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  • 0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_Dos cuentos – Alfredo Padilla

    0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_Dos cuentos – Alfredo Padilla

    Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197
    Dos cuentos

    San Luis Potosí, 1983

    Podemos conquistar cualquier cosa juntos
    We can conquer anything together
    All of us are bonded forever
    If you die I die that’s the way it is.
    Pennywise

    Era julio de 1996, robábamos discos en Wolf Records. Jason Thirsk, ex bajista de Pennywise, moría desangrado tras pegarse un tiro en el pecho con un revólver después de una noche de envidiable borrachera. En aquel entonces habíamos visto Kids, de Harmony Korine, unas seis veces. Aunque nos cagaba la fotografía presuntuosa de Larry Clark, decidimos seguir el mismo itinerario que en la cinta consumarían Casper y Telly —Telly era el protagonista chingón, pero nombro primero a Casper porque el tipo nos caía poca madre—. Telly solía acostarse con todas sus amigas “vírgenes”. Casper estaba completamente disipado en las drogas. La joda se da cuando Jennie, una de las fundas de Telly, descubre que es acarreadora del sida. Casper se la deja ir hondo.

    Saqueábamos los monederos de nuestras madres mientras éstas se calaban en agua caliente con demás subordinados. Sustraíamos caguamas de los estanquillos al estilo Justin Pierce, las hundíamos en nuestros pantalones guangos y después hacíamos skateboarding. Años de práctica y nunca logramos ni un puto ollie. Fuimos a raudales de fiestas y nunca nos cogimos a nada ni a nadie, ni siquiera a las posibles sidosas potosinas; en los años noventa no me hubiera importado mucho, tenía el pito como un pistón encerado ansioso de batir el cigüeñal en un motor monocilíndrico.

    Uno de los tantos discos que robamos de Wolf Records fue el Full Circle de Pennywise. Lo hicimos porque nos enteramos de aquella noticia del suicidio, que era tan esperado para los punks como la obvia corrida facial en una película porno hindú. Thirsk estaba perdiendo el control de su vida personal por culpa del trago, tanto, que decidió abandonar a la banda temporalmente para iniciar una cura de desintoxicación, pero el alcoholismo y su perdición pudieron más que los escenarios, y terminó suicidándose un 29 de julio.

    He vendido todos mis discos de punk rock para comprar leche en fórmula. Veo en la TV los X Games y parece que fue ayer. Estoy arruinado y grotesco, parece que podré recordarlo.

    El punk me taladra el cerebro ahora y aún no he podido hacer ni un puto ollie.

    Tipos de mensajería en un chat pornográfico
    It seems I saw you in some teenage wet dream.
    Pulp

    Flavia_25:
    Hola, les escribo desde este departamento sucio y triste porque me encuentro de sobremanera excitada, que eso a su vez es estar sucia y triste. Ayer me metí una botella de cerveza en el ano, por suerte ésta no hizo vacío. Me contaron que cuando eso sucede, las enfermeras y auxiliares filman y sacan fotos con sus móviles mientras posan o saludan a la cámara. Y que cuando finalmente logran extraerla, ellos la exhiben como un trofeo. Yo no lo sé de cierto, me lo confió una persona muy cercana a mí. Les escribo esta noche porque hoy no quiero meterme nada en el culo, me siento sucia y triste.

    Chico_hot_22:
    ¿Alguna chica en Madrid que me acompañe al cine por compensación económica? Tengo 19 años y soy mono.

    Drake_01:
    Soy Drake, aunque mi nombre verdadero es Luis, pero ya hay muchos Luises en el mundo y en los chats, por eso me puse así: Drake, porque se oye bien chingón, y porque también así se llama un rapero de Toronto que mi carnal escuchaba todos los días. Mi carnal se quiso suicidar y ahora vive en un psiquiátrico en donde todos los loquitos ven películas de Sylvester Stallone, amontonados en una especie de recibidor o sala hedionda; excepto él, que se la pasa viendo siempre hacia el limonero, ve cómo descienden y navegan las hojas en el viento. Yo no sé qué tenga mi hermano pero ya no escucha más rap. Les escribo esto porque no me quiero hacer una puñeta solo en mi cuarto, y que mi jefa me cache. Igual y esta noche conozco a alguien interesante aunque, bueno, no necesita ser tan interesante. Soy Drake, la neta tengo la verga chica, pero leo muchos libros.

    Moon_69:
    Acabo de abrir una botella de champaña. Busco pareja nocturna en San Luis Potosí, en especial que le guste la música de Ray Coniff. Recién puse “Sólo tú” en el reproductor, mientras rasgo mis medias, lo que me hace ver aún más sexy de lo que estoy. Fui secretaria durante tres años, pero me echaron por hacer cosas que las secretarias hacen siempre con sus jefes. Tengo puesto un baby doll negro que compré esta tarde en Milano. Quiero hacer el amor escuchando “Se busca” de Doogy Degli Harmonium y recordar así mis dolientes quince años.

    Axel_hot:
    ¿Alguien a quien le dé morbo escuchar cómo me masturbo sobre fotografías de famosas?

    Allan:
    Soy Allan, desde hace dos meses que tomo Rivotril y Clonazepam para la ansiedad. No se me para por nada del mundo. Pasaba por aquí para recordar los viejos tiempos. He hablado en línea con otros chicos que de igual forma toman lo mismo y a ellos sí se les para. Quizá lo mío sea sintomático, o temporal, o posiblemente esté de sobremanera deseoso. Tampoco puedo dormir. En la noche veo documentales de guerra y leo libros de Xavier Velasco. Me quiero morir y no sé bien por qué, quiero encontrar a alguien por este medio que me haga pensar en lo contrario.

    Mastersexxx:
    Hola, soy un madurito vicioso que desea chica muy hot para sexo por cámara. Si te apetece, deja privado.

    Charles_Vergas:
    Hola, soy un chico que cuenta relatos eróticos muy calientes. Busco mujeres de cualquier edad, adolescentes, jóvenes o maduritas, para narrarles mis acontecimientos sexuales. Lo he hecho en todos lados, en aviones, rascacielos, avenidas y universidades. No me da pudor exponer que tengo VIH.

    Axpero_1:
    ¿Acaso me sacaré hoy la lotería encontrando a una chica gordita? Me encantan, me fascinan, ¿hay una en la sala?

    Ethan:
    Hola, pido ayuda en este foro. Ya lo intenté por otros medios sin obtener una respuesta favorable. Estoy demasiado triste y deprimido. Hoy me han detectado un tumor en la cabeza. Estoy mal de los riñones, tengo artritis y una lesión en el diafragma. Lo que es peor, no tengo dinero para curarme. Mi familia no me apoya, tengo 18 años, vivo solo, trabajo y estudio. A veces no como porque no me alcanza el dinero. Me siento solo, no tengo amigos, los que dicen ser mis amigos sólo llegan a mí para que los ayude en tareas y trabajos, luego se van. Ya no puedo más, siento que estoy vacío, sin alma ni espíritu, he luchado por salir adelante pero ya no puedo más. Mi espíritu se ha quebrado. No tengo familia ni amigos, nada, no tengo nada. He estado a punto de morir y no hay nadie para apoyarme. En fin, siento que no existo.

    Ayúdenme por favor. Ya no tengo ganas de vivir, ya no puedo más. Quisiera hacerme mil chaquetas al mismo tiempo.

    Millany_D:
    Tengo 20 años y quiero encontrar un método diferente para sentir placer que no sea una almohada u otro aditamento (varón). Quiero que sea algo natural y espontáneo.

    ¿Será que el tantra me ayudará?, dímelo tú.

    Locke_69:
    Español de 48 años busca chica joven, atrevida y morbosa para vernos por cámara y darle su leche. ¿Alguna chica voluntaria se anima?

    Karla_23:
    Bueno, primero que nada amo a mi novio, no obstante siento que él tiene algo de culpa en este problema. Cabe destacar que he estado deprimida estos últimos periodos. Me siento muy triste y no sé por qué. Hace unos meses no le veía sentido a la vida. El punto es que yo era súper sexual, me encantaba hacerlo con él (mi novio) todo el día. Pero él siempre estaba nervioso porque tenía miedo de que mi familia nos encontrara, se venía muy rápido o ni siquiera acababa. Lo hacíamos en su casa y bien, pero ahora no quiere hacerlo. Las veces que lo hacemos él llega súper rápido, tanto que yo quedo con ganas de más. A veces hasta me llego a encrespar excesivamente porque casi nunca tengo un orgasmo. Yo le ruego que piense en otra cosa para que aguante más, y cuando se viene rápido siempre se excusa con que él sí trabaja, y que está muy cansado, siempre está cansado. Yo era tan sexual y ahora ni me excito ni nada.

    Mis órganos no reaccionan, y es tan triste, odio esto. Puedo acabar pero después de un rato, ya mis orgasmos no son tan intensos como antes. Hemos tenido muchas peleas porque me provoca y después me sale con que está muy cansado, ya saben. Hoy le di unos besitos y me dijo que lo hiciéramos, pero yo ya no tenía ganas, y me dijo que para qué lo provoco si no hacemos nada, y yo pues sorprendida ¿verdad?, le digo que son pocas veces en las que le digo que no, y me dijo que ya muchas veces yo lo he rechazado, ¿ustedes creerán?, insinuando que casi no lo hacemos… y eso me dolió en el alma, la neta, porque considero que lo hacemos bastante y yo siempre quedo con ganas de coger y muy frustrada. No sé qué hacer, quiero que esto se solucione.

    Leí que algunas pastillas como la Sertralina o la Olanzapina hacen que una no se excite. No sé si sea cierto. Pero yo he estado tomando unas para un problema que tuve en el cerebro. Como sea, necesito a un hombre que sepa coger largo y tendido, me llamo Karla.

    Nabal:
    Soy un desempleado más del nuevo sexenio. Hace un par de años era un maestro universitario medianamente respetable, pero eso fue antes de la depresión. Ustedes creerán que después de impartir cátedra en las aulas magnas más importantes del país e impartir talleres de doctorado en diferentes instituciones de renombre, no pueda ahora siquiera sostener una conversación. No quiero encontrarme con nadie en la calle o el colectivo; ni hablar de nimiedades como del clima o el puto Gato de Schrödinger. No me distrae el cine, mucho menos la literatura.

    Quise flirtear un tiempo por internet, pero sólo conseguí que se me tachara de embustero. Los doctores en Letras no conciertan citas por chat. Cuando podía, leía cantidades acerca de la misofagia, como especialización, pero la bibliografía en el tema es muy reducida, en comparación con las toneladas de referencias que existen sobre la antropofagia. Preferible el pragmatismo, sólo hay que saber delimitar y ser un tanto clínico. No me interesa más escribir, tampoco cargarme a una mujer entera, inclusive, me da tedio morir. No es agonizar lo que me anima, es el medio, diría un sobrevalorado McLuhan. Soy Nabal, si se sienten atraídos, deseo, por sobre todas las cosas, ser engullido.


    Ambos cuentos fueron tomados del libro Una pastilla más para que pase el dolor (Ponciano Arriaga, 2015), ganador del Premio Estatal de Literatura Manuel José Othón de Narrativa.


    Alfredo Padilla. Es colaborador de las revistas Letras explícitas, RGB, Itinerario, Sabotage magazine, Operación Marte, Clarimonda y México kafkiano, así como de los fanzines Punkroutine y El vacío (fanzine alterado de ficción y auto ficción). Fue becario del Festival Interfaz 2014 en el área de literatura; ese mismo año obtuvo el Premio Manuel José Othón de Narrativa. Ha sido incluido en las antologías Lados B. Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press-Ponciano Arriaga, 2015) y 17 voces que dicen presente, la memoria del Cuarto Encuentro de Narrativa Centro Occidente.

  • 0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_Stultifera navis-Ernesto Sánchez Pineda

    0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_Stultifera navis-Ernesto Sánchez Pineda

    Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197
    Stultifera navis

    San Luis Potosí, 1982

    Un alma equivocada: pero grande…
    Juan Carlos Onetti

    Las pesadas cortinas dejaban filtrar un rayo de luz acusador que le pegó directo en el semblante. Todos los años que devotamente había encomendado al alcohol, ninguna mañana le había perdonado las violentas resacas. No obstante había días en los que lograba despertar como una persona funcional, el menos preciado de sus personajes. Lamentablemente no era uno de esos días. Con dolor en sus ojos miró el reloj marcar con un rojo intenso las 10:32 de la mañana. Su pecho trató de expulsar un grito de coraje pero de su boca sólo alcanzó a escaparse un gemido como de perro moribundo, triste y derrotado por las invisibles injusticias del mundo. Era tarde, pero siempre fue tarde para Daniel Govea. La vida, con la indiferencia natural de su sexo, no tenía remordimiento al lastimarlo y tratarlo como algo prescindible e insignificante. Sinceramente, a él esto ya le empezaba a importar un carajo, pero sabía que no le soportarían otra falta en su chamba, esa justificación que los hombres patéticos utilizan para explicar sus días. Rápidamente esto también le empezó a importar un carajo, tendrían que arreglárselas sin el grandioso supervisor del pasillo de abarrotes por otro día. Lo único que lo hizo moverse de su cama fue el hambre, pero no el hambre que ataca al hombre común y corriente, al humano promedio. El hambre que atacaba a Daniel era de otro tipo, un vicio terrenal por escapar de este orbe, por consumirse mientras se navega sin rumbo. Y en ese espacio que lo oprimía el refri estaba vacío.

    Para ellos estamos locos. Ni lo digas, porque yo pienso que estás loco, no sé si yo lo estoy, pero de ti sí que estoy seguro. Luces como vagabundo y ¿me dices a mí loco? Me levanté porque no había nada en la casa para comer, traigo una cruda insoportable. ¿Qué, lo que quieres decir entonces es que no eres un loco sino un pinche borracho? No. Soy borracho, pero no sé si estoy loco. ¿Quieres saber si estás loco? ¡No quiero saber nada, con una chingada! Haz paro y deja de decir pendejadas, mejor acompáñame a La Esperanza. No sabía que te gustaba ese lugar. Sí, me recuerda otro pueblo, en otro tiempo, cuando era otra persona… Estoy seguro que nadie me tachaba de loco allá. Vamos pues, pero tú pagas. Siempre pago yo, qué le haces a la mamada. Sí es cierto, m’ijo, pero neta, ¿de dónde sacas varo? Yo siempre estoy jodido. No sé, la verdad, no sé, los días los despierto con los bolsillos llenos, o al menos con suficientes billetes para pasar un rato en La Esperanza.

    Si pensaras en una cantina, seguro que la primera imagen que aparecerá en tu mente no tendrá absolutamente nada que ver con el lugar al que llegaron después de serpentear entre las callejuelas desoladas y sin pavimentar del barrio. Se levantaba ahí, en medio de la nada, una ruina entre ruinas, un espacio mágicamente lúgubre que los invitaba a pasar. El miedo a que fuera a derrumbarse aquella estructura hizo que Isaac dudara un par de segundos antes de cruzar el umbral. Por su lado, Daniel entró como hipnotizado, como si atravesara un sendero aprendido de memoria. A su espalda, mientras sus ojos se ajustaban al humo que se esparcía como niebla en noche negra, Isaac pronto pudo apreciar mejor la precariedad de las instalaciones. A pesar de que al lugar le hacían falta la barra, las puertas, el mingitorio, los vinos y el cantinero, sabía que su amigo la consideraba una cantina en potencia porque entendía, como el borracho profesional que era, que para los verdaderos borrachos cualquier espacio es bueno para embriagarse y porque, a pesar de su evidente fragilidad, el techo producía una sombra densa, perfecta para esconderse del sol abrasador y la luna coqueta. En principio las cantinas son un refugio ante las tempestades, un búnker natural para exiliados sociales, y este espacio ofrecía sin duda el aislamiento necesario para recibir a esos migrantes de la tiránica vida cotidiana.

    A su entrada, algunos ojos ausentes se posaron sobre ellos por un par de segundos. La luz que se escapaba de la punta de los cigarros ayudaba a que algunas siluetas tomaran forma. Sentados sobre piedras y usando la pared de respaldo, un ejército de tomadores se apostaba en las orillas del recinto, susurrando secretos, anécdotas, penas, proyectos y pérdidas, en voces imperceptibles y profundas, cuchicheos entre cómplices momentáneos. Isaac y Daniel se aplastaron en un rincón y mágicamente tenían bebidas en la mano, porque en realidad no hay nada que hacer en una cantina sin una bebida en la mano. Ambos se jalaron de un golpe el mezcal y antes de que pegara el vaso en el suelo ya otro lleno estaba remplazando esa vacuidad. Así empezó la larga letanía del trago.

    Una señora comenzó a bailar al ritmo de una música mágica (una cumbia seguramente, o tal vez algo del Príncipe, pero también podría haber sido A Saucerful of Secrets o alguna otra canción legendaria) contrastando cómicamente con la quietud de los presentes. Agitaba con dulzura unos brazos que mostraban quemaduras de cigarros y tatuajes caseros con nombres de amores amargos, su rostro amoratado amortiguaba esa sonrisa inconstante, característica de prolongadas adicciones, y aún así, en medio de ese lugar olvidado por la alegría, se movía ufana y rebosante, dejando estelas de placer en el denso humo, y por momentos parecía ser la tosca figura femenina dibujada en la pared que en su desnudez sostenía una copa de vino en una mano y un cigarro de mota en la otra. No obstante, alguien —nadie sabe quién— llevó una docena de tortas y el espectáculo de la bailarina pasó tristemente a un segundo plano ante la gula de los comensales. Indignada, la señora extremó sus movimientos hasta el punto de lo grotesco y así, de pronto, como iluminada, se bajó los pants. A Daniel, que estaba a punto de darle una mordida a su torta, le tocó ver toda la escena de sopetón, se quedó inmóvil hasta que se oyó: ¡Mana! ¡Mana! ¡Ya ni la chingas, Mana! Y “La Mana”, señora de muchas anécdotas, se subió los pants y caminó directito a la voz que la amonestó, le arrebató el cigarrillo de la boca, le dio un par de jalones para luego soplar lentamente el humo de regreso a la cara que la enfrentaba, mientras decía: “Trankas, Mario, yo sé qué onda aquí.” Una ola de risas burlonas inundó el espacio desde todos los rincones y recovecos del recinto, llevándose con su espuma el magnífico instante. No se puede negar que este tipo de momentos fugaces hacen que los lugares se impregnen en el alma y se conviertan en carne y sangre de uno. La cantina utópica con la que soñaba Daniel se materializaba con estos detalles, y comenzó a hablar sobre las posibilidades del establecimiento, acaparando la atención, poco a poco, de todos los presentes.

    ¿Ves? Si tan sólo arregláramos esos detallitos este lugar sería un hitazo. ¿Detallitos? Neta desvarías en ratos, esto está que se lo lleva la chingada. ¿No viste? ¿No la viste? Fue una escena digna de las cantinas de mayor prestigio, carnal. Desde hace mucho que no veo lo mismo que tú, yo sólo vi una pantufla añeja que me quitó el apetito. No hablo sólo de eso, eso fue fenomenal, digno de relatarse, pero lo que quiero decir es que este lugar tiene la potencialidad necesaria para ser una gran cantina. <Dicen que aquí estuvo una de las primeras cantinas de México>. “N’ombre, eso fue en el local que ahora ocupa el Oxxo en la plaza principal”. <Esos Oxxos son una plaga, también tumbaron la casa de Carranza, ¿se acuerdan? Estaba preciosa>. Lo entendería de un local con historia, tratar de rescatarlo de su muerte, pero esto tal vez no haya pasado de ser una estética canina en algún tiempo. Debes tener visión, checa: una barrita de madera y le ponemos a la barra el frente de mosaico decorado y su canaleta para simular esas cantinas de antaño donde podías mear sin tener que moverte de tu lugar. «Yo recuerdo un par que todavía tienen canaleta, es una tristeza que ya no te dejen usarla». —Lo importante aquí es ¿de dónde vas a sacar el varo?— El señor tiene razón, ¿de dónde vas a sacar el varo?, yo siempre ando bien jodido, por eso siempre pagas tú, pero nunca sé de dónde sacas plata. Ustedes no se preocupen por eso, ustedes nomás vengan cuando esté listo, ya veré de dónde saco la pasta. [Lo que importa en una cantina es la variedad de vinos, no tanto las instalaciones]. Toca usted un muy buen punto, los vinos estarán en estantería de madera con fondo de espejo en todo ese espacio, estaba pensando en que tuviera un par de pilares de madera decorados con botellitas talladas. [¿Calidad o cantidad?] Calidad, cantidad, mala calidad, de todo, desde este tipo de mezcal hasta el whiskey más caro. [Ni que se fueran a parar aquí ejecutivos, carnal]. El lugar tiene que estar preparado para recibir a cualquiera. «Yo digo que lo importante es la música, un buen desmadre siempre atrae a los pasantes, y debo confesar que ya estoy medio harto de esta música de fondo, parece como de recuerdo». Sí pensé en eso, de hecho mandé cotizar una de esas rocolas nuevas que traen una infinidad de canciones. Están horribles, digo, si lo que quieres es dar la apariencia de una cantina con carácter. También pensé en eso, hay una empresa norteña que se dedica a hacerlas con apariencia de esas viejitas, como la que tiene el Bruno en su local, lamentablemente ésa ya no jala. [¿Dejarías entrar a las mujeres? Porque en una cantina así, en forma, no dejaban entrar a las mujeres]. “Ni a los perros, ni a los boleros”. Claro que dejaría entrar a las mujeres, miren nomás la calidad de clientes que perderíamos si no lo hacemos, ¿verdad, Mana? | Tú siempre todo un galanazo, mi rey. | Claro que pondría el baño en un lugar separado, porque pienso poner un mingitorio aquí para la bandera, con su lavabo, porque, con o sin canaleta un borracho no tiene por qué caminar demasiado para echarse una meada. ¿Y lo demás? ¿Las paredes, el suelo, las mesas, la decoración? [Nadie se fija en esas cosas, hermano, mira dónde estamos, un borracho no necesita mas que un trago en la mano.] Ése también es un punto válido, pero estamos construyendo nuestra cantina utópica, no escatimaremos en gastos. “Yo digo que no pongas demasiadas mesas, para que haya espacio para echar bailongo… así evitamos que la Mana nos ponga la pantufla casi en las narices”. | Grosero. | Tengo pensado unas cinco mesas, unos bancos extras por si se llega a abarrotar de gente, pero no más, no le tiro a que sea un antro. —Sí, que quede así, privadito, si las jainas quieren venir, que vengan, si no vienen pues que no vengan, al fin y al cabo la libramos bien sin ellas.— | Corazón, ¿y le vas a dejar el nombre? | Claro, La Esperanza. ¿Ya te la imaginas? Estoy tratando, una cantina utópica, la verdad, la verdad, no es mala idea. Claro que no es mala idea, es utópica, no puede ser una mala idea. [¡Un trago por La Esperanza!] ¡Salud! ¡Salud! “¡Salud!”

    La plática siguió por largas horas, las mismas que transcurrieron con dibujos en la mente de las paredes decoradas con fotografías de barcos, porque a todos les gustaban los barcos, y otras con esos personajes peligrosamente casi olvidados por las generaciones recientes. Unos proponían a Pedro Infante y a Negrete; otros proponían a Tin-Tan y a Cantinflas; alguien propuso a José José y José Alfredo (obviamente nadie objetó contra él); algunos impertinentes querían llenar las paredes con mujeres desnudas, lo que causó una gran controversia, pero al final se acordó que toda cantina utópica debe tener un límite para la vulgaridad (por lo que sólo se pondría un par de cuadrillos a la altura de los ojos en la parte del mingitorio, en torno a uno más grande que representara la misma figura que ya tenían ahí: una fina dama con una copa en mano, mostrando todos los placeres terrenales). Para el resto del local se propuso, para darle su lugar a la figura femenina, agregar a estrellas del cine como Dolores del Río, María Félix y Lilia Prado. La conversación dio un brinco a los tipos de bebidas que se manejarían y se habló de una barra cuya reserva nunca se acabara, una barra llena de todo tipo de mezcales, tequilas, rones, whiskeys, vodkas, brandys y curados. Cada cierto tiempo alguien agregaba un detalle al que todos daban el visto bueno. Los minutos pasaron tranquilos mientras las palabras olvidaban su orden y las miradas se perdían en ese laberinto anhelado. Las voces se fueron apagando hasta que el murmullo se convirtió en silencio.

    —¿Seguro que es por aquí?

    —Seguro, vengo casi todas las tardes. Mira, ahí está, como siempre, dormido.

    —¡¿Sí puedes cargarlo tú solo?!

    —¡N’ombre, si para eso te traigo! Casi siempre me ayuda el Iván, pero ahora me quedó mal.

    —¿Qué dices que tiene tu carnal?

    —Nadie sabe lo que tiene, el doctor dice que no es nada, pero todas las mañanas sale de la casa como endiablado, como si no soportara el peso de las sábanas, y viene aquí. Antes no lo dejábamos, pero aventaba unos berrinches que hacían a la jefa llorar, hasta que la quebró y por fin sólo nos dijo que hiciéramos lo posible por cuidarlo. Con el tiempo nos dimos cuenta de que aquí era el único lugar donde se sentía feliz, o por lo menos cómodo.

    —¿No te preocupa que le vaya a pasar algo?

    —La verdad, no. Nadie viene por acá, ya nadie nunca se para por estos rumbos. Aparte sólo viene y se sienta en una de estas piedras y se pone a hablar solo, por horas y horas. Una vez traté de seguir lo que iba diciendo y no comprendí nada. La neta, ya mejor lo dejamos ser, lo cuidamos de lejos, a la hora de la comida le traemos un par de tortas y se las dejamos ahí, como si fuera un perro… Me rompe el corazón pero, ¿qué se le puede hacer? Después de todo es mi hermano y, la verdad, en ratos casi estoy seguro de que es más feliz que nosotros.


    Una versión previa de este texto se publicó, bajo el título de “Des.Ilusiones”, en la revista Dédalo. Crítica, cultura, arte, año 0, núm. 3, diciembre de 2011, pp. 34-38.


    Ernesto Sánchez Pineda. Narrador e investigador. Estudió la licenciatura en Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato y la maestría y doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de San Luis. Obtuvo la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes San Luis Potosí (2011) y la de Jóvenes Creadores del Fonca, ambas en el área de Cuento.
  • 0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_De mis bíceps- Jesús Navarrete Lezama

    0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_De mis bíceps- Jesús Navarrete Lezama

    Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197
    De mis bíceps y del modo en que llegué a adquirirlos

    Tempoal, Veracruz, 1983

    El tiempo es una puta vieja y cansada, pero todo el mundo sigue jodiendo con ella. Sucede que el tiempo es importante; el tiempo y el colon, por ejemplo, dan forma a nuestras heces. El aspecto de nuestros excrementos nos permite saber si estamos bien de salud. Luego, la salud está en el colon. Depende del tiempo en el colon.

    En aquella época yo no era nadie. Sin jactarme de ello, podía decir que era nada. Tenía una clara conciencia de mi insignificancia. Sin embargo, con treinta y tres años de edad, aún conservaba un poco de esa energía que en la juventud lo empuja a uno a confiar en que se puede llegar a ser alguien.

    Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que, como todos, yo también esperaba de la vida reputación y poder. Resolví que para conseguirlo iba a convertirme en un escritor, ya que ninguna otra actividad me parecía apropiada para escalar una posición. Nunca había escrito una línea, pero durante una época de mi vida leí con avidez, y eso con seguridad iba a facilitarme las cosas. Incluso llegué a imaginar mi nombre inscrito en los periódicos, en las listas de best sellers.

    En aquel entonces me había dejado mi novia, me habían corrido del trabajo y estaba lleno de deudas; me pasaba toda esa clase de cosas después de las cuales la gente suele tomar decisiones importantes. Además, padecía una depresión por la que otro, con un poquito más de huevos, se hubiera pegado un tiro. En lugar de eso yo estaba pensando en la posibilidad de ir al psiquiatra. Pasaba las tardes reflexionando acerca de lo que me convendría más: los fármacos del psiquiatra o el placebo de las charlas con un psicoanalista, hasta que descubrí que la mejor solución era escribir. Los escritores se burlan a sus anchas de los psiquiatras y de quienes van al psiquiatra.

    Por fin, después de muchos años, aquella noche volví a hacer planes. Me puse a soñar despierto con el futuro. Creí, puerilmente, que para fijarme bien el objetivo sería adecuado repetir diez veces en voz alta que iba a ser un escritor; y así lo hice. También juré que ya no iba a perder más el tiempo y que ninguna mujer iba a separarme ni por un segundo de mis propósitos.

    Me quedé dormido esperando el amanecer para iniciar mi nueva vida. Incluso soñé que amanecía de veras. Me vi sentado en la mesa. Me vi ya viejo, frisando los sesenta años, pero mi aspecto conservaba cierta vitalidad. Tenía una mujer y tres hijas. Podía ver y verme, como suele pasar en los sueños. Mi perspectiva se ubicaba, extrañamente, en el centro, como si fuera un recipiente de comida sobre la mesa.

    De pronto, el rostro difuso de una de las niñas se movió y habló desde su sitio:

    —No todo lo que se acerca al fuego termina por convertirse en fuego. El humo es el resultado de una combustión incompleta —dijo, como si estuviera repasando sus lecciones. Entonces me levanté, caminé por un pasillo, tropecé, caí al piso y empecé a andar a gatas hasta perderme en la oscuridad.

    Me despertaron los golpes de Brenda en la puerta.

    Conozco el sosiego que proporciona la conversación con alguien, así que la había llamado la tarde anterior. Se iba de viaje y no podía dedicarme mucho tiempo; sin embargo ahí estaba, dispuesta a escucharme. Y, entendida como es ella en materia de necesidades humanas, después de referirle mis últimas tragedias, determinó que me vendría bien coger; lo cual, según calculé, me obligaba a aplazar mi nuevo proyecto de vida por lo menos dos horas.

    El gemido que lanzó cuando se la metí fue tan excitante, casi sobrenatural, que me hubiera gustado venirme en ese momento, echarla de la casa y ponerme a escribir; como no podía hacerlo, dejé a mi mente vagar. Empecé por preguntarme si los objetos que había a nuestro alrededor podían captar los jadeos enervantes de Brenda. A decir verdad, ni siquiera puedo garantizar que fueran auténticos, pues mi cabeza estaba en otro lado. Sin duda le agradecería en el futuro aquella cogida, aunque al principio hubiera pensado que me quitaba un tiempo valioso.

    Por un instante imaginé que podía ser uno de esos novelistas que para ejercer el oficio necesitan embrearse los dedos con todo tipo de secreciones. El público gusta de ellos. Contemplé la opción de convertirme en un escritor satírico o, más precisamente, del tipo comediante, que hoy abundan. Pero de inmediato supe que lo impediría mi propensión innata a la tragedia.

    Los títulos para mis historias aparecían uno tras otro: “Estar cansado tiene plumas”, “Forcejeando con Daniel para llevarlo al anexo”, “Preludio de lo importante”, “After Noon, se llamaba el sitio”, “Escritura de hierba”. Incluso se me ocurrió la idea de escribir una novela breve: El fabricante de pelucas.

    Mientras Brenda me la chupaba concebí la dedicatoria que llevaría el libro; sería un mensaje para mi ex novia por haberme dejado en aquella orfandad: “A Joana, que se olvidó de mí.” Estaba seguro de que ella recibiría un magnífico golpe cuando viera mi libro en los escaparates, con aquella dedicatoria culpándola de todo.

    Estas y otras reflexiones pasaban por mi cabeza al tiempo que me cogía buenamente a Brenda; pensaba que era muy propio de mi naturaleza, puesto que había decidido ser un escritor, y un escritor es primeramente un hombre que reflexiona en todo momento y sobre cualquier cosa.

    Cuando terminamos, y después de descansar un poco, Brenda se empeñó en llevarme a desayunar.

    Las calles estrechas y las paredes de las casas estaban manchadas de lluvia. En los solares baldíos se agitaba tímidamente la hierba; reverdecían los bultos de arena en las construcciones abandonadas; el agua formaba riachuelos junto a ellos. Estoy seguro de que experimenté la misma sensación que habría tenido Jean Cocteau una vez que dejó de fumar opio: parecía que mi organismo estaba saliendo de una invernada, de esa extraña economía de las tortugas, las marmotas y los cocodrilos.

    Por el contrario, el sitio al que fuimos estaba lejos de ser agradable. Gente de toda índole, gordos batallando para entrar en el reducido espacio entre las mesas y los asientos acojinados, empotrados en la pared; señoras hurgando en sus bolsos, a punto de levantarse; meseros esperando la decisión de los comensales, ejercitando una ligera inclinación en la posición de su cuerpo, síntoma del bien aprendido hábito de la servidumbre. Tuve el deseo de escribir un relato en el que los involucrados miraran complacidos una atrocidad.

    Cuando regresábamos, Brenda me cuestionó acerca de lo que iba a hacer ya que estaba sin trabajo. Respondí que no tenía ningún plan. Nadie debía saber nada aún, por si fracasaba.

    Una vez en casa se despidió de mí y quedé solo otra vez. El día estaba nublado y oscuro. Yo estaba en blanco. Me senté en la sala. Traté de escuchar un poco de música; era mejor el silencio.

    Todo era normal. O casi normal. Primero se echó sobre mí esa impresión de que nada cambia y luego, de pronto, vino la angustia de darme cuenta de que el tiempo pasa y es inevitable que todo a nuestro alrededor continúe su transformación. El mundo es un cadáver; si uno logra subir a una cima alta es posible saber hasta dónde llega la podredumbre. O por lo menos se puede admirar a la fauna cadavérica transitando la superficie como si fueran rebaños de cabras diminutas.

    Todavía era temprano, así que me senté ante la máquina a esperar que las palabras salieran de su letargo.

    Mi memoria siempre ha guardado cosas irrelevantes; todo lo que a nadie le importa está ahí; inunda los ductos: me acordé de los monos fluorescentes prisioneros en cierto laboratorio japonés, vejados por un grupo de sujetos que escrutan a través de la luminiscencia de la epidermis los estragos que causan las enfermedades humanas cultivadas en sus órganos. La ciencia celebrará jubilosa el día en que un chimpancé pueda albergar durante toda su vida una enfermedad humana; quieren lograr incluso que el padecimiento se transmita hereditariamente a las nuevas generaciones para poder estudiarlo a placer. Los hombres de ciencia suelen ser gente fiel a sus principios y consideran que si puede experimentarse en simios o en roedores, debe hacerse.

    Desenterré algunos datos sobre esa nueva especie de pez caracol encontrada en los mares del Pacífico. Recordé que en Brasil había nacido un perro verde; que, disfrazado de oso, un hombre dio muerte a otro en el primer día del carnaval de Barranquilla; y que el primer ministro ruso precisó cuatro disparos para hacer blanco en una ballena a la que era necesario tomarle una muestra de sangre.

    Pero nada de eso me inspiraba a decir algo. Y un escritor debe tener algo que decir. Aunque la mayoría, en realidad, escriba sólo porque quiere decir algo. Me horroricé al pensar que yo encajaba perfectamente en esta segunda categoría, puesto que todo lo que pensaba era vacuo, insustancial: lo mismo que una camioneta roja cargada de coles o una pila de troncos en una azotea.

    Y todas estas especulaciones se estaban moviendo lentamente en mi cabeza mientras miraba el patio: tampoco había nada ahí, basura pequeña y polvo levantado por el aire frío, dorado por el sol inocuo del invierno; sólo una pequeña pila de tabiques en la superficie estéril de concreto a la que nadie habría prestado mayor atención. Dos escarabajos se apareaban en uno de sus bordes.

    Se estaba haciendo tarde. Aun así volví al sofá y me quedé quieto; esperando.

    Todo lo inundaba ese ruido sordo, de borrasca lejana, que hay en las ciudades. El tedio me dominaba de nuevo. La sensación iba cambiando lentamente de forma: ira, desasosiego…

    El escritor es memoria o es nada, dicen. En ese caso, yo hubiera querido ser aquel tipo en Canadá a quien después de diversos tratamientos y varias opiniones médicas le dijeron que para que bajara de peso no quedaba otra opción que intervenir quirúrgicamente cierta zona del hipotálamo con el fin de reducirle el apetito. Y ahí estaban los doctores, estimulándole el hipotálamo, cuando de pronto, los recuerdos empezaron a agolparse en la cabeza del hombre y luego a escurrir sin freno, nítidos como en una película. La charla con una amiga suya. Un parque. Cosas de hacía veinte años. Y poco menos. Bastaba seguir un recuerdo para que éste cobrara su orden. El único problema fue que no alcanzó a entender muy bien de lo que hablaban —el sonido era como el de una cinta magnética vieja o algo así.

    Definitivamente no iba a ser fácil. Mis comienzos como escritor estaban lejos de ser promisorios. Es más, eran malos. No se me ocurría nada. Estaba bloqueado.

    Entonces, como en aquel cuento en el que hay un tipo pasando la aspiradora —y como en muchas otras historias—, sonó el teléfono.

    —¿Dedo? —se escuchó del otro lado de la línea—, ¿estás ahí?

    De inmediato me vino a la cabeza que ahí estaba mi primer relato. Detrás de esa llamada. Sólo tenía que ir a buscarlo.

    —¡Dedo! —suplicó la voz—. ¿Por qué no me contestas?… Si no dices nada voy a colgar… ¿No vas venir a mi casa? Ya habíamos quedado. Estoy sola…

    —No soy Dedo… —dije.

    —¿Que no eres Dedo? No empieces. ¿Y quién ibas a ser entonces?

    —No sé… —respondí—. Pero si quieres puedo ir a tu casa y lo averiguamos.

    —… Mmmh. ¿Quieres jugar, Dedo?

    —No me gusta jugar.

    —¿Ya ves? Entonces sí eres Dedo.

    —¿Cómo te llamas?

    —… Clarisa… —dijo.

    —Dame la dirección. —Tomé nota y colgué.

    Llegué con tiempo. Ahí me sobraba, qué curioso. Me dispuse a esperar. Después de un rato bajé del auto y fui hasta una tienda cercana a comprar el periódico. Un incendio forestal en el norte de Colorado había dejado intacta la cancha de tenis de un parque; en mi ciudad de origen una familia se quedó sin hogar cuando la casa que habitaba fue alcanzada por el fuego originado en una fábrica de colchones. Parecía temporada de incendios: en Bolivia habían aprehendido a un menonita mexicano por darle candela a un pastizal.

    Cuando regresé al sitio había una chica sentada en la puerta de la casa. Subí al auto y pasé de largo. Di una vuelta a la cuadra y me estacioné en un lugar desde donde podría observar mejor sus movimientos. Ella miraba el reloj y volteaba hacia la derecha. Luego llegó un tipo. Cruzaron algunas palabras y entraron. Supuse que era Dedo.

    Yo no tenía nada que hacer, así que seguí esperando a ver si pasaba algo. Un carro se estacionó delante de la casa. Se apeó una pareja. “Los papás”, pensé. Eran viejos y gordos; empezaron a bajar paquetes, bolsas; hablaban.

    Me acerqué a ellos. Guardaron silencio.

    —Buenas tardes —les dije.

    El hombre me miró con desconfianza. Tal vez pensó que escondía un arma, pues yo llevaba el periódico doblado en la mano izquierda. La vieja terminó de acomodar los paquetes en la entrada.

    —Estoy buscando una calle.

    —Pues por nosotros no se detenga —dijo la señora, cuyo rostro, hasta entonces, me había parecido amigable.

    Me encendí.

    —¿Sabe usted que su hija está allá adentro cogiendo con su novio, Dedo, y que yo trato de entretenerla para evitarle el espectáculo de verlos revolcándose en su sala?

    No creí que hubiera sido capaz de decir aquello, era absurdo, yo ni siquiera sabía lo que Dedo y Clarisa estaban haciendo; pero ya lo había dicho. La señora trastabilló. El viejo me miró extrañado.

    —Llamaré a la policía —dijo, y entró en la casa con la mujer tras él.

    Quise detenerla, hablarle, pero en lugar de eso la seguí. Al abrir la puerta vimos a Clarisa recostada en el sofá con las piernas abiertas, lista para recibir a Dedo. Entonces la señora giró sobre mí; yo cerré la puerta y me llevé la mano atrás como si fuera a sacar un arma. La vieja retrocedió, se recargó en su marido y apretó contra la barriga el jarrón que había tomado con la intención de golpearme.

    —Pásele, señora. Siéntese, cálmese —le dije.

    Avanzó con temor, al lado de su marido. Dedo y Clarisa ya estaban parados, desnudos, muy juntos en medio de la sala. No supe cómo pasó. De pronto el viejo tenía un arma de verdad y me apuntaba. Me arrojé sobre él y mientras forcejeábamos la vieja aprovechó para golpearme con el jarrón en la cabeza.

    Cuando desperté me tenían atado a una silla. Dedo y Clarisa se miraban avergonzados en uno de los sofás de la sala.

    —Ya vienen para acá —dijo la vieja colgando el teléfono. Quería decir algo, pero las palabras eran obesos poliedros chocando entre sí en mi garganta. Tenían el televisor encendido: diez enanos rodaban por el escenario; parecían perros amaestrados. En cierto momento se colocaron en fila, muy juntos, y se dejaron caer hacia atrás; una vez sentados dieron un medio giro hasta quedar encaramados uno sobre otro, simulando un enorme gusano. Las nalgas de cada uno semejaban protuberancias en el lomo de la bestia. Dieron varias vueltas alrededor de un gordo que hacía malabares.

    Cuando llegó la policía, la vieja les dijo que me había metido a la fuerza a su casa con el propósito de matar a su marido, y que de no ser por ella, quién sabe cuál hubiera sido el desenlace de aquel episodio.

    Su elocuencia me heló. El viejo me miraba con rabia, mientras pasaba un pedazo de hielo alrededor de su ojo inflamado.

    —Allanamiento de morada y tentativa de homicidio —dijo uno de los policías, orgulloso de usar la terminología jurídica, mientras tomaba la pistola como evidencia—. Ya te cargó la chingada.

    No respondí. Seguía ofuscado. Además, no había nada que responder. Me desataron y me condujeron afuera de la casa. Los viejos salieron detrás de nosotros, constataron que me subieran a la patrulla y se quedaron ahí parados hasta que arrancamos, perdiendo un poco de tiempo antes de ir a presentar los cargos. Nada más faltó que nos dijeran adiós.

    En la patrulla los policías siguieron interrogándome. Al ver que no reaccionaba, el que tenía el papel de buen poli volvió a preguntarme:

    —¿Andas borracho o drogado?

    Respondí que sí, y con eso se callaron. Minutos después se metieron en sus asuntos.

    En la delegación, el médico se cercioró de que el golpe de la vieja no me había causado ninguna herida. En su escritorio tenía la fotografía de un gato. Como en cualquier felino, había algo de hipnótico en el animal.

    El tipo sonrió.

    —Se llama Humo —dijo—. Bájate los pantalones.

    Me barrió con la mirada y apuntó en un formulario.

    Entonces todavía pensaba que el encierro y la vida de la prisión serían los detonantes de mis mejores historias. Pero ha pasado el tiempo y ya no tengo ninguna gana de escribir. Definitivamente no soy de esa clase de tipos que si estuvieran en una isla desierta escribirían aunque fuera en la arena con una vara. O de aquellos que, hallándose tras las rejas, usaron las paredes valiéndose de la sangre o de su propia mierda a manera de tinta. Yo no. Yo necesito que me dejen en paz. Necesito libertad. Pero quizá ni aunque la tuviera volvería a sentarme frente a una computadora o a tomar una pluma. Prefiero pasar el tiempo en el gimnasio. ¿Para qué escribir? Mejor les hablo de mis bíceps y del modo en que llegué a adquirirlos. Después de todo, la vida te da golpes. Golpes. Y puedes extender las manos para recibir un poco más.


    Del libro Peces muertos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2014).


    Jesús Navarrete Lezama. Es autor de los libros Estados de sitio (Ediciones sin Nombre, 2008) y Peces muertos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2014). Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
  • 0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_La fiesta- Joserra Ortiz

    0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_La fiesta- Joserra Ortiz

    Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197
    La fiesta

    San Luis Potosí, 1981

    Uno se consume de pasión pero se alimenta de obsesiones.
    La obsesión es la forma alimentaria de la pasión.

    Jean Baudrillard, Cool Memories

     

    Llegué al lugar indicado y a la hora indicada, pero me sentía entrando a un espacio erróneo, a un sitio al que nunca correspondería. Soy un hombre demasiado común y corriente y muchas veces sueño con una gran fiesta de gala a la que me presento completamente desnudo, provocando la risa de los comensales. En aquella ocasión tuve la certeza de encontrarme despierto al comprobar que llevaba el esmoquin impecable, la camisa almidonada, los zapatos de charol lustrados y la corbata de moño bien anudada, apretándome el cuello.

    “Usted es el señor Patricio, ¿cierto?”

    Me recibió una mujer joven y sonriente. Era larga y sin carne como la Cuaresma. Me pareció hermosísima, a pesar de la cicatriz que le cruzaba la cara diagonalmente. La llaga le nacía en la sien derecha y bajaba en dirección izquierda hasta perderse en una sombra que ocultaba sus senos. Supuse que la herida era reciente, porque la noté roja y cubierta por una capa sebosa, como de pomada.

    “Adelante, bienvenido. Los demás lo esperan.”

    Cogiendo levemente mi brazo y extendiendo su mano derecha, me indicó que debía cruzar una puerta de cristal plomizo y después bajar una breve escalera para llegar a la fiesta. Seguí sus instrucciones, crucé un par de puertas inesperadas y en pocos segundos me encontré en medio de un salón gigantesco, abigarrado de gente. Todos a mí alrededor iban tan elegantemente vestidos como yo. Algunos más, inclusive. Muchos de los invitados me parecieron, por si fuera poco, demasiado atractivos. Sobre todo las mujeres, que en su mayoría eran ejemplos sin rodeos de la perfección idealizada.

    Creo que nunca he estado rodeado de gente tan guapa y refinada como entonces. Charlaban y se reían sin carcajearse, mostrando apenas el conato de sus dentaduras aperladas y echándose ligeramente hacia atrás mientras alzaban un brazo a la altura del pecho. Nadie manoteaba ni gesticulaba de forma exagerada y cuando necesitaban un trago, simplemente buscaban con la vista al maître para que les enviara a un mesero cargado de champaña y de cócteles clásicos; quien no bebía un Manhattan prefería un Martini. Yo quería beber lo que fuera, pero no sabía qué hacer. Me sentía incómodo.

    No es que me pensara ajeno a ese mundo, pues tengo buena cuna y sobre todo educación: tras la muerte de mis padres, mi abuela me internó en Salzburgo. Ahí mismo hice mis estudios universitarios y durante toda mi juventud asistí a los bailes de la alta sociedad vienesa. No quiero parecer petulante y me disculpo si he dado esa impresión. Tan sólo quiero dejar claro que mi fastidio al inicio de esa fiesta no se debía a sentimiento de inferioridad alguno. Al contrario, me sabía tan capacitado como el que más para situaciones como aquélla. Mi problema era que había ido solo y no veía por ningún lado a alguien conocido que me ayudara a integrarme fácilmente al festejo. Considero de pésima educación interrumpir conversaciones ya iniciadas, mucho más si se está entre desconocidos.

    Así que me quedé parado donde estaba, esperando que en algún momento alguien se percatara de mi soledad y fuera hacia mí, discreto y encantador, para invitarme a departir con el resto del grupo. Aunque hubiera querido que alguna de las invitadas fuera la que me sonriera preguntándome mi nombre y la razón de mi aislamiento, sabía que eso era imposible. Hay códigos que muchos todavía respetamos, aunque el resto de la gente no tenga idea de lo que es la etiqueta. Me llevé el cigarrillo a los labios y esbocé una sonrisa sutil.

    Mientras fumaba, fijé mi atención en el centro del salón. Lo hice para no incomodar a nadie con mi mirada y, sobre todo, para entender un poco de qué trataba aquella fiesta. Reparé entonces en el perturbador contoneo de una difusa y medio desnuda caderona que se meneaba provocativamente al ritmo de un chachachá compulsivo y peculiar: algunas secciones de la pieza se repetían constantemente sobre el fondo de un tambor machacoso. La música me pareció intrigante y totalmente descontextualizada. Lo más extraño de todo era que sentía un impulso desenfrenado por arrojarme a la pista y bailar, al mismo tiempo que deseaba con todas mis fuerzas largarme de ahí. Cuidando de no mostrar mi desconcierto, me preguntaba una y otra vez sobre la naturaleza de lo que según la invitación era esta “Exclusiva fiesta que en su honor ha dispuesto la ciudad de Providence, con motivo de celebrar el aniversario 375 de su fundación. En el nombre de Dios Todopoderoso, a 25 de junio del año de gracia de 2011”.

    “Es un remix, como les gusta a los jóvenes”, me espetó la chica de la cara marcada. Su sonrisa no por muy estudiada era menos provocativa, pero ni la sensualidad de sus labios heridos pudo distraerme de la sorpresa. ¿De dónde había salido?

    “Te seguí desde la puerta”, dijo, “he estado contigo todo el tiempo”.

    “¿Qué diablos?”, susurré.

    “No, no adivino el pensamiento”, dijo después, justamente adivinando lo que en ese momento me preguntaba.

    Me clavé en los ojos de la hostess, sobrecogido por sus respuestas y por la música que ahora se difuminaba entre humos artificiales, olorosos a la estética barata del arrabal. Agradecí al cielo la fortuna de que el arma que le partió el rostro en dos, no se llevara en su impulso alguno de sus ojos. Eran bellísimos: profundos de tan negros y sin embargo luminosos. No los describiría como grandes, más bien diría que eran amplios y se extendían hasta la boca de mi estómago, donde los sentí avivar el fuego casi extinto de lo que fui. Por eso le ofrecí un cigarrillo, pero ella se negó y se alejó contoneándose provocativamente, focalizando en sus nalgas toda mi atención y obligándome a imaginar el recuerdo de su cicatriz en un sitio mucho más secreto que su rostro.

    A medias entre en la languidez a la que me impulsaba su perfume y la expectación por esa fiesta a todas luces estrambótica, decidí sentarme.

    “¿Le apetece la chica, caballero?”

    “¿Disculpe?”, exclamé sorprendido por la voz gruesa que salió de ningún sitio.

    “Que si se le ofrece algo de beber, caballero.”

    Dudé durante un segundo de esos largos y terminé decidiéndome por un Old Fashioned, con bourbon Maker’s Mark y sin cerezas porque las detesto.

    “¿Y su abrigo? Si así lo desea el caballero, puedo llevarlo al guardarropa.”

    No recordaba llevar abrigo puesto. Aunque en octubre refresque en Nueva Inglaterra, no todas las noches ameritan algo más que una chaqueta de lana. Algunas veces no me pongo ni eso. Mi médico me recomienda todo el tiempo pasear sintiendo el fresco que empuja el aire entre los edificios del centro. Un poco de frío templa el cuerpo y mejora el carácter, me dice. Yo lo obedezco. Sólo los necios ignoran el consejo del experto.

    Me disculpé con el mesero por mi torpeza y mi mal oído y le pedí que me hiciera el favor de auxiliarme. Lo dije con mucha reverencia, imitando sin darme cuenta su acento y sus modos anquilosados. Cuando me puse de pie para quitarme el abrigo, noté que él ya lo tenía doblado sobre su brazo derecho y se alejaba lentamente después de hacer una ligera reverencia. “Vaya cosas”, me dije, preguntándome dónde diablos tenía puesta la cabeza aquella noche.

    Bebí el primer Old Fashioned con una velocidad inusitada y, justamente cuando pensaba en pedir otro, el solícito mesero me puso dos más junto a la copa vacía. Seguí bebiendo. Deseaba pero no podía participar en las conversaciones de mis compañeros de mesa. No es que me ignoraran, todo lo contrario: sus miradas y entonaciones para incluirme se volvieron pronto preguntas directas y yo no tenía nada que decir. Me limitaba a sonreír y, para evitar decir cualquier cosa, me llevaba el trago a los labios, alzaba los hombros y ladeaba un poco la cabeza abriendo mucho los ojos. Esto que los yanquis llaman chit-chat es un arte que no he logrado perfeccionar. No se trata de una simple charla casual sobre el estado del tiempo, la trascendencia de un evento reciente o los resultados de la liga de béisbol. Nadie espera que ante una queja sobre el frío inusual para esta época del año, uno conteste simplemente “sí, lo sé, esperemos que pronto mejore” o “el clima está loco, ya no es como antes”. No. El americano promedio (o quizá sólo el tipo de americano al que me enfrento diariamente, no lo sé) espera que uno sea capaz de discutir ampliamente sobre el tema, aderece la plática con una anécdota personal y remate con un chiste.

    Descartando el arte conversacional, hay otras costumbres a las que sí me he habituado desde que llegué aquí huyendo de mis acreedores. Algunas de estas prácticas me parecen profundamente extrañas, pero las sigo a pie juntillas para evitarme disgustos, porque los de aquí las creen imprescindibles para el buen funcionamiento de su sociedad y la permanencia del sistema democrático en el mundo, a lo cual no me opongo. Por eso obedezco el hábito de agradecer todo servicio prestado, cualquiera que sea y sobre todo en el ámbito de la hostelería, con una propina nada modesta. Para esta fiesta llevaba, precavido, muchos billetes de baja denominación para regalar durante toda la noche al mesero que tuviera a bien atenderme y el que me había tocado se estaba ganando muy bien mis dólares: no sólo me sonreía ceremoniosamente y me halagaba con sus comentarios hipócritas, sino que no dejaba de darme copas llenas en cuanto las vacías tocaban la mesa.

    Mientras bebía mi quinto o sexto cóctel, una vez que mis compañeros de mesa entendieron que no iba a participar de su coloquio, me dediqué a observar detenidamente a mi alrededor. Inspeccionaba la fiesta en busca de algún rostro conocido entre aquella tormenta de vasos, risas y la música monótona y violenta con la que el dj se dedicaba a lo que algunos llaman “crear ambiente”, obligación fiestera que a mí siempre me ha parecido más bien incómoda e inútil. Como las distintas charlas de los invitados comenzaban a elevarse de tono, sin duda a causa del alcohol que, como había notado, corría a raudales, fui al baño buscando un poco de silencio.

    Después de desahogarme y lavarme las manos, dejé un billete de un dólar en la cesta de un hombre que me extendía, al mismo tiempo, una toallita caliente y fuego para el cigarrillo que me colgué de la comisura. Le di las gracias y aproveché para acicalarme frente a una serie de espejos enmarcados al estilo art decó, elegantes pero bastante viejos y manchados. Al verme reflejado en tales condiciones, me imaginé dentro de una fotografía de mi abuelo que tenían en casa sobre carpetas y siempre con una veladora encendida. Se trataba del retrato de estudio de un hombre muy joven y bastante bien vestido, parecido a los antiguos galanes de Hollywood. Su sonrisa indicaba vitalidad, seguridad y confianza, pero sobre todo triunfo. Cuando mi abuela murió la enterraron con ese recuerdo de la antigua gallardía, la que ya no existe y no he vuelto a encontrar en ningún sitio. Decepcionado de mi propia facha, tiré el cigarrillo al suelo y salí con paso firme para reintegrarme a la fiesta. Fue un segundo revelador que cambió mi perspectiva sobre mi persona. Supe que después de esa noche no me vería con los mismos ojos.

    Pero bueno, de eso no estoy hablando ahora.

    Una vez que abandoné el baño, y apenas di dos pasos dentro del salón, noté de inmediato que era grande y elegantemente feo. Lo opacaban su selección de colores y texturas, sobre todo el exceso de tintes sombríos entre el rojo y el negro que, a la distancia, lograban confundir las alfombras gastadas con las cortinas y el papel tapiz manchado de tiempo transcurrido. Del techo colgaban grandes candelabros de luces tenues, casi imperceptibles y que no se reflejaban en los cristales cortados simulando telarañas o redes. El candil del centro tenía la forma de una nave, quizá una carabela o una nao y me gustó la repentina idea de que aquello era una metáfora vieja y fácil: éramos los tripulantes de una nave perdida en el mar de las tinieblas.

    Bajé la mirada: la tierra firme me parecía más segura, aunque no menos decadente. Las guías de lucecitas que marcaban direcciones, veredas y escalones en el piso del salón, sobre la alfombra, me recordaban esas grandes y decrépitas salas cinematográficas que todavía sobreviven por ahí, generalmente gracias a que cambiaron su programación habitual por películas de corte pornográfico a las que, por lo demás, nunca he sido demasiado aficionado. Las mesas estaban dispuestas en nueve círculos concéntricos, en medio de los cuales se elevaba un escenario también circular y a modo de pirámide de siete pisos. Sobre ese promontorio colgaba el barco de cristal cortado. Hacia allá se dirigían también todas las guías iluminadas que surcaban el suelo. Noté que éstas se complicaban en figuras geométricas alrededor de los bordes de cada nivel escenográfico, dándole en conjunto la apariencia de un gran pastel escalonado, horrible y reconocible para cualquiera que comparta mi educación audiovisual, donde un pastel de tales proporciones se indica como el adecuado para bodas de mal gusto y pasadas de moda.

    En la cumbre de ese adefesio, la caderona que antes se meneaba con el chachachá remixeado ahora bailaba una versión industrial del mambo “La cintura de Rossy Mendoza”. Cubría su cuerpo exuberante y antiguo con un pequeñísimo vestido hecho de plumas, no sé si de quetzal o de otra ave igualmente primorosa. Sus glúteos perfectos se columpiaban cada vez que saltaba de un nivel a otro del escenario-pastel, marcando el paso que luego seguían sus caderas y, segundos más tarde, remataban su par de tetas, pequeñas pero firmes y carnosas. Los invitados le aplaudían, algunos con mucha emoción y poca vergüenza, y ella sonreía con una delicia que hacía del deseo algo inaplazable. Luego se fue, me imagino que a su camerino. Quise celebrar por ella, por la urgencia a la que me orillaba su sexualidad y caminé rápidamente hacia mi mesa, donde me esperaba un nuevo Old Fashioned. Levanté mi copa y animé a mis compañeros a brindar por la vedette, pero nadie me hizo caso y fui tachado de loco impertinente. “Enfermo”, me acusó alguien. Indignado, les di la espalda a todos y continué con lo mío.

    Noté entonces que, efectivamente y como lo sospechaba, me encontraba sentado en el más exterior de los círculos, el noveno. La situación de mi mesa era equidistante del escenario y de la puerta de entrada, que era a su vez la única salida posible en caso de emergencia. Eso me hizo recordar una anécdota constante en esta ciudad sobre el trágico incendio de una discoteca. Por culpa del fuego murieron varios jóvenes locales ya que el lugar sólo contaba con una salida. Desde entonces se recrudeció la vigilancia de la diversión nocturna, no sólo en la ciudad sino en el estado entero de Rhode Island. La tragedia también ocasionó la popularidad de dos reglas que a mí me parecen idiotas y no relacionadas entre sí: la prohibición de fumar en lugares cerrados y la obligatoriedad de servir alcohol únicamente hasta la una y media de la mañana. “La seguridad es lo primero”, me contestan siempre los habitantes de Providence cuando me quejo de esas limitaciones. No saben que, en nombre de la seguridad, las perversiones menos dañinas para la sociedad sucumben, permitiendo el florecimiento de otras conductas mucho más peligrosas.

    Pensando en eso, calculé el área del salón en unos ciento veinte metros cuadrados, por lo que su capacidad de albergue escapaba cualquier cálculo estimado. ¿Cuántos éramos ahí adentro? ¿Dos mil personas? ¿Ochocientas? Imposible saberlo, siempre he sido muy malo para hacer cualquier cálculo aritmético, con más razón cuando las cantidades tenía que deducirlas a simple vista.

    “Quizá el caballero quiera beber otra cosa”, me interrumpió el mesero.

    “Prefiero seguir con los Old Fashioned”, contesté sin prestarle mucha atención, aunque sorprendido por lo mucho y rápido que estaba bebiendo sin sentirme borracho.

    El nuevo trago me lo trajo la chica de la cicatriz. Venía a sentarse conmigo, porque pensaba que me aburría y necesitaba compañía. Le agradecí la atención, pero le aclaré que no estaba aburrido, para nada, que la estaba pasando bastante bien, considerando que estábamos en Providence, una ciudad por demás desganada.

    “Yo nací aquí”, dijo sin emoción alguna, meneando las aceitunas en su Martini sucio. “Sé a qué te refieres”, continuó, “Providence fue mucho mejor de lo que es ahora”. Tenía la mirada fija en mí y sonrió mientras envolvía los dos frutillos verdosos con sus labios. Masticaba lentamente, quizá buscando las palabras exactas. “Pero eso fue hace mucho. Te estoy hablando de la época en que Buddy era alcalde y durante el año se notaba claramente la existencia de las cuatro estaciones. Ahora no las tenemos, sólo nos quedan dos: el invierno y el mes de mayo”.

    “Qué exageración.” Tomé su mano sin darle mucha importancia al gesto.

    “No miento. Por eso ahora vivo en Boston.” Comenzó a sobarme la pierna y asintiendo a alguien que se dirigía a ella desde la puerta de entrada me dijo que ya estábamos completos, que ya nadie más vendría a la fiesta.

    “Tú eras el último invitado por llegar”, me confesó y añadió: “No había venido antes a la mesa porque a un imbécil se le olvidó registrar el abrigo y el comité organizador no me creía que ya estaban todos los comensales en el salón. Cuentan la asistencia por los abrigos colgados, ¿sabes? Me parece una técnica idiota, pero en fin, mientras me paguen que hagan lo que quieran y como quieran.”

    “Ah, el pragmático pensamiento norteamericano”, le dije, y ella o no entendió o simplemente decidió ignorarme.

    “A todo esto, ¿cómo te llamas?”, le pregunté queriendo evitar el silencio. Pensaba que entre menos habláramos tendría más tiempo para pensar en no besarme o en no venirse conmigo a la casa cuando terminara la fiesta.

    “Mi nombre no es tan importante.”

    “Para mí creo que lo es. No me gusta desconocer a mis interlocutores.”

    “Los nombres no son las personas. En realidad no son importantes.”

    “Por favor, no quiero entrar en discusiones idiotas. Tu nombre importa, ¿qué voy a hacer mañana, cuando al bañarme quiera recordarte?” Quería coquetearle. “Siempre es más fácil evocar un nombre que un rostro. Siempre es más fácil buscar un nombre que un rostro. ¿Cómo preguntaré por ti cuando quiera buscarte?”

    “No finjas. Mi rostro es fácilmente reconocible. Si me ves en un bar, si me encuentras en el mall comprando lencería o pretzels sabrás que soy yo.”

    “Claro. Me imagino que no hay demasiadas mujeres tan hermosas con el rostro cruzado por una cicatriz, pero eso no es suficiente. Quiero saber quién eres.”

    “Imbécil”, me susurró. “Si quieres saber quién soy, dame la mano.”

    Se la extendí y ella la llevó lentamente a su rostro. Paseó mis yemas por su cicatriz, comenzando en la sien derecha. La detuvo por un rato en su nariz y un poco más, sólo un poco más, sobre sus labios. La bajó hasta la barbilla, donde terminaba el camino anguloso de su marca y después tuvo la decencia de empujarla hasta el canalillo de sus senos. Acercó entonces sus labios a mi oído y con un soplo ligero que empujó hasta mi tímpano el lenguaje perdido de los pájaros, me dijo: “Ya están a punto de servir la cena.”

    La nave de cristal suspendida en el aire se iluminó de pronto. Acostumbrado como estaba a la penumbra de la fiesta, la brillantez repentina me encandiló. La chica de la cicatriz en la cara aprovechó mi turbación para pararse y, tomándome de la mano, llevarme hacia otra mesa, en el círculo siguiente.

    “A la gente de la fila donde estábamos les va a llegar fría la comida. Créeme, lo sé por experiencia.”

    Gracias a la nueva iluminación, pude notar que las guías de luces sobre el suelo eran en realidad rieles muy delgados que nacían de las paredes del salón. Desde allí comenzaron a salir trenes cargados de distintos platillos. Los vagones avanzaban sin parar hasta el círculo de mesas más cercano al escenario. Luego recorrían en espiral todo el salón, pasando de mesa en mesa y permitiendo que los invitados tomaran lo que quisieran de sus vagones. Iban cargados con sopas, ensaladas, cortes de carne, verduras asadas y papas cocidas. Los comensales se abalanzaban sobre los trenes, se empujaban como si aquella fuera la primera vez que comían. Arrancaban sin gracia ni recato trozos de pavo, de pollo, de conejo y se manchaban los dedos al luchar por un pedazo de lo que, estaba casi seguro, era liebre en salsa de chocolate. Los meseros no dejaban de servir bebidas, pero también traían con ellos grandes ollas llenas de salsa y canastas repletas de pan.

    Mis nuevas compañeras de mesa vestían provocativamente. Gotas y chorros de sopa y salsa manchaban sus tetas que no oponían resistencia a sus escotes. Una de ellas, con una larga y preciosa cabellera rubia, empuñaba en su mano derecha un mazo de costillas de cerdo en salsa BBQ, mientras que una morena imposible le tocaba el culo para limpiarse la mano pringosa. Inclusive la escuálida belleza de la cicatriz en la cara se empujaba desesperadamente montones de comida por el gaznate, ayudándose a tragar los trozos apenas masticados con grandes sorbos de sopa que bebía directamente del plato, sin utilizar la cuchara.

    Hombres de otras mesas se acercaban a la nuestra para chupar aquello que quedaba entre las tetas de estas hembras feroces que, sin embargo, parecían educadas y recatadas princesitas en comparación con los gordos y gordas que ocupaban los amplios sillones y divanes del séptimo círculo, a unos cuantos metros de nosotros. Aquellos monstruos de carne y cebo paraban en seco los trenes cargados de comida, con palas llevaban sus contenidos al centro de sus mesas y obligaban a los meseros a que les llenaran la boca con todo lo que encontraban, imposibilitados de moverse una vez que se habían echado de nuevo sobre sus asientos.

    “Come”, me dijo mi acompañante. “Come que nunca sabes si vas a hacerlo mañana.” Su afirmación fue coreada por un grupo de escuálidas figuras que contaban la cantidad de comida en sus platos, más lejos de nosotros, en el sexto circuito de mesas.

    “Necesito algo para pasar la comida”, me excusé, “y cubiertos”.

    Mis compañeras de mesa me miraron sorprendidas y luego con una furia que terminó en una risa estridente.

    “¿Cubiertos? ¡Utiliza tus manos, cabrón!”, gritaron al unísono y pude observar el interior de sus bocas abiertas, de las que escaparon huesecillos de pollo y fragmentos de bolo alimenticio. Así que hice lo propio, pero queriendo moderarme.

    En el fondo, todo aquello me había excitado sobremanera. El asco que me causaba esa escena repulsiva me despertó la libido. Sólo pensaba en meter mi mano entre las piernas de la chica de la cicatriz. Deseaba probar otras humedades que no fueran las de los caldos, llenarme las manos de su salsa.

    “¡Quieto!”, me reclamó. “Por lo pronto es hora de comer.”

    La velocidad con la que sucedía aquella grotesca cena no me permitía pensar muy claramente, y aunque supongo que se extendió por varias horas, nunca podría comprobarlo. Los platos no dejaban de llegar y eran vaciados en pocos segundos. Los invitados, todos tan elegantes en un principio, me parecieron de pronto monstruos de miradas perdidas por las desastrosas formas con que se comportaban. Masticaban con la boca abierta grandes bocados que les escurrían por las comisuras de los labios y que terminaban invariablemente embarrados en sus mejillas, sus frentes, sus muñecas. Las manos que peleaban la comida, de tan ávidas y urgentes de hacerse de otro trozo de pan, de otro codillo de cerdo, de una cabeza de pescado estofada o de una golondrina adornada con huevos de codorniz, se dejaron ver poco a poco como las garras que eran, como las pezuñas testarudas que sostenían a esas bestias.

    Mi abuela siempre tuvo razón y ahora agradezco su empeño en que nunca pusiera los codos en la mesa y jamás masticara con la boca abierta: uno conoce verdaderamente al otro hasta que lo ve comportarse en una mesa.

    La oscuridad volvió de pronto, pero acompañada de una serie de explosiones de pirotecnia absurda. Todos aplaudieron. La chica de la cicatriz en la cara me plantó un beso que me dejó restos de higadillos de conejo y crestas de gallo debajo de la lengua.

    “Viene lo mejor.”

    Apenas terminó esa breve frase, apuntó al piso más alto del escenario, de donde salió la caderona tan sólo cubierta por un mandil blanco. Hizo una reverencia y bajó cuidadosamente. Cuando estaba a nivel del suelo, extendió los brazos hacia el lugar del que había salido momentos antes, por el que comenzaron a aparecer los verdaderos platillos del festín al que estábamos invitados esa noche. Uno tras otro, animales estofados y rellenos de otros animales fueron transportados desde el escenario hacia todas las mesas del salón. Reconocí los famosos turduckens, que son pavos rellenos de patos que a su vez están rellenos de pollos, pero aquellos eran los más simples de todos los monstruos con que nos obsequiaban. Me impresionaron sobre todo los elefantes rellenos de camellos, que a su vez iban rellenos de borregos que en sí mismos llevaban un huevo metido en un salmón que rellenaba un pavo que cabía, sin huesos, en un carnero adobado.

    Lo primero que llegó a nuestra mesa era un calamar gigante relleno de pulpo y acompañado con almejas, camarones, langostas y lo que creí era un salpicón de jaiba. Lo comí con mucho pan que iba buscando en el regazo de la chica de la cicatriz. Cuando se acabó la barra, ella misma me empujó la mano por debajo de su falda para buscar las migajas. Coqueta.

    “Dime tu nombre, anda”, le supliqué chupándome los dedos.

    Ella abrió la boca como para decir algo, pero por toda respuesta me ofreció un eructo sonoro y nauseabundo.

    Alguien rió al fondo. Otros aplaudieron. Sentí un espasmo en la base del tórax y un ardor en la garganta. Tuve que tragarme el vómito.

    Asqueado, bebí el resto de mi Old Fashioned y otro más de un solo trago. Comencé a fumar con prisa, pero sin exasperarme. Aproveché que nadie me miraba para ponerme de pie y caminar hacia un ventanal grande que daba a un jardín oscuro. Quise abrirlo para que corriera el aire, pero estaba cerrado con candado. Pensaba en mi mala suerte y en lo incómodo que estaba, quería irme pero al mismo tiempo no encontraba el ánimo para hacerlo. Sobre todo, no quería parecer maleducado: dejar una fiesta en pleno banquete es uno de los insultos más grandes que se le puede hacer a cualquier anfitrión. La ciudad de Providence, en este caso, representada en lo mejor de su gente y lo más granado de la de los alrededores.

    De cualquier forma, quise consultar la hora para calcular si pronto terminaría la asquerosa juerga. Noté que mi reloj de mano no marchaba y me llamó la atención que tampoco funcionaban los del resto de los invitados. No es que mis compañeros de mesa hubieran sido lo suficientemente solícitos como para decírmelo ellos mismos, tan ocupados como estaban devorando las monstruosas viandas que la caderona seguía presentando sin parar. Para poder revisar sus relojes, yo mismo tuve que tomarles los brazos y frenarlos, no sin esfuerzo, de sus ímpetus por seguir atragantándose. Comencé a sentir un mareo y me recargué en una de las paredes. Llamé al mesero y le pedí dos tragos más, lo más cargados que se pudieran. Puse un puño de billetes en su mano y miré al techo.

    Seguramente fue a causa del alcohol que todo comenzó a parecerme menos ridículo y asqueroso. La situación era más bien absurda antes que grotesca y decidí que todo era producto de una pesadilla esperpéntica. A tropezones, caminé entre las mesas, sorteando montículos de restos de comida y algunos charcos grumosos que preferí no investigar. Pasaba por los círculos de mesas descubriendo que cada uno era tanto o peor que el anterior. A lo lejos veía a la chica de la cicatriz en la cara, hermosa como era a pesar de tener el rostro completamente manchado de grasa y salsa. En silencio di las gracias de no ser como ellos y debido a mi distracción choqué contra el borde del escenario, desde donde me miraba la caderona fijamente. Quise disculparme con ella, pero no me salieron las palabras cuando vi mi reflejo en sus ojos vacíos y descubrí que dentro de ellos se duplicaba casi la totalidad del salón y de la fiesta. Mi rostro en primer plano estaba surcado diagonalmente por una cicatriz roja y reciente.

    En ese momento quise despertar y cuando iba a pellizcarme para hacerlo como en las caricaturas, noté que, a pesar de algunas manchas, llevaba el esmoquin impecablemente planchado y que la corbata de moño seguía ahí, aprisionándome el cuello. No estaba borracho, para nada, y sin embargo sentía un hambre infinita.


    Publicado en el fanzine Punkroutine, núm. 9, noviembre de 2014.


    Joserra Ortiz. Es hispanista, escritor y diseñador de experiencias culturales. Es doctor en Literatura por la Universidad de Brown (Estados Unidos). Organiza desde 2012 las Jornadas de Detectives y Astronautas. Junto al crítico peruano Julio Ortega preparó la antología Nuevo cuento latinoamericano (Marenostrum, 2010), y por su cuenta El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (FETA, 2015). Después de publicar el libro de cuentos Los días con Mona (FETA, 2012), su trabajo ha aparecido en revistas, fanzines y antologías como Festín de muertos, La mosca y el canon y ¡Esto es un complot!13 voces que dicen presente. Este año aparecerá su libro La conquista del Monte de Venus bajo el sello editorial Abismos.
  • 0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_Dos cuentos – Roberto Colis

    0197_Ocho narradores de San Luis Potosí(1980-1984)_Dos cuentos – Roberto Colis

    Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197
    Dos cuentos 

    Roberto Colis
    San Luis Potosí, 1984

    Descompresión


    Treinta metros sobre el nivel del mar, bajando

    Sale del avión con los pulmones fríos a causa del aire acondicionado. Su primera inhalación en tierra le da un golpe de perfume: el aire húmedo es un bálsamo. Cesa la migraña, desaparecen los pellejos secos, se alisan las cutículas roídas, la piel del escroto se relaja y se extiende, bajan los testículos.


    Dos metros sobre el nivel del mar

    Advierte que muchas mujeres bellas caminan cerca del hotel, por la avenida que corre junto a la playa. Ninguna sola. El puerto es escaparate de tentaciones, aparcadero. Piensa en las diversas especies animales que vienen a reproducirse en la costa. Pequeños achaques aparecen tras exponer el cuerpo a este clima en principio benigno. El sol pica. Suda a chorros y comprende que falló en la elección de la ropa. No piensa ir a la playa, por lo pronto. Se descalza y camina sobre los adoquines pulidos. La presión de la atmósfera lo aligera, porque se confunde con su peso. Los pasos que da junto a unos arbustos de hoja morada son parecidos al nado.


    Once metros sobre el nivel del mar

    Ha recorrido a pie parte del barrio. Lo reconforta que haya una zona con mayoría de hablantes de español, sin anuncios de bares ni ofertas de tarot, masajes, reiki y la demás mercancía intangible que los turistas pagan y no tienen que llevarse en su equipaje. Entra en un restaurante instalado en un bohío que huele a palma recién cortada y pide que le traigan filete de huachinango en salsa de semilla de calabaza y cilantro. Mientras ataca el plato con su tenedor, nota que las orejas le escuecen y supuran. Mira por la ventana a los bañistas que ya no sufren los efectos del sol. Distingue un punto oscuro sobre el agua, a unos treinta metros de la playa, que puede ser la cabeza de un nadador.


    Diecinueve metros sobre el nivel del mar

    Al aplicarse el antialérgico, su mente deja por fin aquella ciudad donde algunos colegas suyos encanecen. Espera a que el sol baje para salir de paseo. Los callos de sus pies han empezado a desvanecerse gracias a las caminatas a la orilla del mar. Olvida sus aspiraciones y propósitos recientes, incluso otros más viejos. Aunque no logra dormir, está atento y ecuánime. Una madrugada, un sollozo marino lo embiste.


    Cero metros sobre el nivel del mar

    El objeto que divisó hace unos días, al salir del restaurante, sigue frente a la playa. Entra en el agua y se aproxima apenas lo suficiente para ver mejor, porque no quiere nadar sobre el sargazo, cuyo roce le molesta en los pies: se trata de una pequeña boya, seguramente anclada con una cuerda en algún punto del lecho de arena. Bajo el agua sólo alcanza a ver que la cuerda que la ancla está cubierta de algas de un verde amarillento. Logra nadar tras mucho tragar agua y ser mecido por la corriente lenta; hace piruetas, da giros con gracia de palmípedo. Utiliza la boya como referencia para no alejarse demasiado de la playa; da vueltas en torno a ella. Le ajusta encima suslip, a modo de máscara, para poder nadar desnudo; parece la cabeza de un luchador. La nombra Capitán Coco.


    Dos metros sobre el nivel del mar

    A una semana las orejas aún le supuran, por lo que se ha hecho el propósito de ir a nadar cuando el sol se pone y el agua todavía está tibia. La playa es fea y no atrae a muchos turistas. Su melena castaña luce visos dorados, o eso le parece. Se siente atractivo, fuerte. Sabe que en fecha próxima lo espera una reunión con la junta directiva de la firma donde trabaja, pero ahora prefiere concentrarse en el ambiente local. La gente ya no le parece tan hostil como en los primeros días. A decir verdad, son atentos y se les puede sacar conversación con algo de paciencia. Hablan deprisa y su acento recuerda el canto de los pájaros del manglar.


    Dos punto siete metros bajo el nivel del mar

    Su slip ondea debajo de él, casi encima de la arena, arrastrado por la corriente marina como un molusco extraviado de su concha. Debe recuperarlo para no andar desnudo por la vereda que lleva de regreso al hotel. Hace más de una hora que nada y comienza a fatigarse. Varias veces ha intentado sin éxito sumergirse. No puede contener el aliento más que unos seis segundos, y no tiene visor ni googles, pero no desiste. Por suerte, la sal del agua de mar irrita menos los ojos que el cloro de la alberca. Luego de una corta subida a la superficie, vacía todo el aire de sus pulmones y se hunde cabeza abajo, braceando con fuerza e intentando mantener la calma. Sus dedos tocan la arena. Toma el slip y lo zarandea para asegurarse de que ningún cangrejillo o medusa se le ha adherido, se lanza con prisa hacia el aire plateado que lo espera sobre el agua. Cuando su cabeza emerge, inhala violentamente y se siente entusiasmado. Su respiración se restablece sin percance. Se pone el slip, hace un saludo de marinero al Capitán Coco y sale del mar. Si se quedara a vivir en el puerto, con algo de preparación, piensa, podría buscar un empleo como instructor de natación o guía de turistas. Ya tiene algo que contar cuando vuelva al trabajo, dentro de cinco días.


    Diecinueve metros sobre el nivel del mar

    Llega al cuarto de hotel con una bolsa de hielo y una botella de ron cubano, satisfecho de haber encontrado al fin una tienda donde puede comprar bebida por un precio mucho más bajo que el del bar del hotel; pone todo en el lavabo y enciende la televisión, donde pasan el segundo tiempo del partido entre el Barça y otro equipo cuyo uniforme él intenta reconocer. Piensa: “Qué de la mierda está jugando el club últimamente.” Apaga el celular para disfrutar con calma el partido, pero enciende la computadora e intenta leer su correo electrónico. La señal inalámbrica no funciona. Unos veinte minutos después baja al lobby y se sienta ante una computadora de escritorio. Teclea su nombre de usuario y su contraseña, y aparece la lista de mensajes. Se le notifica que debe estar en la oficina al día siguiente, con la versión final del reporte en que ha estado trabajando; los directivos salen de viaje y es urgente resolver primero el asunto. Los documentos necesarios están adjuntos. Tendrá que trabajar durante el vuelo.


    Treinta metros sobre el nivel del mar

    Baja del taxi corriendo, haciendo clac clac con sus sandalias de pata de gallo. Sabe que es tarde para documentar su equipaje, porque nadie está formado frente al mostrador de la aerolínea por la que volará. Se explica ante el empleado, quien lo oye con sincera atención y manda llamar al supervisor para ver qué se puede hacer por él. Si pierde el vuelo, no estará a tiempo para la reunión y el jefe estará inconsolable. Detrás de él aparece una familia cargada con niños, carriola, maletas; los padres, desesperados, se quejan de que el personal de seguridad del aeropuerto los hizo perder el tiempo con una revisión inútil. Llega el supervisor y se engancha con ellos en una discusión que termina en un modesto regaño, en llamado a la puntualidad. Los deja abordar a todos. Mientras atraviesa el patio en dirección a la terminal de salida, se llena los pulmones de aire tropical por última vez.


    Ciento veinte metros sobre el nivel del mar

    Le toca sentarse en pasillo, por fortuna, lejos de las distracciones de la ventana. Conoce las estadísticas, el despegue es el momento más peligroso del vuelo, así que se tranquiliza cuando ve que el manglar empequeñece abajo, junto a la sombra del avión. Las orejas le supuran profusamente y están relucientes, como si se hubiera untado aceite bronceador. Cuando se toca, siente que la pus se pega a su dedo. La señal de seguridad en la parte frontal del fuselaje indica que ya se puede encender aparatos electrónicos. Abre su computadora. Las azafatas venden frituras y bebidas por el pasillo. Cuando llegan a su lado, pide un whisky con agua mineral. Bebe apresuradamente y se limpia las orejas con una servilleta, que queda transparente de inmediato. Con una nueva servilleta se limpia la abertura del oído, que también supura.


    Mil seiscientos metros sobre el nivel del mar

    Está mareado y apoya la oreja izquierda contra una pila de servilletas que sostiene con la palma de la mano para absorber la pus. Cuando ve que se han terminado, se levanta de su asiento, apoyándose en los de los vecinos, para llegar al baño, pero las azafatas obstaculizan el pasillo con el carrito de las ventas, de modo que vuelve a sentarse. Siente punzadas en ambos oídos e intenta pensar en otra cosa; en el reporte, por ejemplo. La computadora todavía tiene batería y apenas han transcurrido quince minutos de vuelo, así que debe intentar seguir trabajando. La señal del internet se interrumpe por momentos y eso lo atormenta; se imagina improvisando todo por la noche, insomne, para llegar puntual a la reunión. Sus pantalones están orinados. El niño del asiento de al lado le dice a la madre:

    —Mamá, huele como en la iglesia.


    Dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar

    Una azafata se pone a su lado e intenta reconfortarlo; cuando le roza el cabello, se le impregna de pus la manga blanca. Inhala y se concentra en no hacer muecas ni ruidos de asco. El hombre mira con ojos implorantes y se hace ovillo sobre el asiento, las manos sobre las orejas, la computadora encendida sobre sus piernas.

    —¿Le ocurre algo, señor? ¿Se siente bien?

    —No hay señal, tengo que…

    Lo que masculla deja de entenderse. De su garganta escapa un ruido grave y seco, como el de un pájaro arrollado por una llanta.


    Publicado en Lados B. Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press-Ponciano Arriaga, 2015), así como en la Antología de letras, dramaturgia, guión cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes creadores del Fonca (Conaculta, 2013).


    Para que una mujer conciba

    Ernst me recibió a la entrada del mercado con un apretón de manos muy efusivo. Iba bien peinado, como habitualmente, y casi sentí pena porque su aroma de musgo y maderas iba a viciarse en la abigarrada nube de olores que prodigaba el comercio: el detergente con que friegan el piso los vendedores, el tufo de vísceras crudas del puesto de pollos junto a la fragancia escandalosa de las gardenias, el sudor de un enano que cantaba una cumbia. Los curanderos ofrecían cerca de ahí hierbas para curar el mareo y el susto.

    Me indicó una mesa desocupada en la esquina de una fonda. Yo le pedí a la mesera un café endulzado con piloncillo; él, agua de jamaica. Lo ayudé a empezar.

    —¿Qué te hizo México esta vez, Ernst?

    —Es Chayo. Anoche me volvió a reñir.

    —¿Por insensible y calculador, eh?

    Noté que unas uñas, probablemente las de ella, le habían arañado una sien. Como no quería oír que la justificara, no le pregunté al respecto. Él la amaba sin objeciones, pero lo asaltó la confusión desde que se aventuraron a vivir en la misma casa: quería comprenderla entera. Ante cada crisis recurría a mí, el único amigo que tenían en común. Ernst se había enfrentado a contiendas mortíferas que sólo se apaciguaban con su dimisión.

    —Supongo que es por mi forma de cocinar. Estábamos preparando juntos la cena. Chayo asaba chile y tomate verde para hacer la salsa. Ella puede coger las cosas directamente del sartén caliente, pero yo no; me quemo los dedos. Lo tuve que hacer con la punta del cuchillo. De pronto me golpeó en la cabeza y me gritó que nunca, nunca volviera a poner un cuchillo sobre su comal.

    Me conmovía la emoción que se adivinaba tras el hablar sereno de Ernst. Su vocabulario y su gramática estaban pulidísimos, pero en su prosodia aún se imponía el ritmo de su alemán natal, a contratiempo.

    —¿Hay una razón para apreciar tanto los comales?

    —Se usaban desde la época prehispánica, y se usan ahora, para calentar las tortillas. ¡Las tortillas! Aquí todo pasa en torno al comal, Ernst.

    Tú sabes que los mexicanos no utilizan los hornos de sus casas para hacer pan; los retacan de cacharros que sólo sacan una vez al año para meter el pavo de Navidad. Entre los otros utensilios del hogar, el comal tiene un valor que se acerca un tanto al que tiene para los europeos el horno.

    —Pero a mí no me importaría que ella rayara mi horno. Ella sabe.

    —No se trata de la rayadura, sino del simbolismo. Eso la lastima. Un buen comal pasa de generación en generación. Tal vez Chayo heredó ese comal de su tatarabuela…

    Ernst bebía su agua de jamaica a tragos pequeños mientras se perdía en interpretaciones psicológicas acerca del horno y el comal. Pensaba que este último encarnaba el orgullo de un pueblo que comía tortillas antes que pan. Yo no estuve de acuerdo, ya que me venían a la mente los variados panes azucarados que en todo el país acompañan los desayunos o el chocolate. Ambos, tras mucho especular, coincidimos más tarde en que el horno y el comal eran asociables a arquetipos un tanto dispares de la maternidad: el horno, por su constitución casi uterina, su calor que, como la feminidad, puede matar a quien caiga adentro, y el comal, por su abierta y generosa redondez.

    Pagó la cuenta. Lo seguí por un corredor lateral del mercado. A petición suya entramos en la tienda de utensilios de cocina. Sobre los muros se exhibían escobetas de fibras vegetales, cubetas de peltre, palanganas de plástico en todos los colores. Se plantó ante los comales: examinaba, como quien se afana en una investigación de campo, esos útiles sencillos dispuestos en hileras, mediadores entre los alimentos y la intensidad del fuego, pero colgados y fríos, inertes. Le mostré los comales enormes que usan los vendedores callejeros de comida muy frita, como las enchiladas, con una depresión que concentra la manteca o el aceite. Los otros eran casi todos comales ordinarios de hierro o de aluminio. Apuntó a un comal modelado en barro.

    —Así es el de Chayo.

    —No creo que sea un recuerdo de su familia. Esos comales no duran mucho. Se despostillan.

    —Me gustaría que lo vieras. ¿Por qué no vienes a cenar hoy con nosotros?

    También yo quería averiguar por qué Chayo no soportaba que él cortara alimentos sobre el comal, hecho para romperse, al cabo, en vez de servirse de la tabla. Acordamos la hora y nos despedimos. Apenas pude concentrarme el resto de la tarde en algo que no fuera lo que yo consideraba una represión más del pobre Ernst a manos de su novia caprichosa, aunque, esta vez, no tan cruel como irracional. Llegué con un paquete de cerveza oscura bajo el brazo, unos diez minutos tarde, el lapso exacto para no sorprenderla desprevenida a ella y para no decepcionar la puntualidad de él. Chayo me abrió la puerta con su sonrisa algo felina, de rasgos indígenas, aunque reblandecidos por la vida en la ciudad y la escasa luz solar. Cuando pasábamos junto a la cocina, miré de reojo su comal. Era de barro, pero más grande que el que me señaló Ernst en el mercado, del diámetro de la barriga de una mujer encinta. Me dijo que Ernst volvería pronto de la tienda y me condujo a la pequeña terraza, donde me ofreció un trago de tequila. Es hospitalaria y gentil. Eso lo supe desde que la conocí hace años, pero no toma a la ligera que un hombre trasgreda su dominio.

    —Estoy cansada. Que el hombre se ocupe de la cena.

    —De cualquier forma él hace casi todo, ¿o no, Chayo?

    —Se sentiría orgulloso si te oyera. Eres el único de mis amigos que le cae bien.

    Entré en materia: el desconcierto de Ernst.

    —Me contó que lo reñiste por un tonto comal.

    —Ese tonto comal es parte de un ritual mágico.

    —¿Y el ritual se anula si maltratas al comal?

    Chayo asintió con gravedad. Entró en su habitación y, al volver, me mostró una hoja impresa: “Para que una mujer conciba y dé a luz felizmente, tomará cada noche el puchero o la sartén de su cocina y lo pondrá bajo su lecho. Antes de dormir repetirá: Teneo arcanum foci. Durante el día se servirá de él, guardándose de romperlo o dañarlo.”

    La cuestioné: si el comal en función mágica era tan importante, no tenía caso que lo siguiera usando en la cocina. Ella negó con su cabeza; tenía que usarlo, según aclaraba luego el texto, para transferir así el calor de la cocina a su vientre.

    Ernst llegó y se anunció desde la planta baja. Lo oímos trajinar, abrir el refrigerador, poner música. Chayo aprovechó esa distracción para abandonar el tema. Intercambiamos consejos para el cuidado de las plantas de la terraza. La colección de cactáceas que cuidaba amorosamente lucía perfecta, con excepción de su peyote, que el gato había perforado cuando intentaba defecar en la maceta. Me contaba esto con una genuina pesadumbre de jardinera dedicada. Regañaba al gato como si fuera un niño y él, ignorándola, castañeteaba los dientes al ver a los pájaros que venían a cazar insectos.

    De pronto se sostuvo del barandal de la terraza para no desplomarse y apretó las mandíbulas, como si contuviera un alarido; bajo la camisa azul que cubría su vientre aparecieron dos rayas de sangre. Corrí escalera abajo, no sé si buscando ayuda o una explicación. Inexpresivo como un asesino experto, empuñando un cuchillo y un tenedor, Ernst contemplaba el comal, donde se calentaba una quesadilla grande, cortada en cuatro.


    Del libro Grimorio (Ediciones Sin Nombre, 2009).


    Roberto Colis. Estudió Filosofía en su ciudad natal y actualmente cursa la maestría en Lengua y Literatura Alemanas en Leipzig, Alemania. Es autor de Grimorio (Ediciones Sin Nombre, 2009). Cuentos suyos se han incluido en diversas antologías. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca.
  • 0197_Del Árbol Genealógico_Un bikini amarillo – David Ojeda

    0197_Del Árbol Genealógico_Un bikini amarillo – David Ojeda

    Del Árbol Genealógico / No. 197
    Un bikini amarillo
    [fragmento]

    Nos llevarán las ondas. Nos llevarán las ondas…
    Nos llevarán las ondas no con bolsas repletas,
    no con sacos de oro ni tanques ni aviones.
    Nos llevarán con lo que siempre llevamos:
    un morral, un cayado y unas tablas de amor…

    José Moreno Villa

    Agazapado, atento a cada uno de tus gestos y maneras, dueño de tus pensa­mientos y ocultándote los suyos, supiste que había otro en ti. Y siempre sospechaste que ése comprendía mejor tus acciones y pasos y motivos. Por ello —y no tanto debido al entrenamiento militar, como decías a tus más íntimos—, al des­pertar procurabas de inmediato tomar el control de tu cuerpo y tu vigilia, conven­ci­do de que entre el yo que regresa del sueño y las palabras a las que se recurre para en­tenderlo y ubicarse en la corriente de la vida aflora, por lo común, un instante de du­da o desconcierto. Porque en ese lapso, desprevenido, el que se reinstala en la vigilia pue­de ser víctima de celadas y violencia, bien del otro que se encierra en él mismo o bien de los otros que son los demás. Y para quedar en guardia permanente contra ese tipo de acechanzas, tú, Marcelo Azuara, entonces con el grado de sargento en el ejér­ci­to estadounidense, meses después de haberte enlistado como voluntario que busca­ba es­calar grados y posiciones, fuiste adiestrado durante meses en el Centro de Entrena­mien­to para Operaciones en la Selva que funcionó en el fuerte Sherman de Panamá. A partir de esos meses, recurriendo a tu fortaleza y perseverancia, llegaste pronto a ser capitán de las Fuerzas Especiales en la guerra de Vietnam, donde realizaste sobre todo activida­des de infiltración e inteligencia valiéndote de una capacidad que te permitía pasar desa­per­cibido, ser casi invisible, por lo menos hasta que entrabas en acción. A ese adiestra­mien­to, sin embargo, le concediste tanto más valor cuanto potenció tu lucha contra el otro, el que hasta entonces, en el Agujero del fuerte Sherman, había sido juez implaca­ble, voz que a cada instante se dirigía a ti desde tus adentros, para señalar tus errores e imponerte conductas o ideas.

    Por eso, durante las contadas ocasiones en que a lo largo de tu vida posterior a la guerra llegaste a sentir que al despertar no se arraigaba en ti, con dominio completo, tu preparación militar, procurabas antes de abrir los ojos, mientras un punto azul de luz ampliaba su brillo en el fondo de tu mente, buscar la referencia de aquella vieja canción que en 1968, a lo largo de dos días, atronara en el Agujero, una y otra vez, se­gún el plan de instrucción que pretendía quebrar tu cordura y tu paciencia. Pues sa­bías que al permitir que esa música regresara a tu memoria, coronel, me expulsarías de ti y yo procuraría volver de inmediato al silencio y la paz: un lugar anterior a tus maquinaciones y palabras.

    En el momento en que la pieza comenzó a escucharse en el Agujero tú estabas des­nudo, con los ojos vendados, en un cubo de dos metros por lado y tres de profundidad, situado en un extremo del fuerte. El hueco se hallaba con las paredes recubiertas de cemento y sendas coladeras en los rincones. Lo coronaba una reja metálica en cuyos flancos cuatro bocinas repetían a todo volumen y sin cesar esa melodía que en otras circunstancias y pocos años atrás te había parecido una tonada alegre y pegajosa. Y tú, Marcelo Azuara, creíste primero que se trataba de una broma y no de algo relacio­nado con tu entrenamiento. Después supusiste que tal vez era más bien el capricho de alguno de tus superiores, tras enterarse de tu historial como empleado de tu padre en la tienda de música en Chicago. Al final, sin embargo, debiste convenir conmigo en que el adiestramiento estaba planeado sin resquicios para la improvisación: desde las enseñanzas de supervivencia y técnicas de combate en la jungla, operaciones de bús­queda, exploración y rastreo, misiones de demolición, emboscadas, búsqueda de fuer­zas guerrilleras, combate cuerpo a cuerpo, hasta las clases de la historia reciente de Vietnam y su geografía, el estudio de la estrategia y las tácticas de combate del Vietcong, al igual que su armamento y sus técnicas de propaganda comunista.

    “Luego entonces…”, te dijiste parodiando al viejo maestro de matemáticas en la se­cundaria de Ciudad Valles y esperando que yo contestara, pues aún manteníamos el diálogo que esa noche iba a romperse para siempre. Porque yo había enmudecido, cán­dido y asustado en el Agujero, preguntándome qué tenían que ver las técnicas de supervivencia o de combate cuerpo a cuerpo con esa canción, mientras tú, desde­ñan­do mi cobardía, caías en cuenta de que tus superiores poco sabían de ese calor hú­medo y sofocante que te resultaba familiar y hasta ligeramente menor que el que habías experimentado junto a mí a lo largo de tu infancia y nuestra adolescencia en la Huasteca.


    Fragmento del libro El hijo del coronel de David Ojeda, Tusquets Editores, México, 2008, reproducido con autorización de Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V.


    David Ojeda (San Luis Potosí, 1950). Narrador, investigador, periodista, docente y editor. Ha sido coordinador y maestro desde 1976 de talleres literarios en distintas ciudades del país. Obtuvo el Premio Punto de Partida en 1975 por Una bomba bajo los calzones. Es autor de Las condiciones de la guerra (Premio Casa de las Américas 1978; reeditado por la Universidad de Zacatecas en 2008), Cuando el espejo mira (Boldó iCliment, 1989), Entre sierpes y lagartos (Conaculta, 2005), La santa de San Luis (Tusquets, 2006), El hijo del coronel (Tusquets, 2008) y Políticamente incorrecto (antología personal, Taberna Libraria Editores, 2014), entre otros libros. Preparó y presentó la antología de literatura potosina San Luis 400 (Gobierno de San Luis Potosí, 1992). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
  • 0197 – 6 Concurso Fósforo – Un viejo baúl – Arantxa Luna

    0197 – 6 Concurso Fósforo – Un viejo baúl – Arantxa Luna

    Sexto Concurso de Crítica Cinematográfica Fósforo / No. 197
    Un viejo baúl 

    Premio categoría Ex alumnos y público en general
    Rastreador de estatuas
    Dirección: Jerónimo Rodríguez
    Chile, 2015

    Jorge nació cuando todo ya había sucedido. Después de ver la estatua de un tal Egas Moniz en Monos como Becky (1999), de Joaquín Jordá, las asociaciones se dispararon y nada le quedó claro cuando regresó a él el día que su padre le contó la historia de un doctor y un busto en un parque chileno. La anécdota quedó guardada, archivada en su infancia hasta que se dio cuenta de que ese momento, lejano ya de su presente, tenía la capacidad de crear una avalancha de recuerdos, preguntas y posibilidades.

    ¿Cómo permanecen los recuerdos en nuestra memoria?, ¿cómo se coleccionan para regresar en el momento adecuado?, ¿se recuerda lo correcto? Rastreador de estatuas (2015), de Jerónimo Rodríguez, parte de estos cuestionamientos, en apariencia sencillos, para darle vida a un ejercicio cinematográfico que versa sobre temáticas profundamente arraigadas en el ser humano como el exilio, la identidad, la memoria, la desmemoria y el olvido.

    Instalado entre el cine documental y el experimental, el sexto trabajo de Rodríguez hace un recorrido por diferentes lugares de Nueva York, Chile y Lisboa, un viaje que alude a la fragmentación de la memoria que experimenta el individuo y la sociedad que lo rodea, dos entes que deciden explorarse uno al otro a través de una voz en off en tercera persona, un protagonista invisible que se aferra a la vida desde el momento en que se une a la búsqueda por saber más de la historia del busto de un doctor olvidado en algún parque de Chile.

    El uso de material de archivo combinado con videoclips que aparentan un origen amateur da como resultado una cualidad única, que se aúna al sentimiento de cotidianidad, de intimidad; así como a la intención de deambular desde la memoria individual y personal con la anécdota familiar de Jorge, hasta la memoria histórica y colectiva cuando hace paradas en determinados momentos históricos como los partidos de futbol, los duelos con espadas y un golpe de estado.

    Esta utilización de elementos técnicos básicos se integra a la sencillez del discurso que plantea Rodríguez, quien de esta forma asume, quizá sin proponérselo, el reto de abordar temáticas complejas con una sutil capacidad fílmica pocas veces vista; transforma a Jorge y a su necesidad de volver al pasado en una referencia inmediata a la persistencia, a los irónicos juegos metatextuales de un documental sobre un especialista de la mente humana; y habla, al mismo tiempo, sobre la memoria.

    Ganadora del RivieraLab en el Riviera Maya Film Festival 2015 y selección oficial del Festival de Cine de Marseille, la película tiene una doble intencionalidad al jugar con la verosimilitud (cualidad del documental) y la ficción que añade por medio de su protagonista, un personaje que sirve como conducto para hablar sobre un relato familiar que Rodríguez conocía y al que decidió añadir nuevos componentes. A simple vista, esta última característica enrarece la perspectiva del documental; sin embargo, consigue que su trabajo sea un ejercicio audaz en el que el punto de vista de estas historias se suma a la empatía del espectador al tener ante sí la creación de un imaginario, de un mundo ficcionalizado que contiene vivencias, anhelos y remembranzas parecidos a los de él.

    Aunque el documental, en el estricto sentido del género, pretende mostrar imágenes coherentes y ciertas de la realidad, Rastreador de estatuas se une a trabajos como Separado! (2010), de Gruff Rhys, que hacen una mescolanza de ficción y realidad al juguetear con el montaje y la edición, colocándonos en esa delgada línea entre lo que es comprobable y lo que no. Por otra parte, películas como Allende, mi abuelo Allende (2015), de Marcia Tambutti, y Tiempo suspendido (2015), de Natalia Bruschtein, son obras que también tienen a la memoria como un elemento fundamental en la narración y que, al igual que en Rastreador de estatuas, consiguen que lo que les interese, tanto al espectador como al propio director, sea acercarse a una historia familiar que contiene esos pequeños tesoros históricos que hablan más allá de un apellido, de un doctor o de una anécdota.

    Así, en el filme hay una preocupación por armar un discurso desde el día a día con frases que conviertan al relato en una construcción entrañable, en donde Jorge es otra vez el niño que escucha atento a su padre, que mira desde la inocencia el profundo sentimiento de soledad y desarraigo que permea en las generaciones herederas del exilio; un destierro visto, incluso, en esas estatuas de hombres ilustres que habitan países que no son suyos.

    En ese sentido, la película no es propiamente un tratado de política ni tampoco refiere explícitamente el pasado doloroso de Chile, la injusticia y la irracionalidad humana; aun así, hay una sutil intencionalidad del director chileno por conservar aquello que lo marcó a él y a su protagonista al hacer del cine un rastreador de memoria, cuando hace de las imágenes en movimiento una expresión, ese conducto esencial para obtener la redención.

    El director, Jorge y esa voz en off saben que al deambular por la vida, las palabras y las imágenes se pueden convertir en un vaivén de momentos. El riesgo de perder su vigencia, su sentido y su significado es inevitable por el paso del tiempo; pero también saben que es en la entereza del ser humano donde radica la posibilidad de que se conserve y se reviva la imprescindible necesidad de recordar y no olvidar.

    Este recorrido que, como dice Jorge, se convirtió en una versión desaliñada de otros recuerdos; Rastreador de estatuas es una breve reflexión sobre el cine y su esencia de viejo baúl de imágenes, sonidos y palabras; de recipiente que crea y resguarda la memoria de una sociedad; un vínculo que al ser abierto, arroja una inmensidad de sucesos y de caminos; una atadura que une la imposibilidad temporal y geográfica de mundos en apariencia ajenos, contrarios, apartados; que cuestiona si se evoca lo correcto; que mira a la desmemoria con planos fijos insistentes, necios.

    Esta odisea con pistas falsas, cargada de ficción real, humor y sencillez, se convirtió en una manera peculiar de volver a los orígenes, conocerlos y apropiarlos para así resguardar los momentos esenciales que hacen de la memoria el elemento decisivo para ser lo que se es, sin importar si se nació cuando ya todo había sucedido.


    Arantxa Luna (Estado de México, 1990). Escribe sobre cine y televisión. Es egresada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fue seleccionada como Talent Guadalajara en el rubro “Crítico cinematográfico”, un evento organizado por el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, la Berlinale y la fipresci. Resultó finalista en el primer Concurso de Crítica Cinematográfica organizado por la Cineteca Nacional, la Embajada de Francia y Corre Cámara. Ha sido jurado en festivales como Distrital, micGénero y ficunam. Es colaboradora de publicaciones como Butaca anchaF.I.L.M.E.Corre cámaraTierra adentro y Fan de la cultura.

  • 0197 – 6 Concurso Fósforo – Las voces invisibles de la noche – Ulises Flores

    0197 – 6 Concurso Fósforo – Las voces invisibles de la noche – Ulises Flores

    Sexto Concurso de Crítica Cinematográfica Fósforo / No. 197
    Las voces invisibles

    Premio categoría Preparatoria

    Cuerpo de letra
    Dirección: Julián D’Angiolillo
    Argentina, 2015

    La oscuridad encierra en su sonrisa historias llenas de misterio. Las calles no son las mismas al anochecer y las personas que las recorren, tampoco. Hombres de la noche, hombres de la calle dejando un rastro del arte que desean compartir, nos convierten en testigos de sus creaciones cuando, al despertar, las contemplamos; aunque muy pocos nos preguntemos cómo llegaron ahí. Pareciera que fue la noche quien las hizo aparecer.

    El fuego, la luz en la vida de oscuridad que llevan, logra guiarlos a un lugar seguro antes de iniciar su práctica, ese arte considerado callejero por no exhibirse en un museo. Ese arte de la calle que impregna los muros desnudos de la noche, esperando tranquilamente, bajo el frío, la primera pincelada de sus creadores.

    A través del retrato de los personajes en el filme, Julián D’Angiolillo (quien funge como director y guionista) nos invita a reflexionar y apreciar la pasión que éstos sienten por la tipografía y los estilos que de ella se desprenden, pero sobre todo nos habla de una siniestra función social que generan, de un oficio que llega a ser clandestino en algunos casos, como lo es el argentino.

    Pero la voz de estos sujetos invisibles deja por momentos el suelo y se eleva a los cielos donde inunda de mensajes afines a toda una sociedad que los escucha pero no los puede ver; es ahí donde la cinta muestra el lado macabro de estos personajes quienes, con su quehacer, nos obligan a levantar la vista para percibir el mensaje que nos hacen llegar eliminando la voz detrás del emisor. Ésta es la intención principal de la cinta Cuerpo de letra, un filme que por momentos inquieta al espectador debido a que cumple con el propósito de una manera elegante e ingeniosa al combinar una realidad cruda y onírica en pro del disfrute del espectador.

    Una de las virtudes de la película es la de no juzgar, sino sólo retratar la vida de estos personajes (que nadie tiene el poder moral para tachar de buena o mala) y, a la vez, mostrarnos un breve momento de la expresión artística en la que trabajan, a pesar de los riesgos, para cumplir con su propósito: difundir un mensaje.

    Es fácil para el espectador sentirse atraído por el arte al que estos personajes dan vida cada noche en las frías calles argentinas, pero al ser un elemento tan cotidiano en la vida de millones de personas, muchos no logran percibir la verdadera magia que hay detrás de este oficio; el espectador no se da la oportunidad de conocer las historias que ocultan estas pinturas que, en la mayoría de los casos, son ingeniosas y bellas.

    En cuanto a la parte técnica de la película —que a veces puede volver aburrido cualquier tema— el trabajo de edición realizado por Lautaro Colace y el propio director nos invita en más de una ocasión a ser un personaje más de la película, uno que observa calladamente el trabajo que estos artistas realizan cuidadosamente, que puede ir desde un vuelo en una avioneta hasta musicalizar un evento social o participar como rotuladores para una propaganda política.

    Al final lo único que importa es el trabajo y el nivel de dedicación que ponen estos personajes en su oficio. Esto se muestra a través de una fotografía sutil, silenciosa pero viva. Matías Iaccarino, el fotógrafo de la cinta, logra captar momentos oníricos que le dan un toque especial, y consigue difundir aún más allá el mensaje, trascendiendo en ocasiones la pantalla de cine con la única intención de que el espectador logre llevarse un poco de esta vivencia; logra inocular un mensaje pero mantiene el espíritu de la cinta intacto.

    No obstante, la verdadera interrogante que deberíamos hacernos es: ¿por qué resulta interesante este filme?

    La respuesta puede ser compleja o sencilla. El nivel narrativo que emana de ésta asemeja a una buena historia alrededor de la fogata, cientos de aventuras que los personajes nos podrían contar más allá de lo que expone la propia película; en ese momento nuestra imaginación toma el control, volviéndonos capaces de reflejar este tema en el lugar donde vivimos y con el paso del tiempo vemos las cosas de un modo distinto: las calles ya no serán las mismas para nosotros.

    En este sentido, la cinta cumple una función social al reflejar una realidad que como ciudadanos nos negamos a aceptar, limitándonos a apuntar con el dedo para señalar lo que está bien y lo que está mal.

    El mensaje no es lo esencial en el filme, sino cómo lo expone, ya que en sus setenta y siete minutos de duración nos sacude al mostrarnos cómo estos personajes se atreven a escribir lo que otros no, a dejar su marca en la tierra, en los cielos; así, su arte perdura y ellos encuentran una felicidad que muchos de nosotros no hemos alcanzado aún. Logran vidas tranquilas, vidas felices haciendo cada noche lo que mejor saben. Mediante estos personajes, la cinta expone un modo de vida sencillo pero completo, logrando crear un contenido simbólico que va más allá de la pantalla, un símbolo de plenitud en medio de todas las adversidades que la vida de la ciudad impone. De este modo la película formula la interrogante de hasta dónde se es responsable de que estos sujetos lleven a cabo su actividad de manera clandestina, al amparo de las sombras y la oscuridad.

    Y casi al final del largometraje es cuando apreciamos la función social que estos personajes tienen en medio de un panorama político y cómo un gran pequeño ejército se prepara para iniciar lo que considera un trabajo más, un número infinito en una larga cuenta sin terminar.

    Uno de los momentos más destacables del filme es la secuencia en la que los artistas se preparan antes de comenzar a trabajar. Con un estilo casi religioso y escenas oníricas, el realizador provoca en el espectador una visión casi irreal.

    Mientras muchos duermen, ellos crean. Comienzan con una leve capa de pintura blanca, algunos bosquejos, y después, todos, como hormigas, empiezan a pintar en el frío de la oscuridad. Poco a poco el amanecer se hace presente y el frío se intensifica. Después de pintar toda la noche, la alegría es evidente, absoluta; son felices y eso es lo que importa.

    De este modo, la cinta de Julián d’Angiolillo nos transporta a un espacio mágico donde el espectador se pregunta cuál es su lugar en la sociedad y dónde encajan estos personajes cuyo oficio cumple una significativa función político-social. Mientras, el ejército invisible se dispone a trabajar —a llevar a cabo esa labor invisible que tienen marcada en su alma, en su cuerpo de letra— y esquivar a la sociedad. Una sociedad que los considera inexistentes.


    Ulises Flores Hernández (Ciudad de México, 1996). Estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria número 7 Ezequiel A. Chávez. Escribe para las revistas mexicanas de cine Celuloide DigitalCinéfagos. Formó parte del jurado en la sexta edición ficunam de la selección cinematográfica Ahora México. Tiene en preparación una novela de ficción romántica y un libro de cuentos de ciencia ficción, ambos orientados al público infantil y juvenil.

  • 0197 – 6 Concurso Fósforo – La conquista introspectiva – Silvia Itzel Bravo

    0197 – 6 Concurso Fósforo – La conquista introspectiva – Silvia Itzel Bravo

    Sexto Concurso de Crítica Cinematográfica Fósforo / No. 197
    La conquista introspectiva

    Premio categoría Licenciatura

    Epitafio 
    Dirección: Yulene Olaizola, Rubén Imaz 
    México, 2015

    Epitafio, el cuarto trabajo de Yulene Olaizola (Fogo, 2012; Paraísos artificiales, 2011; Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, 2008), codirigido con Rubén Imaz (Cefalópodo, 2010; Familia tortuga, 2006), es una película de corte histórico ambientada en 1519, en el México previo a la Conquista.

    El capitán Diego de Ordaz, acompañado de Gonzalo de Monóvar y Pedro de Servera, se enfrenta a la magnificencia del volcán Popocatépetl, afanado en la búsqueda de diversos recursos y una ruta viable para la expedición de Cortés. Con la guía de los indígenas de Huejotzingo, los expedicionarios llegan a las faldas del volcán y son advertidos sobre el peligro de intentar subirlo, a más de 5 400 metros de altura sobre el nivel del mar. A medida que ascienden, descubren un territorio inhóspito y helado, abundante en rocas y arbustos.

    Conforme avanzan, como por efecto de algún hechizo (en realidad a consecuencia del cansancio extremo), entran en un trance que anuncia la dicha y (des)dicha que les aguarda. El “gran Otro” lacaniano (simbolizado aquí por la montaña, por la proclamación en nombre de Carlos V y por el mismo Dios) dicta hasta dónde serán capaces de llegar.

    Pedro de Servera es el primero en sucumbir. El dios del Popocatépetl vence al conquistador español. Diego de Ordaz, poseedor de una fuerza y espíritu inquebrantables, resiste la inclemencia del entorno de una manera formidable; Gonzalo de Monóvar, por su parte, logra avanzar (sólo para quebrarse más adelante y contemplar imágenes que anuncian su propia muerte). Aun así continúan, empecinados en cumplir la misión que les ha sido encomendada.

    La película es una mirada introspectiva de los conquistadores: los muestra enfrentándose en todo momento a su ser más primitivo; la supervivencia se manifiesta de forma desgarradora. La dicotomía continuar o morir cobra un sentido vital.

    El espacio hostil, frío y desolador pone a prueba a los soldados españoles. La entrega y la fortaleza espiritual son elementos necesarios para la supervivencia; sin embargo, el miedo a lo desconocido y a la muerte se apodera de ellos, a excepción de Diego de Ordaz a quien su claridad y ambición por lograr la hazaña encomendada parece inmunizarlo.

    La dimensión imaginaria —una de las tres dimensiones donde sitúa Lacan al ser humano— parece determinar cómo estos aventureros observan su vida en el volcán. Mientras que para Diego de Ordaz es una proeza extática, para sus compañeros es una misión que los lleva a la muerte.

    Al hablar de Dios como acontecimiento de lo real, Slavoj Žižek escribe: “… puede parecer fantástico cuando se lo mira por detrás y desde una distancia aceptable, pero cuando se acerca demasiado y tenemos que mirarlo cara a cara, el éxtasis espiritual se vuelve horror”.1 Pedro y Gonzalo (este último en menor medida) enfrentaron, en los términos que menciona el fiósofo, el terror de acercarse a Dios, a lo divino que inspiró su travesía. Diego de Ordaz, por el contrario, fue capaz de dominar y desafiar, incluso de conservar el éxtasis espiritual a pesar de la adversidad.

    El “gran Otro” existe en el volcán, en la promesa hecha a Cortés, en la fidelidad a la corona y al cristianismo. Y lo real como “algo que no puede ser ni directamente experimentado, ni simbolizado […] sólo puede discernirse en sus huellas, efectos o consecuencias”,2 aspecto que es evidente en las acciones de los conquistadores al acercarse más a su objetivo: aumentaba el sufrimiento, renegaban más de sí mismos y el delirio se convertía en terror.

    Además de la dicotomía continuar o morir, aparece con gran fuerza el delirio —de grandeza o de muerte— como un elemento nodal en la conformación de los personajes. El campo de batalla y el mayor enemigo es el volcán mismo.

    Epitafio no sólo plasma el viaje de tres exploradores por el volcán Popocatépetl, sino que ofrece una mirada que invita a la introspección. La cámara pasa de ser un omnipresente cuarto viajero para convertirse en un portal que permite observar la intimidad de estos tres personajes. Lejos de reafirmar los clichés del conquistador español, el filme propone otra mirada: sumergirse en la fragilidad, la vulnerabilidad y el espíritu extasiado que probablemente motivó a aquellos hombres a embarcarse en tan azaroso viaje hacia tierras incógnitas.

    Con una curiosidad equiparable a la del científico que espera conseguir pruebas y exponer ante el espectador un testimonio personal (y por momentos cruento) de lo que acontece, la cinta busca aportar su versión de la historia conocida, aquella de los libros de texto. De esta forma, el espectador casi puede experimentar cada una de las emociones proyectadas. Entonces de inmediato se evoca a la memoria en pos de referencias cercanas para comprender —o apreciar mejor— lo que ve en la pantalla, ejercicio que puede o no ser fructífero, pero que sin duda lo trastoca y lo conduce a otro terreno: el de la experiencia vivencial.

    El aspecto psicológico toma tal relevancia que podría desorientar al espectador, debido a que se trata de una película de corte histórico, donde la ambientación no es el principal elemento sino sólo un referente que explota la dimensión imaginaria y real de los personajes a la vez que los confronta.

    No son necesarias las armas ya que el enemigo a vencer no es humano, lo cual resulta en una vivencia cercana, mística y a la vez desoladoramente vivaz de uno de los episodios previos a la conquista de Tenochtitlán. Por ello, la fórmula se invierte. No es el indígena sino la geografía la que pone a prueba al conquistador. De este modo, el filme rinde homenaje al primer y tal vez más difícil contrincante: el volcán Popocatépetl.


    1 Slavoj Žižek, Acontecimiento, México, Sexto Piso, 2014, p. 110.
    2 Idem., p. 108.


    Silvia Itzel Bravo Rangel (Ciudad de México, 1993). Estudia la licenciatura en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha participado en diversos proyectos, entre los que destacan la exposición fotográfica Movimientos sociales en América Latina 2000-2012 y el libro Izquierdas mexicanas en el siglo xxiProblemas y perspectivas, del Centro de Documentación y Difusión de Filosofía Crítica. Actualmente colabora en el blog de Culturaunam y en el proyecto web Akademya Mexicana del Sinzentido.

  • 0197 – 6 Concurso Fósforo – La lobotomía de Ariadna – Joshua Sánchez

    0197 – 6 Concurso Fósforo – La lobotomía de Ariadna – Joshua Sánchez

    Sexto Concurso de Crítica Cinematográfica Fósforo / No. 197
    La lobotomía de Ariadna

    Premio categoría Posgrado

    Rastreador de estatuas 
    Dirección: Jerónimo Rodríguez
    Chile, 2015

    No es gratuito que la primera secuencia de Monos como Becky (1999), de Joaquín Jordá, transcurra en un laberinto. En él un historiador y un médico debaten sobre las posibilidades de la mente humana: sus recovecos, desvaríos, memorias, conexiones y desconexiones; y sobre cómo es que en un nivel cultural se determina si algunas de estas conexiones neuronales son o no “aceptables”. Es decir, cómo determinar si alguien está loco o está cuerdo. No es coincidencia que quienes dialogan sean justamente un historiador y un médico. Ambos son los arquetipos de sujetos dedicados al estudio de la memoria y de la salud.

    En Rastreador de estatuas, Jerónimo Rodríguez retoma esa misma secuencia para plantear la estructura narrativa de la película que, más que apegarse a la forma convencional de un guión cinematográfico, nos remite a una deriva situacionista donde los individuos realizan caminatas (generalmente en las urbes) guiados por un impulso afectivo, sin un objetivo específico, para descubrir los espacios de una manera distinta. En la película de Rodríguez, la secuencia de la charla en el laberinto se presenta proyectada sobre una computadora, mientras escuchamos, de una voz en off, el planteamiento del filme. Jorge, personaje principal y alter ego del director, después de ver Monos como Becky y de escuchar hablar del médico portugués Egas Moniz, inventor de la lobotomía, recuerda una conversación que de niño tuvo con su padre en su país natal: Chile. Desde el exilio, Jorge inicia una búsqueda física y afectiva del monumento del galeno, la cual lo llevará a distintas ciudades, momentos, materiales y recuerdos que lo constituyen, en un presente discontinuo, como sujeto. En esta cinta, la realidad y la ficción constantemente se entremezclan y confunden.

    La película se construye fundamentalmente como un palimpsesto, un documento escrito sobre uno anterior que ha sido borrado parcialmente. Con cámara en mano, el realizador nos lleva a través de su búsqueda por un sinfín de “no lugares”. Sitios donde los sujetos han olvidado, en la mayoría de los casos, los significados de muchas cosas. Estos laberintos de la memoria nos conducen a parajes inusitados. Lo mismo podemos estar en la ciudad de Nueva York que en Santiago de Chile o en Lisboa. Mediante las imágenes captadas por la cámara del director tenemos acceso a momentos y espacios desde la seguridad de sabernos espectadores, fantasmas. Una mirada omnisciente que es testigo de la búsqueda.

    Walter Benjamin hablaba de algo que denominó “inconsciente óptico”. Se refiere a todas esas cosas que técnicamente los aparatos pueden captar pero que el ojo humano no puede percibir de manera consciente. Esto mismo sucede en la película. Al documentar las fachadas de los edificios santiagueños, la lluvia de Nueva York o los grafitis de los monumentos, algo sucede en el espectador. Es un diálogo entre las imágenes, el observador y las memorias que éstas detonan. En las imágenes hay sujetos ausentes. El grafitero que estuvo ahí y dejó una huella pero ahora ya no está; los recuerdos que cada uno de nosotros hemos construido.

    Los monumentos, como la memoria, se desgastan. Los laberintos, en distintas culturas, simbólicamente representan una búsqueda. Al principio mencionaba que no era gratuito que la película iniciara con aquella secuencia del filme de Jordá; y no lo es porque justamente Rastreador de estatuas también es un laberinto. Cuando Jorge finalmente encuentra el monumento de Moniz se da cuenta de que hay muchos más. La mayor ironía es que haya sido el médico lusitano el creador de la lobotomía, aquella operación que a partir de una incisión en un lóbulo del cerebro buscaba “curar” a los enfermos mentales. Es una ironía porque esta búsqueda parece casi esquizofrénica. En la película se hace hincapié en que lo importante no es el monumento sino la búsqueda. ¿Cómo salimos de esos laberintos? ¿De nuestros propios laberintos? ¿Cuáles son los hilos de Ariadna que nos guían hacia la grieta de salida? ¿Qué sucede si la encontramos sólo para percatarnos de que es la entrada a un nuevo laberinto?

    En la mitología griega, Ariadna ayuda a Teseo, a partir de un hilo, a salir del laberinto del Minotauro. En la actualidad, por momentos, da la sensación de que Ariadna ha olvidado, ha sido lobotomizada. Nadie nos ayuda a salir de este laberinto de la memoria. Parece cada vez más que estamos condenados al olvido.


    Joshua Sánchez (Ciudad de México, 1989). Artista escénico e historiador. Cursa la maestría en Historia del Arte con especialidad en Estudios Curatoriales en la unam. Es fundador y colaborador del proyecto escénico Amplio Espectro. Ha escrito en distintas revistas académicas y actualmente desarrolla, junto a un grupo interdisciplinario, una exposición para el Centro Cultural Universitario Tlatelolco titulada La ciudad está allá afuera. Micropolíticas de la urbe, la cual se inaugurará en noviembre de 2016.