, sólo que debe ser prudente con el tema. Para ella es lo mismo sembrar calabazas que maíz: ¡total! en todos los cultivos ayuda a su papá, igual que sus cuatro hermanas. Sólo que a las amapolas les tiene más aprecio, disfruta el espectáculo de su parcela: flores meciéndose con el aire, esas que tanto le gustan y que son justo las que le dan algo de ingresos a su familia.

    ¿Cuánto ganan? No sabe, pero alcanza para que su mamá les compre a ella y a sus hermanas zapatos rosas de plástico, que cuestan sesenta pesos en la única tienda de su pueblo. Meztli me lleva a la punta del cerro, está cerca un despeñadero, abre las manos, las alza y respira el olor profundo a hierba. Son las seis de la mañana y el frío cala en los huesos.

    Sus historias son muchas: que quiere estudiar, no se quiere casar como su hermana Tita a los dieciséis años ni quiere tener un esposo borracho que la deje con hijos y se vaya a Estados Unidos. Meztli quiere salir, terminar la secundaria, hasta llegar a cursar una carrera profesional, aunque cuenta desanimada que el lugar más lejos al que ha llegado es a tres horas de su casa. Y en su pueblo no hay más que una primaria y una secundaria.

    Desde muy pequeña aprendió el amor al campo, porque es lo único que siempre ve, grandes montañas, plantas diversas: “Ésta para el dolor de muelas, esta otra para el empacho, para la calentura, ésa es toloacha, hace mal a los hombres, esa otra es para la tos…”.

    Meztli no sabe de wi-fi ni de bullying; aunque también nació en la generación del iPhone, es la primera vez que ve uno y le encanta tomarse fotos. Se le va la vida en ir a la escuela, ayudar en su casa, algunas veces trabajar en la parcela, jugar a las atrapadas y, en ocasiones, en cazar ranas para comer.

    *

    Un día antes de la plática con Meztli conocimos a parte de su familia.

    —¿Les echamos un raite? —le decimos a su familia para que se suban a la camioneta. Va su papá, su mamá y su hermana Trini, de cinco años de edad. Todos comemos galletas y el señor indica que la menor se queda a esperar a “Tío”. Insistimos en que nos tenemos que ir juntos, es lejos, está oscuro y hay neblina: “No, la niña se queda”, dice el jefe de familia y arrancamos el vehículo.

    Sola, ocultando una lata de jugo de ciento veinticinco mililitros, se queda la pequeña. En el recipiente metálico se alcanza a ver una pasta entre blanca y amarilla, que en pocos minutos será negra: la goma de opio. Después, mis acompañantes y yo nos enteramos que al papá de Meztli le dio pena que “pensáramos mal de ellos” y prefirió que la niña, su hija menor, se fuera con su hermano, tío de la pequeña.

    Antes, pasamos con cautela a una parcela de amapola.

    Al igual que Meztli, otros niños rallan amapola. La parcela que trabaja esta familia abarca unos veinte metros de largo por diez de ancho. Algunas plantas aún conservan la flor, otras ya están listas. Pedimos permiso al tío de Meztli para estar dentro del plantío mientras trabajan. Están él, su sobrina Lina, de cinco años, Octavio de once y Gelasio de dieciséis, sus chalanes.

    El vaivén es suave. De los bulbos verdes, cuyo tallo no alcanza el metro de altura, resalta un tono intermedio entre el color de la hierba y el pistache. Brota un líquido blanco, lechoso, que manos diminutas liberan de los finos cortes que hacen al capullo con celeridad. Muchas flores de la planta, de un rojo carmín, yacen muertas en el suelo; al final lo que importa no es su belleza, sino lo que guardan dentro.

    Aunque no tienen cinco años como Lina, la hermana de Meztli, Octavio y Gelasio aparentan ser mucho más jóvenes. Los tres son muy serios, pero más Octavio. Sus funciones son diferentes. El tío de nuestra guía prácticamente observa, es corpulento y si entra a las filas de flores, las pisaría todas; se queda en la orilla.

    Rallar amapola parece muy fácil, un juego de niños. Lo hacen con un instrumento similar a un destapador de madera, pero en lugar del objeto que sirve para abrir los envases, éste tiene dos navajas pequeñas y filosas como garras de gato en las esquinas. Son delgadísimas. Lina y Gelasio toman su herramienta de no más de cinco centímetros de largo por tres de ancho y rasgan con cuidado la circunferencia de cada bulbo.

    No se mueven demasiado dentro del lugar porque pueden pisar las plantas.

    Octavio, el de menor talla, camina con más libertad por el espacio. Se aproxima a los escurrimientos lechosos que van dejando Lina y Gelasio por cada rallada y junta la pasta en una lata de jugo —que ya tiene las paredes llenas de goma seca—. Trabajan durante las tardes y los fines de semana también por la mañana. De la parcela sacarán setecientos gramos.

    Tío señala que durante décadas ha sembrado amapola, porque es el único cultivo que le deja algo de dinero, los demás son para autoconsumo, como el de maíz y frijol. La parcela se siembra en invierno y tarda cuatro meses en rendir frutos. No sabe mucho de la droga, pero admite que es la más cara.

    De la goma de opio se hace la heroína, una droga muy cotizada a nivel mundial y, según la Secretaría de Salud, de las más adictivas. Tío sabe que si pruebas la leche antes de ser goma, se te duerme la lengua.

    Del otro lado de su parcela hay plantas de amapola secas, es otro pequeño corredor. Algunas veces sacan la semilla de las plantas muertas, pero cuando no hay, la tienen que comprar a quinientos pesos el kilo; él nunca compra esa cantidad. Por el trabajo de cuatro meses recibirá dos mil pesos. Es la cifra que le paga un hombre que llega en una camioneta torton por los setecientos gramos de goma de opio.

    Le parece poco, aunque no dimensiona las ganancias millonarias de la venta de opiáceos y la heroína y la morfina. Pero a él le sirve para tener al menos dos mil pesos repartidos durante cuatro meses, tres pesos cada día durante ciento sesenta; después, o vuelve a sembrar o se va a trabajar fuera de casa para tener dinero.

    ¿Con quinientos pesos al mes puede mantener una familia de seis integrantes? Sí, porque todos trabajan, dice. La vida en un pueblo apartado es difícil, porque no cuentan con todos los servicios, pero a la vez sencilla. Comen ranas de los lagos, pollos de su corral; reses, quelites del campo, zanahorias, frijoles, papas, habas, chiles, tortillas, atoles; todo se encuentra en su tierra, no gastan en comida. Compran poca ropa, poco todo, no tienen grandes cantidades de nada.

    Tío observa a sus chalanes y a su sobrina; es hora de irnos porque el sol se está escondiendo y pronto oscurecerá. Todos los días van a recolectar goma. Cada bulbo soporta hasta quince ralladas si la barriga de la planta es dura y lechosa. Decenas de bulbos ya tienen más de diez rallas; el trabajo está casi terminado.

    Casi pasan las ciento sesenta jornadas para que Tío tenga sus dos mil pesos y los use para cuando se enfermen sus hijos o tenga que salir de su comunidad. Cuando la tierra es buena, las plantas son más fértiles y llega a juntar hasta un kilo de goma, que vende en poco menos de tres mil pesos. Este año la tierra está blanda y calcula llegar a setecientos gramos. No tiene esperanzas de más.

    Nos despedimos. Tío alcanzará a su sobrina, la niña de cinco años, en el crucero donde dejamos la camioneta, para orientarnos hacia el centro de la comunidad. La que vimos es la única parcela que hay de ese lado del pueblo, pero desde lo alto del cerro se alcanzan a ver los lunares rojos de las otras parcelas.

    *

    La producción de amapola no para. Cifras de 2014 de la Evaluación de la Amenaza Nacional de Drogas de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) destacan que en México se produce cuarenta y dos por ciento de la heroína que se consume en ese país. Guerrero es el principal productor de la droga.

    Una investigación de El Universal, publicada el 3 de febrero de 2015, revela que diez bandas delincuenciales se disputan el polígono de la amapola, donde confluyen unos veinte municipios de la sierra guerrerense.

    En Guerrero, donde la tasa de homicidios supera hasta en ochocientos por ciento la media nacional, se produce la mayor cantidad de amapola mexicana. Desde 2015 mueren aquí más personas que en ninguna otra parte del país. Ese año hubo dos mil dieciséis muertos en forma violenta, cifra que se incrementó el siguiente año, 2016, cuando se registraron dos mil doscientos trece homicidios, con base en el recuento del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Los homicidios dolosos superan a estados violentos como Tamaulipas, donde hubo ochocientos cincuenta y cinco muertos en 2016.

    En medio de ese negocio se encuentran Meztli y su familia sin tener conciencia de ello. Su trabajo se traduce en millones de dólares para las grandes mafias, pero ellos no ganan ni un cuarto del salario mínimo al día por los cuatro meses de trabajo en la parcela.

    La región de la Montaña carece de vías de comunicación adecuadas, está flanqueada por ocho bases militares, pero más allá de las cabeceras municipales no hay presencia de policías municipales o federales, quienes sólo acuden a las comunidades acompañados de elementos del Ejército.

    El lugar está enmarcado en una figura pentagonal, cuyos vértices son Iguala, Chilpancingo, Acapulco, Zihuatanejo y Coyuca de Catalán.

    En una pequeña parcela de esta zona que comprende cuarenta por ciento del territorio del estado, platiqué con Meztli y sus familiares.

    Al terminar la travesía, las hermanas de Meztli nos despiden y piden que regresemos con apoyos para su región. La niña dice adiós con sus manos pequeñas y habla de uno de sus anhelos: le gustaría tener una falda del tono de la amapola, una como la de su abuela.

    Meztli trabajará esa tarde. Toma las latas y los ralladores para irse con Gelasio y su tío. No siente que ir al campo sea trabajo; para ella, estar allí significa diversión y ver el atardecer de rojos diferentes. Esos tonos, me dice, le gustarán siempre. Meztli es muy joven para saber con certeza a qué se dedicará. Tiene algo claro: salir de su pueblo y ver todo tipo de plantas.

    El presente texto es una adecuación de “Los niños del opio en Guerrero: rallar amapola, ¿un juego de niños?”, publicado en El Universal (13 de julio de 2015), <www.eluniversal.com.mx/articulo/estados/2015/07/13/ losninosdelopioenguerrero>. Los nombres de los personajes han sido cambiados.


    Vania Pigeonutt. Es licenciada en Periodismo y Comunicación por la Universidad de Cuautitlán Izcalli. Trabajó siete años como corresponsal de El Universal en Guerrero. Es coautora de los libros Ayotzinapa. La travesía de las tortugas (Proceso, 2015) y No basta encender una vela. Crónicas infrarrealistas (Rayuela, 2015). Ha publicado en El Universal, revista Domingo, Emeequis, Spleen! Journal, Liberación Guerrero y en el semanario Trinchera. En 2015 ganó el tercer lugar del Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter: “El fracaso de la guerra contra las drogas” con el texto “Los niños del opio”. Actualmente estudia la especialización en Periodismo Narrativo en la Universidad Iberoamericana, gracias a la fundación Prensa y Democracia.

  • 0202_Catorce cronistas_Veracruz: doce metros cuadrados para conjurar el miedo – Carlos Acuña

    0202_Catorce cronistas_Veracruz: doce metros cuadrados para conjurar el miedo – Carlos Acuña

    Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202
    Veracruz: doce metros cuadrados para conjurar el miedo

    Ciudad de México, 1988

    El aire aún está caliente.

    No han pasado ni diez minutos desde que la bota militar rompió la puerta y esto ya es un desastre. Es la madrugada del 5 de junio de 2015 y el silencio en Xalapa parece total. La sangre es tanta que el color rojo pierde el sentido.

    Fueron diez los encapuchados que irrumpieron en esta fiesta de cumpleaños. Así comenzó la danza —de un lado al otro, del techo al piso—, machetes y palos con clavos contra ocho jóvenes universitarios: cuatro hombres, cuatro mujeres. Cinco minutos duró: suficiente para quebrar caras, huesos, dientes y convertir esta casa en algo atroz.

    Pero decir “casa” es demasiado. Se trata de un dormitorio diminuto de los que abundan en Xalapa. Los estudiantes los rentan a bajo costo y se resignan a comer en la cama, a centímetros del baño. En estos doce metros cuadrados, diez desconocidos quebraron ocho cuerpos desarmados. Doce metros cuadrados, cinco minutos; el horror más grande puede ocupar un espacio minúsculo.

    De eso hace exactamente un año. Esta noche el piso está limpio de nuevo. No hay vidrios rotos, las paredes fueron cubiertas con páneles luminosos. La cama es la misma de aquel día.

    Algo está a punto de suceder, aquí, de nuevo.

    No hay segundas ni terceras llamadas. Esto no es una representación ni una obra de teatro. Esto es Veracruz.

    Comenzamos.

    *

    El escenario: una colonia en los bordes de Xalapa, lejos de los lagos y los bares. Apenas la Fiscalía General del Estado dejó de resguardar el número 6 de la calle Herón Pérez, este lugar se ofreció de nuevo en renta. Dos personas se presentaron a los pocos días: Karla Camarillo y Luis Mario Moncada; actriz y director artístico de la Compañía Titular de Teatro de la Universidad Veracruzana (UV). La transacción fue rápida.

    Cuatro meses habían pasado. Todo estaba limpio excepto por las diminutas gotas de sangre seca entre los muebles y por la enorme mancha oscura que guardaba el colchón bajo las sábanas. El colchón que nadie pensó en cambiar.

    Karla Camarillo, abundante cabellera negra, se encuentra sentada ahora en un bar del centro de la ciudad. Habla:

    —Fue hace seis años. Nos tomó por sorpresa. En esa época mi novio trabajaba en un periódico. Él hacía video y, cuando estaba filmando algo le llamaban a su celular: “Bajas la cámara o te carga la chingada.” Poco a poco se acabaron las fiestas. Parecerá tonto pero Xalapa es una ciudad universitaria. Aquí había fiestas de miércoles a sábado. Los chavos que madrearon festejaban un cumpleaños. Y mira cómo terminó todo.

    *

    Karina Meneses, actriz: Lo primero que sentí fue este olor a encierro, a humedad. Luego estaba esa ventana grande que daba hacia la calle. El cuarto es un aparador. Afuera todos vieron lo que pasaba.

    Alejandro Flores Valencia, autor: Antes de comenzar con el proyecto ofrecimos un seminario en la UV. Durante una sesión les revelamos que pretendíamos hacer un in situ en ese cuarto. Un actor se puso de pie: “¿Saben dónde nos están metiendo?”

    Karla Camarillo, actriz: Luis Mario dio una charla en un foro universitario. Fui a verlo y, al terminar, me pidió acompañarlo. Me confesó: “Vamos a rentar ese cuarto.” Fue rápido porque a la dueña le urgía rentarlo. Ella nunca nos dijo “aquí pasó esto”. Dijo que era un lugar muy seguro.

    Jorge Vargas, director: No sólo era una arquitectura cargada con la violencia: el cuarto está a una cuadra de las oficinas del PRI estatal. Al momento de invitar a los actores les aclaramos: “No podemos responsabilizarnos de la seguridad de todos.”

    *

    Las campanas suenan cada medio minuto, como un recordatorio.

    —Aquí hay varios fantasmas. ¿Cuántos años tiene ya de muerto Quique?

    —Más de veinte.

    —Ernesto y Rafa tampoco están ya.

    Hosmé Israel y Arturo Messeguer miran viejas fotografías y recortes de prensa. Ambos son actores veteranos de Veracruz. Estamos de nuevo aquí, en el número 6 de la calle Herón Pérez, donde sucedió lo que usted ya sabe. Mire las fotos: retratos de los miembros de la Compañía Titular de Teatro de la UV tomadas en 1981.

    —Hosmé, ¿puedes decir con qué frecuencia se llevaban cabo los cantos religiosos en el teatro durante la temporada de Cúcara y Mácara?

    —Desde el estreno, el 9 de diciembre de 1980. Era como si una peregrinación se hubiera metido a la sala. La obra era una farsa, una comedia desmadrosa. A mí me preocupaba ver todas las funciones llenas y comprobar que una parte del público, en las primeras filas, jamás se reía. Tampoco aplaudían al final sino que cantaban himnos guadalupanos. Después cambiaron por otros cantos que sólo se usan en las grandes solemnidades de la liturgia católica. Fue cuando supimos que algo estaba sucediendo.

    Hosmé Israel sabe de lo que habla: estuvo a punto de ser sacerdote. Estudió con los dominicos en la Ciudad de México durante varios años, pero la muerte de su padre interrumpió su formación religiosa. Cuando regresó a Xalapa descubrió el teatro, escribió La virgen loca —una obra que aún tiene llenos totales— y hoy es uno de los actores más reconocidos de Veracruz. Cuando la Infantería Teatral, una de las tres compañías entonces auspiciadas por la Universidad, presentó Cúcara y Mácara, Hosmé fue el primero en alarmarse. Enrique Pineda, el director del montaje, le preguntó por qué el público cantaba esas cosas al final de cada función: “Esos coros los cantaban los cristeros”, le respondió.

    Escrita por Óscar Liera, la obra narra la aparición de la virgen en un rebozo. Los personajes son un cardenal borracho, un obispo misógino, un monje enano, dos niñas desnutridas. A pesar de ser una comedia, Pineda intentó cuidarse de no utilizar demasiados símbolos católicos para no ofender la fe del público xalapeño. Fue inútil.

    *

    Luis Mario Moncada, director: Algunas autoridades de la UV no tardaron en decirme: “¿Por qué no lo hacen en un teatro? Digan lo que quieran, pero díganlo en un teatro.” Pensaban que era delicado.

    Karla Camarillo, actriz: La primera vez que estuve sola adentro de ese lugar no pude evitar preguntarme para qué. ¿Es posible hacer teatro después de eventos como éste?

    Alejandro Flores, autor: No hacía falta hacer amarillismo. Contactamos con estudiantes que estuvieron allí cuando sucedió todo. Nos han servido como informantes. Todo el tiempo han sabido lo que hacemos en ese cuarto.

    Gustavo Schaar, actor: Afuera, recargado en el muro, encontramos un costal lleno de vidrios, cosas rotas, papeles ensangrentados: eran los restos de aquella noche, vestigios de un crimen.

    Jorge Vargas, director: Las cosas se nos van atravesando, no por casualidad sino porque buscamos sin buscar. Después de rentar el cuarto, una historiadora me dijo: “Están en la calle de Herón Pérez. ¿Saben quién es Herón Pérez?” Cuando lo supimos, el proyecto cambió de nuevo por completo.

    *

    Antes de continuar habrá que ponerse un chaleco naranja para no perderse. Estamos en las ruinas de una fábrica: la famosa fábrica textil del barrio de San Bruno. Y, aunque es famosa, su historia no suele figurar en los libros escolares. ¿Ha escuchado hablar del Sindicato Comunista de San Bruno? ¿Y de la masacre del 28 de agosto de 1924?

    Yo crecí aquí, en este barrio enclavado entre las colonias Obrero-Campesina y la Ferrer Guardia. Mi nombre es Enrique Vázquez, pero me dicen El Negro. Soy actor desde hace dieciocho años.

    Allá atrás encontrará imágenes antiguas de los trabajadores de la fábrica. Puede pasear a su antojo pero con cuidado, no vaya a tropezarse.

    El señor calvo de barba y anteojos redondos es Jorge Castillo. Es otro de nuestros actores. Tiene la mirada extraviada porque está recordando cuando él mismo, en su juventud, trabajó en una fábrica de hilados y tejidos. Mire cómo sus manos se aferran a ese engrane gigante.

    —Un día, una máquina me agarró una mano. Sentí un dolor intenso. Algunos compañeros me ayudaron a sacarla: cuando lo logré tenía la piel llena de puntitos rojos.

    Los accidentes eran comunes en las fábricas de hilados. Y si de algo estaba lleno Xalapa era de ferrocarrileros, campesinos y obreros textiles. Por eso era vital que los trabajadores se organizaran: además de exigir un sueldo justo, luchaban por garantizar que su familia no quedara desprotegida en caso de accidentes.

    La mañana del 28 de agosto de 1924 un grupo de hombres armados se apersonó aquí, en la fábrica de San Bruno; levantaron a diez obreros, se encaminaron hacia la Luz del Barrio y, antes de Rancho Viejo, se detuvieron en un predio conocido como Naranjillos. Allí los acribillaron a todos. El comando era dirigido por un tal Cruz Arenas, un matón al servicio de Adalberto Tejeda, el entonces gobernador de Veracruz. No es raro: el sindicato de San Bruno era considerado una amenaza por su línea comunista.

    Con el tiempo, los vecinos ganaron el derecho de bautizar las calles con los nombres de los asesinados. El cuarto donde sucedieron los hechos del 5 de junio de 2015 está casi en la esquina de Mártires del 28 de Agosto y Herón Pérez. ¿Quién era Herón? Era un vecino que iba pasando. También a él se lo llevaron junto con un panadero.

    *

    Para llegar desde Xalapa al Teatro Milán en la Ciudad de México se deben recorrer trescientos veinte kilómetros. Pese a la distancia, cuando la Infantería Teatral presentó la obra Cúcara y Mácara en ese foro, la compañía no logró escapar de los cantos ominosos que los habían perseguido durante toda la temporada en Xalapa: ahí estaban, puntuales, al final de cada función. Por si fuera poco, Manuel Montoro, entonces director del Milán, comenzó a recibir llamadas: amenazaban con ametrallar el teatro.

    La temporada terminó sin incidentes. Casi enseguida, Enrique Pineda consiguió nuevas funciones en el teatro Juan Ruiz de Alarcón de Ciudad Universitaria. Fue entonces cuando la farsa se convirtió en tragedia.

    Arturo Messeguer, aquel hombre de cabello gris que ahora toca la guitarra en la esquina del cuarto, actuó en aquella función. Es necesario preguntarle cuánto tiempo duró el ataque. ¿Media hora? ¿Diez minutos?

    —¿Diez minutos? ¡No’mbre! No duró nada. Un minuto. No sabes la cantidad de daño que puedes hacer en tan poco tiempo. Fueron cuarenta tipos los que subieron al escenario con varillas de metal. El público pensaba que era parte de la representación. El enanito, Rafael Cobos, fue uno de los más madreados. Le brotó un chisguete de sangre de la cabeza, como en las películas.

    La sangre es una sustancia difícil de limpiar. La túnica púrpura que cuelga en un extremo del cuarto es parte del vestuario original del Cardenal Arzobispo; la sangre de Hosmé Israel, el actor que lo interpretaba, aún tiñe de escarlata el traje blanco. Según el libro conmemorativo por los sesenta años de la Compañía Titular de Teatro de la UV, cuando en 2006 la compañía se presentó con la obra El rinoceronte en el teatro Juan Ruiz de Alarcón, “los tramoyistas mostraron a los actores las manchas de sangre que todavía existen en el foro”.

    —El Cardenal Arzobispo es el personaje que más he querido. Yo era muy joven y me costó un huevo y la mitad del otro interpretar a un anciano gargajiento, rengo, misógino. Me tuve que atar un elástico del tobillo a la cintura para poder cojear siempre al mismo nivel. Armar ese desmadre con un obispo que casi termina de amante del secretario de Gobierno me parecía divertidísimo. Es triste porque el personaje que más quiero es el que menos he interpretado: después de lo ocurrido, el espectáculo quedó prohibido por órdenes de Presidencia.

    *

    Hablar de Cúcara y Mácara en el cuarto donde sucedió la golpiza del 5 de junio implicaba vincular el pasado con el presente. Pero además, recorrer las calles del barrio de San Bruno metió a la compañía dentro de una comunidad.

    En un inicio, Luis Mario Moncada sólo quería hablar del suceso de Cúcara y Mácara. Para ello llamó a Jorge Vargas. Pero Vargas —uno de los pocos directores que ejercitan con solidez el teatro-documental en México— suele pugnar por que el carácter azaroso del entorno se entrometa en los procesos creativos. Y no todos estaban contentos.

    Karla Camarillo no se sentía a gusto. Si antes había pensado que pasar de Cúcara y Mácara a los eventos del 5 de junio era caprichoso, cuando el director les dijo que tenían que recorrer San Bruno para buscar historias de los extrabajadores textiles comenzó a desesperarse.

    Además, cada que Karla intentaba recorrer estas calles aparecía alguien que intentaba agredirla sexualmente. Comenzó a preguntarse dónde estaban las mujeres en esa historia de lucha sindical y así llegó a uno de los hallazgos más significativos de El puro lugar, como se tituló el proyecto escénico.

    —Conocí a las esposas de algunos extrabajadores. Me enteré de que había existido un sindicato femenil llamado Rosa Luxemburgo. Se han escrito estudios, tesis, libros sobre San Bruno, pero de las mujeres sólo encontré unos cuantos párrafos, aunque muy significativos. El lema que ellas usaban en las marchas, por ejemplo: “Si hay matanza, seremos las primeras.” Era cierto: ellas eran las que acordonaban las marchas, siempre iban al frente. Su participación fue trascendental pero se ha borrado de la historia. Sus preocupaciones de entonces eran las mismas de ahora: una de ellas tiene cuarenta años sin salir a la calle porque tiene miedo, por ejemplo. Cuarenta años con miedo. ¿Existe diferencia entre el miedo de una mujer a ser agredida sexualmente y el miedo de un estudiante a ser levantado?

    *

    Cuarenta hombres armados con varillas suben a un escenario en el que se representa una obra que ridiculiza los dogmas de la iglesia. Diez hombres armados con machetes y palos entran a un dormitorio estudiantil donde se festeja un cumpleaños. Un comando acribilla a diez trabajadores comunistas, a un panadero y a un vecino. 1981. 2015. 1924.

    Alrededor del cuarto —número 6 de la calle Herón Pérez—, los páneles de acrílico fosforecen. Al centro, una vitrina resguarda varios objetos: un par de cucharas de plástico, popotes, vidrios rotos, un kleenex que esconde algo siniestro; objetos que evocan la brutalidad de un suceso sin mencionarlo.

    ¿Es ético representar la violencia así? Crear un montaje acerca de las ejecuciones, las madrizas, los millones de muertos, ¿hace alguna diferencia?

    —¿Dónde están los límites? —pregunta Luis Mario Moncada—.Yo sé que estar aquí es una provocación. Pero de qué manera hacemos que esa provocación sea algo más que lanzar un petardo. Se trata de buscar alternativas contra la institucionalización del miedo. Es a lo que queremos llegar.

    *

    Hay coincidencias que son recordatorios. Hoy es 4 de junio de 2016, son las ocho de la noche: mañana es día de elecciones. En unas horas se cumplirá, también, un año de la golpiza que diez hombres propinaron a ocho estudiantes aquí adentro. Algo está a punto de repetirse. Dieciocho personas ocupan otra vez el mismo espacio. Diez de ellos son espectadores. No hay sangre en esta ocasión, pero los cuerpos de ocho actores se agitan, laten con fuerza al ritmo de una coreografía que en poco debe parecerse a la bárbara estampida de hace un año.

    Cuerpos que se revuelven frente a cuerpos que se protegen: los espectadores, aunque no están amenazados, se repliegan en una esquina: es el miedo en sus cuerpos.

    —Lo que voy contarles es personal —dice Gustavo Schaar, un rubio con pinta de vikingo, uno de los actores más jóvenes de la compañía. Algo me ha dado vueltas casi desde que ocupamos este lugar. Algo que, en rigor, está fuera de contexto. Pero qué cosas están hoy en contexto en Xalapa.

    Instrucciones para atar correctamente una bota militar:

    Se toma el extremo de la agujeta y se pasa por el último orificio, pegado a la lengüeta. Se estira. Se toma el otro extremo de la agujeta, se atraviesa el agujero de enfrente, se estira hasta que quede simétrico. Se toma este último y se cruza sobre el empeine, se estira. Y así sucesivamente hasta llegar al último de los agujeros. Se hace un nudo. Parece obvio; no lo es cuando se tiene solamente una mano.

    Gustavo hace una pausa. Quienes estuvieron aquí hace un año, explica, coinciden en que lo primero que vieron fue una bota que atravesó la puerta. Una bota negra, militar, perfectamente bien anudada. Ahora la puerta es nueva, no hay vidrios rotos, pero usted espectador mira sus propios zapatos y no entiende la diferencia, aquello que esencialmente lo distancia, a usted y a los otros nueve espectadores que hoy invaden este espacio, de los encapuchados que hicieron lo mismo hace un año.

    —Si el aire se agita con el movimiento de los cuerpos, se calienta —dice Karla Camarillo—. Si el aire se calienta es más ligero: sus átomos se disparan en todas direcciones, como proyectiles. ¿Qué temperatura alcanza un espacio con tanta movilidad?

    La actriz envuelve un envase de caguama con un pañuelo, pregunta: ¿Qué siente un cuerpo antes de sentir un madrazo? Toma un martillo. Golpea una, dos, tres veces. Usted, aunque sabe que se trata sólo de un envase vacío de cerveza Sol, siente un escalofrío: es su cuerpo que aún vive.

    —Cuando un hueso se rompe, no sólo se astilla la carne; cuando un hueso se rompe así, con esa vileza, hierve: huye.

    Los vidrios que hace un instante estaban envueltos con el pañuelo han salido disparados y reposan ahora en el suelo, inmóviles.

    Mire ahora usted por esa enorme ventana que da hacia la calle. Mañana, 5 de junio de 2016, es día de elecciones. Un vecino espía desde el otro lado de la calle.

    Una versión más extensa de esta crónica fue publicada originalmente en la revista Emeequis (Ciudad de México, 2016), <www.mx.com.mx>.


    Carlos Acuña. Estudió Comunicación y Periodismo en la UNAM. Fue incluido en el libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas (Ediciones Proceso, 2015). Ha colaborado en diversos medios y revistas como Emeequis, Chilango, Expansión y Horizontal. En 2014 recibió el Premio a la Excelencia Periodística por la Sociedad Interamericana de Prensa.

  • 0202_Catorce cronistas_No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái – Aranzazú Ayala Martínez

    0202_Catorce cronistas_No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái – Aranzazú Ayala Martínez

    Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202
    No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái

    Puebla, Puebla, 1989

    Desde la jaula todo parece fragmentado. Los barrotes dejan ver sólo retazos de brazos, de ojos y de bocas que gritan; de manos desesperadas que se estiran. Los gritos ansiosos y eufóricos: “¡Miguel, Miguel, mándame saludos, Miguel!” Los muchachos se dirigen con familiaridad a Miguel, pero él no los escucha, no los voltea a ver porque está concentrado leyendo los saludos que sus fans escriben en papeles que su ayudante, un joven que no rebasa los veinticinco años, le va pasando. Él toma el micrófono y con la otra mano mueve los botones de la consola que le tapa el rostro. A su derecha, inamovible y serio, está el Uva, alto y gordo, encargado de poner todo el equipo de audio del Sonido Samurái. Dentro de la jaula está también otro chico, más joven, de unos veinte años, casi todo el tiempo pegado al celular; una que otra vez atiende a los gritos de algunos que lo llaman por su nombre para darle hojas o pasarle sus teléfonos con mensajes, para que entonces Miguel los diga en el micrófono y las trescientas personas que están dentro de la bodega lo escuchen.

    *

    Miguel Martínez es una leyenda viva. Es El Increíble y su sonido es “el más sabroso”. Su voz y su gusto por la cumbia son sólo la punta del iceberg de un grupo de alrededor de dieciocho personas que dependen económicamente de un negocio familiar que se ha extendido desde hace veintiseis años, cuando empezó durante una “tocada” a la puerta de su casa, en la junta auxiliar de San Baltazar Campeche, en la ciudad de Puebla. Casi treinta años después alcanzan toda una producción con luces y sonido que llegó a Estados Unidos en 2014.

    Miguel Martínez empezó en el mundo de los sonidos en 1990, pero escucha música tropical desde que iba en la secundaria. Tiene bien clara la primera vez del Sonido Samurái: el 18 de noviembre de 1990. Fue en una fiesta familiar donde perdió el miedo. Antes no le gustaba el micrófono pero cuando tuvo que tomarlo y empezar a hablar, éste se convirtió en una parte de él.

    El lunes 4 de agosto de 2014 tocó con motivo de las fiestas en Momoxpan, en la ciudad de Puebla, la cuarta más grande de México. Su agenda está llena, tiene eventos al menos tres días a la semana y eso implica transportar equipo, desvelarse, estar al pendiente de todos los que trabajan con él y, sobre todo, estar entero para el espectáculo. Él no es simplemente un dj que mezcla canciones tropicales —principalmente de cumbia—: él es una voz, una voz con la que se identifican personas en varios estados de la República y en otros países. Gran parte de su éxito se debe, además de al trabajo duro y la constancia por más de veinte años, a su cercanía con la gente. El Samurái reconoce a sus fans, los saluda, es cercano, y su fama no lo ha alejado del público. Al contrario, sigue haciendo esfuerzos cada vez que toma el micrófono para mencionar a todos los que se desgarran la voz a gritos pidiéndole que les mande saludos, por escuchar sus nombres y los de sus amigos o familiares en la voz de su ídolo, el Increíble Sonido Samurái.

    *

    El Samurái es una estrella. La gente se le avienta, literamente. Todos quieren escuchar sus nombres, que Miguel los salude, los reconozca. Los que no se abalanzan sobre la cabina donde mezcla canciones tropicales, bailan. La cabina ha ido evolucionando hasta convertirse casi en un búnker enrejado para evitar que los fanáticos lo tiren.

    Ese día de agosto, aunque era lunes, a la gente no le importó desvelarse ni empezar la semana con fiesta, ni a los adolescentes que no rebasan los dieciocho años ni a las familias, incluso a la señora que traía a su bebé de meses en una carreola, a pesar del ruido que hacen las más de cuarenta bocinas acomodadas en dos de las cuatro paredes de la bodega.

    Miguel entra por atrás, como un rockstar, y su cabina está protegida con barrotes cerrados con un candado del que sólo tiene llave el muchacho que lo ayuda. También está cubierta por un techo de plástico, como puesto de feria. El metal se cimbra y la música entra como una serpiente veloz hasta el fondo de los oídos: los bajos de la cumbia, el bzzz, bzzz bzzz bzzz, bzzz bzzz bzzz, el pasito marcado con el que saltan en la pista de baile hombres con mujeres y hombres con hombres.

    En los bailes nadie se sorprende de que hombres, casados o con novia, quieran sacar a bailar a otros hombres. En los sonideros es normal. En la bodega de techo alto y anguloso que es el salón social de Momoxpan, un pueblito tragado por la ciudad y que quedó en medio de vías rápidas y de toda la modernidad urbana, se hacen dos círculos para bailar. Uno es el de adultos y otro el de los más jóvenes; en uno la estrella es un muchacho de unos dieciocho o diecinueve años, muy flaco, con el cabello parado en picos, guantes negros que sólo le cubren la mitad de los dedos, pantalón color mostaza, ajustadísimo, playera rayada y chaleco. Suda y suda, brinca y brinca, no pierde el paso sin importar el cambio de pareja cada cinco o diez minutos. En el otro círculo está un travesti, lleva jeans, sandalias de tacón y una playera blanca sin mangas. Tiene el cabello pintado de rubio; se ve forzado el tinte, como queriendo sacarle brillo a esa melena para que todos lo vean al entrar. Un señor de chamarra militar quiere sacarlo a bailar, pero la pareja no lo suelta. El hombre está algo encorvado, mueve la mirada sin perder de vista los pasos de los danzantes, acechando: está en una cacería, es su momento de saltar y ser ahora el rey de los bailarines.

    *

    Los bailes sonideros tienen fama de arrabal, de peleas, de navajazos, de drogas. Pero son muchos los sonidos que han hecho esfuerzos para que la gente deje esas prácticas fuera de los bailes, para ahuyentar esa imagen peligrosa y marginal. El Samurái lo dice con orgullo, porque ha logrado que se peleen menos. Por ejemplo, en el baile de la feria de El Carmen, en el centro de Puebla, donde tocó en junio, no hubo muertos.

    El de Miguel Martínez es uno de los sonidos más solicitados; a veces se queda ronco, pero aun así llega a tiempo a su presentación. Y no es cualquiera: es El Increíble. El Increíble porque el sonidero Ariel Pérez le dijo hace años que era increíble que con el poco equipo que tenía se escuchara bien.

    Para él, lo más importante es que la música te haga bailar. No pone una canción que no lo haga bailar. Cuando está en su despacho, lleno de reconocimientos de sus fans, pone las canciones que le mandan y a veces baila solo. No le da pena, el baile es parte esencial de su trabajo, es de donde se desprende todo. El Sonido Samurái nació de los bailes a los que él iba, de brincar, de tomar la mano de su pareja y guiarla en círculos y saltos rítmicos, casi tribales, en una sonata de tambores tropicales que evolucionan como cyborgs para ser una misma versión de ellos, que se desliza entre cables y percusiones sintéticas, brotando de consolas desde el fondo de las noches y los bailes.

    *

    Cada noche el sonido de las cumbias termina evaporándose.

    Pero la música no se desvanecerá. En algún momento se apagarán las bocinas, llegarán los seis u ocho muchachos a levantar todo durante otras cuatro o cinco horas, y el Samurái se desvelará hasta las cinco de la mañana para pagarles, para verificar que todos hayan llegado bien y todo esté en orden. Aunque sus fans quizás seguirán con el pensamiento en la pista de baile, contando los días para volver a verlo, Miguel tendrá todavía mucho trabajo, muchas fechas, mucha música que escuchar, muchas cosas que preparar. No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái.

    Una versión más extensa de esta crónica se publicó en Lado B (agosto de 2014), <ladobe.com.mx/2014/08/no-es-cualquier-cosa-ser-el-increible-samurai/>.


    Aranzazú Ayala Martínez. Estudió la licenciatura en Literatura en la Universidad de las Américas Puebla. En 2014 obtuvo el segundo lugar, en la categoría Crónica, en el premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla; así como el tercer lugar, en la categoría Reportaje, en el concurso Género y Justicia, organizado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ONU Mujeres y Periodistas de a Pie. En 2016 fue beneficiaria de la Beca AbreLatam y ConDatos, congreso de datos abiertos en Bogotá, Colombia.

  • 0202_Catorce cronistas_Los sueños de un abrazo – Hugo Roca Joglar

    0202_Catorce cronistas_Los sueños de un abrazo – Hugo Roca Joglar

    Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202
    Los sueños de un abrazo

    Ciudad de México, 1986

    I

    –Mi abuela Catalina no me escuchó entrar a su casa y abrí la puerta del cuarto… —era 1995, Sonia Grajales tenía ocho años; su abuela, cincuenta y cuatro—, la encontré en los brazos de su amiga Leila, más joven; las dos vestidas, como cualquier abrazo…

    Cuarto azul de gruesas paredes agrietadas. El viejo piso ajedrezado de azulejo blanco y negro. La ventana abierta. Afuera, las nopaleras trazan sobre la tierra figuras —amplias, sinuosas, piramidales, estrechas— que, hostiles y secas, se extienden entre lomas y pendientes. Se está haciendo tarde; el sol, en su ocaso, refleja un rojo extraño que hace pensar en la sangre.

    —Era un abrazo cualquiera, y, sin embargo, mi abuela se puso furiosa: fuera de sí, lépera y violenta, como nunca la había visto —Sonia está sentada sobre una almohada de su cama. En la mesita de noche hay una curiosa lámpara con forma de barco, tres frascos (vitaminas, gotas para los ojos y uno sin etiqueta) y un litro de pulque de tomate preparado con todas las salsas que llevaría la cerveza con clamato—. Me gritó: “¡Lárgate de aquí, pinche escuincla metiche!”

    II

    Sonia citó a su mamá hace tres años —el 2 de agosto de 2013— en un cafecito (el Jarro 8) de Santa Ana Tlacotenco —el pueblo de Milpa Alta en el que creció— y le explicó que, en el amor, sólo había encontrado aislamiento e incomprensión. Que desde los doce años los hombres le provocaban rechazo. Que sufría una y otra vez por no saber leer las señales de su cuerpo. Que se creía anormal, que se sentía vacía. Que en la universidad encontró respuestas, brutales respuestas que al principio se negó a aceptar. Que intentó lastimarse, que pretendió mentir. Que fue una lucha violenta. Que por eso se había apartado tanto y lucía sombría, monosilábica y fría todos los días. Pero que ya había salido del horror. Que por fin había entendido y aceptado las búsquedas de su corazón, las claras voces de su piel. Que ahora todo entre ellas podía ser mejor: más cálido y gentil. Que la entendiera, que intercediera por ella ante su papá para que él también la entendiera. Que la amaba con toda su alma. Que era normal ser lesbiana.

    Su mamá le volteó la cara con una cachetada. Nunca antes le había pegado. Sonia huyó del cafecito. Vagó durante horas. Cuando regresó a casa, su padre la esperaba sentado en la sala. Tenía una actitud rara: retraída, tensa, demasiado quieta. Las piernas muy separadas; en la mano una caguama. Se puso de pie y sin verla a los ojos le dijo: “Eres hija mía, no eres marimacha. Lo que necesitas es conocer una verga de a de veras”, y comenzó a bajarse los pantalones. Sonia escapó. Durmió en una posada y al día siguiente le pidió trabajo de tiempo completo a su jefa en un establecimiento con varios temazcales en el que dirigía las ceremonias los fines de semana. Rentó un cuarto en dos mil pesos mensuales (donde aún vive) en la casa de una viuda, doña María Rosa Esquinca, en el pueblo de San Pablo Oztotepec, al lado del monte Teutle.

    III

    —Fue mucho tiempo después, cuando me escapé de casa, que entendí la furia de mi abuela Catalina, que entendí el significado de haberla descubierto en brazos de su amiga Leila… —A Sonia, como a Beethoven, no le gusta peinarse. Su cabello es un desastre: revuelto, mal cortado, de raíces café oscuro y puntas escarlata. Canta canciones de Chavela Vargas en la guitarra; su voz musical es ronca, como la de una mujer vieja que sabe sobre traiciones y cantinas. Odia los tacones. Usa tenis blancos que interviene con pinceles y estampitas de animales y estrellas— ¡…Mi abuela, en el fondo de su alma, era lesbiana! Amó a Leila en secreto, oculta, sintiendo remordimiento, miedo y culpa.

    Sonia lleva falda corta de mezclilla y una playera blanca sin mangas. El cuello ancho; la cara triangular. Tiene queratocono en los dos ojos y deberá usar lentes de contacto rígidos toda la vida o someterse a un trasplante de córneas.

    —En el fondo, mi abuela siempre quiso amar a Leila abiertamente, de frente, sin pena, pero tenía su marido, tenía su vida de mujer… de mujer sometida.

    Sonia estira el brazo izquierdo (el tatuaje de una calandria negra bajo la muñeca) y prende la lámpara de su mesita de noche; luz cálida, de un hondo amarillo que hace pensar en el fuego.

    IV

    Desde que se escapó, Sonia no ha regresado a la casa de su infancia. Se entrevistó una vez con su padre, quien, tras preguntarle si estaba bien, le pidió perdón a su manera hosca e indirecta. Se entrevistó dos veces con su madre y ambas resultaron infelices: su madre gritó y dijo sentirse culpable; se le crispó la cara, gimió, escurrió lágrimas y golpeó con los puños la mesa.

    —¡Ya van a ser las ocho!, me tengo que cambiar: quedé de ver a Verónica a las diez por el Ángel. Sonia “sale” con Verónica, una muchacha un año menor, desde enero de 2015. “Salen”… ninguna de las dos ha querido comprometerse a más. Duermen juntas dos noches por semana (viernes y sábados), casi siempre en el departamento de Verónica, en la colonia Juárez; la injusta distribución de las casas ha sido motivo de discusiones constantes, pero el argumento de Verónica es contundente: “¿Cuántos antros gay hay en Milpa Alta?”

    V

    Sin saberlo, Sonia representa las ideas que D.H. Lawrence expuso en su ensayo “Haciendo el amor con música”: somos los sueños de la generación anterior; no los sueños brillantes y hermosos, sino los ocultos y violentos. Somos las partes privadas de nuestras abuelas… Su abuela Catalina soñó con hacer el amor sin ataduras con una mujer; Sonia es la encarnación de ese sueño: una mujer que ama a otra mujer sin cadenas. —Yo no voy a sufrir lo que mi abuela sufrió—. De su vida pasada, a Sonia sólo le quedan recuerdos: jugar béisbol, de niña, con su papá en el terreno baldío donde marcaron las bases de la cancha sobre la tierra con pistolas de cal; adoptar con su mamá, de adolescente, un perro callejero con rasgos de pastor al que bautizaron como Gran Torino (por la película de Eastwood) y murió de una extraña enfermedad a los tres años…, el permanente olor entre rancio y perfumado (un perfume con aromas de tierra, cenizas y tuna) de la cocina—. No voy a amar escondida, como si estuviera apestada, sino libre y descarada. Sonia sonríe. Es la primera mujer que no será madre en la historia de su familia. Una sonrisa amplia de boca cerrada que hace pensar en la venganza.

    Esta crónica fue publicada originalmente bajo el título “Sonia, una joven de Milpa Alta” en el periódico Milenio (28 de agosto de 2016).


    Hugo Roca Joglar. En 2014 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de Crónica con la obra Lo que me dice el amor (Mahler en una cantina de Irapuato) y, ese mismo año, en España, el premio Paco Rabal de periodismo cultural en la categoría “Joven Promesa”; en 2015 fue merecedor, en Argentina, del primer lugar del concurso de ensayos Iberrutas 2015 “Memoria, migrantes y cultura”. Es autor de la columna sobre música clásica “Vibraciones”, que se publica en el suplemento cultural Laberinto del periódico Milenio. Colabora para Pauta, Nexos, Pro Ópera y Replicante. Trabajó para el periódico Reforma como cronista de viaje. Fue becario del programa Prensa y Democracia 2013 de la Universidad Iberoamericana y miembro del comité de selección en la edición 2015.

  • 0202 – Editorial

    Editorial / No. 202

    “Escribir crónica implica romper el cerco que nos separa del otro.” Eso afirman en su presentación a este dossier los periodistas Emiliano Ruiz Parra y Daniela Rea, antólogos de la muestra de crónica que ocupa las páginas de este número de Punto de partida. En un mundo donde la capacidad de asombro es rebasada diariamente por la violencia e intolerencia que campean en la vorágine de información en la que estamos inmersos, qué mejor género que la crónica, esa que implica romper el cerco, para derribar los velos que, muros al fin y al cabo, se ciernen sobre nuestros ojos.

    Así, Rea y Ruiz Parra han compilado una muestra con un título por demás acertado: “México en catorce voces”. Catorce cronistas, seis mujeres y ocho hombres —varios de ellos egresados de esta Universidad Nacional— que abordan sucesos ocurridos a lo largo y ancho de la República Mexicana con enfoques estilísticos variados, desde la nota perodística tradicional hasta estructuras narrativas que tienen mucho que ver con las del cuento, el ensayo e incluso la carta. Todas, sin embargo, fieles al principio de su género: el apego a la verdad, a la realidad que se vive, nos guste o no, en nuestro país. Esta selección de textos está acompañada, a manera de discurso paralelo, por una serie de imágenes con claro contenido de denuncia curada por Stephani Sánchez, profesora de la Facultad de Artes y Diseño, quien ha reunido para este número obra de maestros, egresados y estudiantes de esa instancia académica. Otra forma de hacer crónica.

    Por si fuera poco, la victoria de Donald Trump en la elección presidencial de Estados Unidos ha convertido a México en uno de los depositarios visibles de la ira del empresario gobernante, y aunque es cierto que la intolerancia no empezó con su campaña, ésta visibilizó el racismo, la xenofobia, la misoginia que subyacen en una parte de la población del vecino país —vemos cada vez con más frecuencia y alarma manifestaciones de este tipo en redes sociales—. Pero la construcción de un megalómano muro fronterizo, motor de la campaña del empresario, no sólo se erige como símbolo de exclusión —resguardarse del Otro, la amenaza— sino que se ha convertido también en una metáfora de la resistencia de ese Otronosotros. Desde el día de la toma de posesión de Trump se han sucedido marchas en todo el mundo que desmienten los datos esgrimidos por la Casa Blanca para justificar la construcción de una obra que remite a trágicos momentos de la historia de la humanidad.

    Por eso, en congruencia con la postura asumida por la Universidad Nacional, Punto de partida comparte con sus lectores una crónica gráfica que atestigua la rebeldía en el mero corazón del imperio: el fotoperiodista Antonio Turok, a quien agradecemos encarecidamente su generosidad, viajó a Washington en enero pasado para registrar las manifestaciones sociales alrededor de la toma de posesión del presidente electo y comparte con nuestros lectores, en la sección Del Árbol Genealógico, cinco fotografías que forman parte de un extenso fotorreportaje sobre el tema. La imagen como denuncia. La denuncia como vía de resistencia.

    Hacemos, desde este espacio, votos porque nuestros jóvenes puedan construir un mundo donde la equidad y el respeto a la diferencia sean la tónica y no la excepción.

    Carmina Estrada
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    0202__Catorce cronistas_Carta a Felipe_ Arturo de Dios Palma Ocampo

    Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202
    Carta a Felipe

    Acapulco, Guerrero, 1983

     

     
    La única vez que te vi estabas tendido sobre un petate, en el piso de tierra de un cuarto con paredes de otate y techo de lámina. Estabas rodeado de flores silvestres, alumbrado por veladoras, cubierto con una sábana blanca. Sí: estabas muerto.

    Un día antes te habías rendido a una hemorragia nasal que no pudiste atender. No había centro de salud o médicos en tu comunidad, San Marquitos, Chilapa.

    Moriste luchando sin armas contra la enfermedad como muchos otros jóvenes indígenas en ese pedazo duro que puede ser la Montaña de Guerrero. Peleaste seis meses contra la anemia aplásica que te detectaron. Habías cumplido catorce años de vida. Apenas catorce, Felipe Vivanero Martínez. En vida, eras un muchacho de rostro redondo, de piel morena y con un cuerpo lleno de energía.

    Después de que comenzaste a sufrir desmayos y un sangrado constante por la nariz y las encías, anduviste de un hospital a otro por toda la región: te internaron en el Hospital General de Chilapa donde no pudieron detectar lo que tenías. De ahí te mandaron al Instituto de Cancerología de Acapulco. Ahí te hablaron de la anemia aplásica: las células de tu médula ósea estaban defectuosas y no permitían el buen desarrollo de tus glóbulos rojos, blancos y plaquetas. Estabas condenado, Felipe. Y tu cuerpo te lo decía: antes de morir estabas flácido, pálido, y tu rostro delgado, escurrido.

    Tu hermana mayor, Josefina, murió igual que tú, por una hemorragia en 2001. Y también tu mamá, María Francisca Martínez de Jesús, junto con tu hermano Margarito. Todos con los mismos síntomas, por las mismas causas.

    Tu madre y tus hermanos comenzaron a morir después de que regresaron de Culiacán, donde trabajaron en el campo Bella Vista en el corte de chile.

    Tú lo recordarías: en el año 2000, allá en Culiacán, Josefina tuvo una hemorragia nasal que obligó a tus padres a regresar a Chilapa para internarla en el hospital. Ahí le dieron unos medicamentos que sólo pudo tomar un tiempo. Justo un año después, cierto día, murió por un sangrado. En cuestión de horas. Tenía doce años.

    Y un año después falleció tu madre por una hemorragia vaginal. Y Margarito, tu otro hermano, anduvo igual que tú, de un hospital a otro. Al final, por la falta de dinero para el pasaje, tu papá no lo pudo llevar a Acapulco y se quedó en San Marquitos esperando la muerte. Tenía quince años. Vivió un año más que tú.

    Lo que no supiste, a fin de cuentas, fue que la anemia pudo haber sido provocada. Alguna sustancia tóxica que quizá ingeriste.

    Tampoco, de seguro, supiste que en 2012, a través de un boletín, el número 116, el Instituto Mexicano del Seguro Social alertó que tener contacto frecuente con ciertos productos químicos de uso cotidiano en el campo, como los insecticidas, está vinculado con ese tipo de anemia.

    Si tú y tu familia la mayor parte de su tiempo la pasaron ayudando en el campo, en la siembra, a tu papá, Tomás Vivanero Barrera: ¿quién puede saber cómo se enfermaron?

    Tus últimos seis meses de vida fueron intensos, Felipe, como es el tiempo que se acompaña fielmente con dolor, marginación y pobreza.

    Todo lo sabrías mejor. No habría forma de no ver cómo tu padre, quien sigue viviendo en San Marquitos, se resistía a perder la esperanza de que los cinco hermanos que te quedan no mueran de la misma manera.

    Hoy que te escribo, pienso que pese a tu casi década y media de vida en medio de la pobreza, tal vez nunca te sentiste condenado por una mala suerte.

    Apenas hace unos cuantos años conociste la luz eléctrica, aunque no lograste ver cómo caía el agua por una llave. Ni viste los caminos vestidos de asfalto, ni a tus cuatro hermanos pequeños metidos en una escuela amplia, con salones limpios, con pizarrón y, sobre todo, con profesores todos los días. Tampoco pudiste ver una clínica. De seguro te moriste sin ganas de verlos. ¿Quién puede añorar lo que nunca ha conocido?

    Fue tu vida, Felipe, como la vida de tantos miles de mexicanos: desde antes de que nacieras, unos cuantos hombres, los que mandan en este país, ya la habían condenado a la miseria.

    Este texto es inédito.

    Arturo de Dios Palma Ocampo. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Guerrero. Fue incluido en libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas (Ediciones Proceso, 2015), que reúne los perfiles de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos. Tiene nueve años como reportero. Afirma que el periodismo es una herramienta que puede ayudar a sacar al país de la oscuridad.