Author: Rodrigo Martínez

  • 0246_Más allá – Casa lejos de casa – Giselle González Camacho

    CDMX / No. 246


    Casa lejos de casa

    Mejor no busquen después de Delfín Madrigal, no es lugar para señoritas”, nos decía la casera canosa y bonachona a mi madre y a mí, mientras nos mostraba el cuarto en el que apenas cabían una cama y una mesa plegable. Yo no había cumplido siquiera los 18 años y acarreaba conmigo una maleta con más libros que zapatos. Después de la travesía de conseguir un lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, había que ver de frente el verdadero problema: conseguir una habitación en la Ciudad de México. Hacerse un lugar para habitar esta ciudad terremoto, que hasta ese momento había sido mi sueño más ambicioso. 

    Era el verano de 2015 y mi madre y yo recorríamos los alrededores de la universidad sin tener mucha idea de dónde estábamos paradas. Veníamos del sur de Chiapas, de la costa, de una ciudad con menos de medio millón de habitantes. La idea de una mujer joven viviendo sola no parecía la mejor para mi mamá. Así que accedió a las recomendaciones y me dio la bendición y un beso en la frente en una unidad habitacional clasemediera al lado de la que se construía uno de los centros comerciales más exclusivos del sur de la ciudad. Aunque la reja alta, el portero y las paredes blancas le daban a mi familia una sensación de confianza y seguridad a más de 900 kilómetros de distancia, la realidad es que la vida no resultó tan apacible. Mientras estaba acostumbrada a encontrar tiendas a unos cuantos pasos, a saludar a los vecinos sentados en las banquetas, y a los mercados y tianguis, la ciudad me puso de frente una avenida de seis carriles, crema empaquetada y tortillas de supermercado. ¿Cómo amoldarse a la conveniencia y rapidez urbana? Todo parecía apuntar a que tenía que renunciar a lo que conocía para adaptarme y sobrevivir a mis nuevos días.

    Lo inevitable sucedió y pronto me caí de la nube del sueño citadino. Tres meses después de haber llegado, me vi en la necesidad de volver a buscar urgentemente un lugar para vivir. Una búsqueda en páginas de roommates me llevó a encontrar una oportunidad en esa colonia que la señora canosa y bonachona veía con desdén. “Tres semáforos sobre Eje 10 después de Copilco y subes sobre Anacahuita”, dijo el casero detrás del teléfono. “Eso es Santo Domingo”, me dijo mi entonces novio. Mi mamá confió en mi primera decisión adulta, y de nuevo me encontraba moviendo maletas con más libros hacia mi nueva casa.

    Ciertamente Santocho, como le dicen sus amigos, puede no generar una buena primera impresión: hay avenidas con poco alumbrado público, callejones rebuscados en los que no se puede caminar de noche, con-sumo de drogas en los espacios públicos. Me habituaba a la colonia cuando la dueña de un negocio en el que solía comer los domingos me dijo: “Nosotros cuidamos a los estudiantes porque son nuestra fuente de ingreso. Quítense la pena, yo voy a decir que son mis sobrinos para que no les hagan nada”.

    Entendí entonces que existían grosso modo dos grupos: los residentes locales y los recién llegados —mayoritariamente jóvenes universitarios—. Y es que la historia misma de Santo Domingo exige que la dinámica sea así: o eres de las familias de los pobladores que erigieron la colonia con sus propias manos o no. Los pobladores originarios se autoorganizaron para luchar por todos los derechos de su comunidad: la propiedad de la tierra, la pavimentación, la electricidad, el agua. No había nada en Santo Domingo que no tuviera detrás una historia de protesta, un triunfo ante la autoridad y la represión. 

    El Pedregal de Santo Domingo nació en los setenta cuando familias migrantes de distintos estados del interior de la república y de la periferia de la capital tomaron el espacio y erigieron sus casas ahí. Este origen coincide, precisamente, con el hecho de que es una de las colonias que más recibe nuevos habitantes de todas partes del país y cuya vida transcurre en Ciudad Universitaria. Los colonos construyeron un patrimonio sobre los ríos de piedra volcánica que alguna vez escupió el volcán Xitle. Con los años, las pequeñas chozas de cartón y lámina se convirtieron en hogares multigeneracionales y en viviendas de renta para los estudiantes. Esos mismos estudiantes que durante la fundación ayudaron a delimitar y medir terrenos, y estuvieron del lado del movimiento social. 

    Conforme pasaba el tiempo, las sombras que cubrían las zonas desconocidas se iban iluminando: el tianguis de los sábados, la iglesia de Cristo Rey, el parque cerca de Papalotl, la panadería de Coyamel… Y también se develaban las temporalidades: la feria de agosto que siempre terminaba con un sonidero, las peregrinaciones, la celebración de la fundación de la colonia. Todos participaban en la organización y festejo de sus tradiciones. A diferencia de otros espacios de la Ciudad de México, la sensación de comunalidad en Santo Domingo era especial. Pero no hablo de la idea fetichizada de comunidad en la que todo el mundo está de acuerdo y coopera sin resistencia, sino entendida como un grupo de personas con origen compartido y una inmensa disposición a la reciprocidad.

    Vi directamente el concepto de comunidad en acción, la solidaridad ejercida, cuando durante la emergencia del sismo de 2017, las tienditas y microbuses se organizaban y se ponían al servicio de quienes habían sido afectados. Vi a una comunidad que se sabía tal al cocinar ollas gigantes de arroz y guisos para enviarlas a los lugares en los que se necesitaba. Una comunidad que reconocía lo que una vez necesitó de otros y ahora devolvía lo recibido.

    También entendí ahí que la seguridad nace de la confianza entre quienes habitan un espacio común: aprendí a transitar y moverme en Santo Domingo sin miedo porque sabía el nombre de mis vecinos, reconocía las calles y las rutas, y aprendí a leer el barrio. A identificar sus movimientos, sus sonidos y rincones.

    Yo, que me había sentido sola y aislada al llegar a la Ciudad de México, construía de a poco una red de apoyo indispensable en los años universitarios: el señor Moreno, que me dejaba pagarle después en la tiendita de la esquina cuando el dinero escaseaba; la taquería mixe, que me salvaba en las noches de desvelo; la señora Coco, que me daba sopa para tener algo de comer cuando enfermaba; don Gallo, que me preguntaba cómo estaba los días más pesados del semestre.

    Las amistades que vivían cerca compartían historias similares a la mía: habíamos dejado nuestras casas para estudiar, en algunos casos éramos los primeros de la familia en ir a la universidad, y nos acompañaba el deseo de terminar una carrera. Así nos apropiamos también de los pocos cafés, los restaurantes pequeños y los puestos itinerantes de micheladas y hamburguesas. Mientras caminábamos, había otros como nosotros, con los mismos sueños, que habían encontrado un hogar en ese mismo espacio.

    La aventura por el Pedregal de Santo Domingo duró cuatro años, y todavía me acompaña a la distancia. Descubrí ahí lo que otras partes de la Ciudad de México no pudieron mostrarme, y encontré un espacio no sólo para construir una personalidad y vida propias, sino para ver directamente algunos de los problemas profundos de la capital que afectan a quienes son originarios, pero también a quienes deciden mudarse a ella.

    Hago un esfuerzo por no ver a Santocho con los ojos traicioneros de la nostalgia: es una de las colonias más inseguras de la alcaldía Coyoacán, había noches con balazos y persecuciones policiales, había que caminar en grupo por ciertas zonas y modificar rutas en ocasiones. Es un territorio que ahora se enfrenta a la gentrificación provocada por el descontrolado desarrollo inmobiliario, y que paradójicamente se transforma a gusto de los estudiantes que significan movimiento económico para la colonia. El manto acuífero está en peligro por las plazas comerciales que se construyen en el perímetro. El transporte, aunque diverso, está descuidado.

    Sin embargo, sobre todo, se erige en mi memoria lo que aprendí entre el Eje 10 y avenida Aztecas: la ética del esfuerzo, la necesidad del cuidado para cohabitar un espacio, el sentido de pertenencia que mueve el actuar cotidiano. Santo Domingo resulta entonces la tierra prometida, no sólo porque así lo fue para sus habitantes originarios, sino para quienes sueñan con hacer una vida en la Ciudad de México. Un lugar rudo, al que hay que aprenderle los modos, pero, ante todo, hospitalario. Ante la ciudad monstruo, el Pedregal se apareció como un espacio no sólo para vivir, sino para abrirme paso entre la oscura selva que es la adultez. Ahora, años después, cuando veo ese momento de mi vida sólo pienso que quizás todo lo bueno de esa época lo encontré más allá de Delfín Madrigal.

     

  • 0246_Más allá – Metafísica del estacionamiento – Joaquín Martínez

    CDMX / No. 246


    Metafísica del estacionamiento

    Agradezco a Carolina López Moller y a lxs
    integrantes del Taller de escritura permanente
    del Árbol que nace torcido, por su apoyo y guía.

    Desdeñado y olvidado por la reflexión seria y sesuda, el potencial comprensivo del estacionamiento ha pasado desapercibido para los encargados de dilucidar el estado actual de las cosas. Sin tener que comprender los intrincados mecanismos del mercado financiero o las tácticas que los grandes consorcios aplican para precarizar cada vez más el trabajo, el estacionamiento nos ofrece una visión privilegiada de la manera en que funciona el mundo. Nos deja ver, de una sola vez, la totalidad de la marcha civilizatoria junto con la culminación de los procesos metafísicos y económicos que han llevado a la actual decadencia de nuestras sociedades.

    Presento aquí algunas estampas, esbozos apenas, para ir aquilatando las implicaciones que tiene esta inmovilidad frenética en el espíritu de nuestra época.

    Para empezar a entender lo que representa el estacionamiento hay que juzgar en su justa dimensión lo que significa la movilidad en el modelo económico actual. El capitalismo es un sistema que básicamente busca mover cosas. Mercancías, materias primas, fuerza de trabajo, noticias, productos culturales, datos, dinero, etcétera, etcétera. El sistema depende de que todas esas cosas se mantengan en movimiento, de que el circuito de circulación no se cierre nunca. Si se detienen, todo terminaría por sucumbir a la terrible esterilidad de lo quieto.

    La importancia del movimiento es tal que incluso la vida se cifra en sus términos. Tenemos para ejemplo el concepto de movilidad social, que reduce los dramas más profundos de la existencia personal al ascenso o descenso en la escala de clases. Si el sociólogo observa poco movimiento, diagnostica entonces el mal estado de la sociedad en cuestión, y sugiere estrategias para echar a andar la maquinaria.

    Todo nos empuja a transitar, a movernos. La quietud es patológica. Los individuos mejor apreciados en este nuestro tiempo son esas personas “movidas” e “inquietas”, cuya ambición las lleva a buscar nuevos horizontes. “Supérate. Sigue hacia adelante”, se nos dice. Siempre allá, en otro lugar que no es aquí. Y una vez que llegamos allá, resultará que tampoco ahí es. La prohibición fundamental es, pues, detenerse. Somos vehículos cuyo bienestar depende de su margen de movimiento. 

    Lo que no se dice es que a la velocidad frenética le corresponde siempre la inacción y el estatismo. Allí se revela una de las leyes de la vida misma. Todo, cualquier cosa que existe, viene siempre acompañada de lo que es a un tiempo su reverso y su condena. La vida carga con la certeza de la muerte, la felicidad con el dolor, la luz implica la sombra; la movilidad supone, necesariamente, al estacionamiento.

    Llorar de tráfico

    El mejor ejemplo de los efectos no deseados del desplazamiento y la aceleración se halla en el embotellamiento. Grandes vías, proezas imponentes del concreto y el asfalto, pensadas para acortar tiempos de traslado, convertidas a diario en inmensos estacionamientos. ¿Qué hacen allí todas esas personas dentro de sus coches?, ¿qué esperan? Esperan a moverse, claro. ¿No es tristísimo ese espectáculo paradójico?

    Entre claxonazos y programas radiofónicos que no logran captar su atención, el embotellamiento puede inclinar a los automovilistas hacia los más profundos vacíos de la existencia. Extensiones interminables de metales chirriantes, espejismos sobre las carrocerías hirvientes, nubes de gases tóxicos que envenenan el aire. Paisajes distópicos: segundos pisos, deprimidos y viaductos. La vida se nos va en medio del espectro de grises del cemento.

    Estoy convencido de que entre los lugares más inhóspitos del planeta se encuentran los túneles de las vías primarias de la ciudad. Espacio arrebatado a las entrañas de la tierra donde pareciera que está prohibida la vida. No hay luz, no hay aire y apenas una banqueta diminuta donde sólo es posible caminar en fila india. Todo allí invita a irse. Concebidos para sortear los obstáculos del terreno, son por definición espacios no aptos para la permanencia, pensados para una estadía utilitaria y efímera.

    Supongo que los ingenieros nunca imaginaron que alguien estaría allí más de unos cuantos segundos. Supongo que se sintieron orgullosos de sí mismos en su lucha contra el espacio, supongo que pensaron que habían ganado la batalla. No contaban con el embotellamiento, que a menudo convierte los túneles en enormes e irrespirables salas de espera.

    ¿Qué sucede ahí? ¿Qué le pasa al ser cuando se descubre atrapado en una paradoja? Parálisis en el tránsito, quietud en medio de la lucha por el movimiento. Allí, la realidad se revela capaz de lo múltiple y excluyente. Por alguna razón que se me escapa, el mundo no se ha desintegrado ante tales contradicciones, y el código de la naturaleza no arroja “error” frente a un fenómeno que es, a un tiempo, la nomia y su antinomia. 

    Soy una cubeta de cemento

    Podría parecer un deshecho: el vestigio de un tianguis o algo que se cayó del camión de la basura. Pero no es nada de eso, lo declara su posición estratégica. El huacal se encuentra justo en el punto medio entre un auto y otro. Es una herramienta de trabajo, un signo y una amenaza silenciosa. El huacal reserva el lugar para un hipotético conductor que siempre llega, paga la cuota correspondiente y accede al derecho de abandonar el desenfreno del ir y venir de los coches.

    El espacio es un recurso extraño que por su misma vastedad se vuelve escaso; su demanda es un fenómeno hiperlocalizado, se necesita siempre aquí. De nada sirve que allá lejos uno pueda dejar el coche a sus anchas, si el espacio libre no está aquí entonces no tiene importancia. Y es que el problema es el mismo trecho que separa los parajes con grandes cantidades de espacio disponible de aquellas calles donde es imposible encontrar un resquicio para acomodar el auto. 

    El tamaño de nuestra ciudad nos condena a un sedentarismo a medias. Habitamos nuestros domicilios, pero el tiempo que pasamos en el traslado bien podría valer para darnos la residencia en calles o vagones también. Cientos de pueblos evanescentes se forman a diario en el tránsito. Con ellos, surge toda una economía de la movilidad con sus leyes particulares de oferta y demanda.

    Lavacoches, vienevienes, vendedores, artistas de semáforo, limpiavidrios, vagoneros e improvisados oficiales de tránsito, todos ellos atienden la demanda de una población flotante pero omnipresente que requiere ser administrada. Esa nación errante tiene su propia historia y sus propios conflictos.

    Hace un tiempo, para ahorrarme unos cuantos pesos, me propuse eludir siempre las zonas donde operan los vienevienes del centro de Coyoacán y sus alrededores. Una investigación independiente fue necesaria para identificar las calles donde todavía no ejercían su dominio. Para lograr mi cometido tuve que renunciar al principio básico del automovilista: caminar lo menos posible. Descubrí que, si asumía una caminata de poco más de 500 metros, podía hallar casi siempre un lugar desocupado en calles poco concurridas.

    Cierto día, después de estacionarme en una de las zonas liberadas, bajé del auto y justo cuando me disponía a iniciar el recorrido hacia el centro vi a un hombre que se acercaba. Estaba lejos, como a unos 200 metros, pero avanzaba hacia mí mientras chiflaba y le daba vueltas a la franela en su mano. “Ahí quedó, jefe”, gritó desde la lejanía. Regresé rápidamente a mi coche, me metí y arranqué el motor. El hombre se seguía acercando. Después de varias maniobras pude sacar por fin el auto del pequeño espacio en el que había logrado introducirlo. Cuando el hombre vio que mi huida se debía a su presencia soltó una carcajada y dijo: “chingas a tu madre, puto”, y siguió riendo mientras yo me alejaba hacia horizontes más despejados.

    El encuentro, si bien para algunos podría parecer cotidiano y despreciable, me dejó tenso por varias horas. Tal vez debido a una constitución espiritual que tiende hacia la extrema sensibilidad y que hace de los exabruptos y rispideces del trato cotidiano un calvario, las palabras del franelero se quedaron sonando en mi oído hasta que llegué a casa. Mi trabajo por buscar y compendiar los lugares donde podía estacionarme gratis se había desmoronado. El mapa que pensaba seguro había cambiado. Tendría que empezar todo otra vez.

    Otras veces no hay escapatoria. En la colonia Roma no existe la opción de dejar el coche a unas cuantas cuadras y caminar hacia las zonas más concurridas, allí uno sólo puede elegir entre pagar el parquímetro o el vieneviene. En una ocasión, mientras batallábamos por estacionarnos en la Roma, a una amiga se le ocurrió bajarse del auto para buscar un lugar. Su estrategia era la siguiente: utilizando la agilidad que otorga ser peatón, se escurriría entre los coches apiñados sobre la calle hasta encontrar un lugar libre en las vías aledañas. Cuando diera con un espacio disponible me llamaría por teléfono para indicarme su ubicación exacta.

    Así lo hicimos, ella bajó y la vi perderse entre láminas y luces rojas. A los pocos minutos me envió su ubicación. Cuando por fin pude avanzar, conduje hasta el punto que me mostraba el mapa. Mi amiga estaba ahí, en medio de dos autos separados por una milagrosa distancia donde cabía el mío. Ella gritaba, “¡soy una cubeta de cemento!”, intentando disfrazar su humanidad de uno de los talismanes de la economía del tránsito que tiene el poder de invisibilizar los cajones disponibles.

    Su disfraz resultó. Aunque las cubetas de cemento no suelen anunciar su identidad a gritos pues les basta ser lo que son, nadie se había dado cuenta del engaño. Pude estacionarme mientras los otros automovilistas me veían sorprendidos, preguntándose por qué no se habían percatado de ese lugar. 

    La casa de los espejos

    ¿Por qué ponen música clásica en los estacionamientos? me pregunto mientras busco mi coche. En algún lugar escuché que la música tiene efectos sobre el nivel de agresividad de las personas, las plazas comerciales la utilizan para evitar que se generen conflictos en sus instalaciones. Pero ¿a poco será que en los estacionamientos a la gente le suceda algo que desate una posible violencia? 

    Ya pagué el boleto. Tengo la mala costumbre de nunca fijarme en las coordenadas que me ayudarían a encontrar mi auto. Se me olvida que en el estacionamiento uno no puede moverse como lo hace en el resto de los espacios del mundo. Asumo que mi sentido de orientación me guiará, pero cuando bajo las escaleras eléctricas que llevan a los parajes donde están las hileras de coches interminables, no logro ubicarme.

    No hay referencias, no hay asideros para la mirada ni para orientarme. Mi ansiedad aumenta, si no logro hallarlo en 15 minutos tendré que volver a pagar.

    El tiempo se acelera. Me deslumbran los reflejos en el piso pulido por el trajín de los autos. El estacionamiento se repite a sí mismo hasta donde alcanza mi mirada. Suena el primer movimiento de la quinta de Beethoven. El tan tan tan taaan me anuncia lo perentorio de la situación. Me siento desfallecer. Los metales no dejan de repetirse y anticipar la zozobra. Corro por todas partes, intento recordar y desandar el camino que me llevó del coche a la plaza. Aprieto el botón de la llave como esperando la luz de un faro destellar.

    Nada funciona, estoy vencido.

    El oboe toca una melodía melancólica que me acompaña en el momento de mayor abatimiento. Me siento cerca de la caseta de pago y observo a las personas platicando felizmente mientras hacen fila para pagar. Pronto también estarán sujetos al lapso despótico que establece la maldita máquina de cobro. Pero veo a varios encaminarse resueltamente hacia sus coches, los veo abrir la puerta y meterse, ríen ellos y yo los envidio. Llega la resignación. 

    Pero entonces, un pensamiento. Apenas una posibilidad: ¿será que lo dejé en otro piso? Vuelven las cuerdas y con ello una energía que me permite bajar corriendo las escaleras. Tal vez, puede ser, y sí. Salgo al sótano 3 y lo veo a lo lejos, queda menos de un minuto, calculo. Corro, entro, arranco y excedo el límite de velocidad para llegar a la salida. Introduzco el boleto en la máquina:

    “Boleto sin validar”.

    Grito y pataleo. Una fila de autos ya se forma atrás de mí. Les pido que me dejen salir de la fila. Beethoven arrecia. Me echo de reversa y cuando me separo lo suficiente de la pluma, piso el acelerador a fondo. Metales y cuerdas se intercalan. Me estrello y la pluma cede, lo logré.

    Apogeo de la quinta.

    Metafísica del estacionamiento

    El estacionamiento es un saldo, una consecuencia no buscada, una ocurrencia al vuelo para solucionar problemas inadvertidos por aquellos para quienes la circulación frenética es sinónimo de desarrollo. Es el debajo de la alfombra, el momento nada glamuroso cuando el auto no corre a 100 kilómetros por hora a través de carreteras idílicas y, por el contrario, reposa inutilizado. El precio que pagamos por el permiso de ocupar un espacio parece ser más una multa por la osadía de no permanecer en movimiento.

    Tal vez la característica más impresionante del estacionamiento es su capacidad para volver redituables los recursos más abundantes del universo. Me parece, aunque no estoy muy versado en economía, que cuando crece la demanda de un bien

    o de un servicio, y su oferta no puede igualar ese crecimiento, los precios suben; y viceversa. Por tanto, si existe un bien cuya oferta es infinita su precio debería tender a cero. Pero no. El estacionamiento encontró la manera de generar una ganancia por la utilización del tiempo y el espacio.

    Mientras filósofos de todas las eras se han devanado la cabeza preguntándose cómo comprobar que el mundo está de hecho allí o si en realidad existe, la mente malvada que ideó el estacionamiento se aprovechó de las desventajas concretas de la materia y creó un dispositivo que las pusiera a su favor. Por más posmoderno que yo sea, por más que piense que la realidad está fragmentada y que son los relatos los que la presentan como una unidad, por más que repita que los hechos no existen y que vivimos entre fantasmagorías discursivas. Por más que diga todo esto, mi coche existe y ocupa un lugar en el tiempo y el espacio mientras hago las compras en el supermercado. Con su aritmética perversa (espacio × tiempo = dinero) el estacionamiento me restriega en la cara que la materia y el mundo existen independientemente de la mente y el lenguaje.

    En principio el estacionamiento es un medio para alcanzar un fin. Pero en el estado de cosas actual se convierte en un fin en sí mismo. Hay que esforzarse o pagar por encontrar un lugar para dejar el coche, ya después, y como objetivo secundario, uno llegará al trabajo, a la casa de los amigos o al centro comercial para seguir consumiendo.

    ¿No explica esto la condición contemporánea? La voluntad se plantea conseguir ciertos objetivos: comprar una casa, casarse, un coche nuevo, ser alguien en la vida, ser feliz o cosas por el estilo. Se nos incita a persistir a pesar de todo para llegar a la meta. El truco está en que, siendo así las cosas, nos mantendremos indefinidamente en el camino para alcanzar nuestros deseos. En el trayecto trabajaremos duro, consumiremos falsas promesas en forma de libros de autoayuda, créditos hipotecarios, tarjetas bancarias, cursos y manuales sobre cómo hacerse rico. Con la mirada siempre en la meta, se pierde de vista la senda llena de amenazas y entes que nos parasitan. Cuotas interminables que hallan su versión más condensada en el boleto de estacionamiento, el tributo que habremos de pagar por intentar llegar.

    Camino bajo el rayo del sol, el asfalto me abrasa con el calor que ha ido acumulando durante el día. Ni una sombra de árbol. Cargo las bolsas con ambas manos. Pienso en el aire acondicionado, me apuro. Llego al coche, guardo las bolsas en la cajuela y entonces renuncio, ya no puedo. Nunca más, decido. Nunca más sometido al ciclo tormentoso: salida, traslado, llegada.

    Escribo esto desde el estacionamiento del Chedraui, eso es todo lo que voy a decir. Ustedes que siguen en el vaivén. No me busquen.

  • 0246_Más allá – Cualquiera puede entrar, ninguno puede salir – Erick Sebastian

    CDMX / No. 246


    Cualquiera puede entrar, ninguno puede salir

    Cuando el Desplazamiento Forzado Interno (DFI) arrastró a mi familia a la Ciudad de México en 2012, yo tenía nueve años. Cada noche en el apartamento H —que no era nuestro— yo esperaba que llegaran mis padres, pero nunca lo hicieron. Mis padres se quedaron en Morelia, a la capital llegaron Ethel y Eriberto. Incluso dejé de referirme a ellos como “mamá” o “papá” y comencé a llamarlos por sus nombres, una ignominia enorme para ellos que crecieron hablándole de usted a sus progenitores.

    No eran los mismos, o tal vez yo cambié. Estaba furioso con ellos por traerme a una ciudad que me hacía sentir enfermo todo el tiempo (no estaba acostumbrado a la calidad del aire), por haberme alejado de mis amigos del Instituto Integral Gestalt, y por hacerme cambiar una casa de dos pisos con habitaciones individuales por un cuarto prestado que compartíamos entre todos en el apartamento de una tía sobre Eje Central. Claro que en ese entonces yo no entendía que ellos tampoco tuvieron opción, me di cuenta con el paso del tiempo.

    La mayoría de las cosas que pasaron en esa época las entendí muchos años después leyendo a escritoras como Ángeles Mastretta, Fernanda Melchor, Inés Arredondo o Dahlia de la Cerda. Mis papás nunca me las explicaron. “Estabas muy chiquito, creíamos que no te dabas cuenta” me dijo mi mamá hasta que cumplí 21 (este año) y se dio cuenta de que conservaba recuerdos muy vívidos de nuestra vida en Morelia: las cuotas que pedían los Zetas, el bloqueo de avenidas transitadas para la quema de autos, las narco-mantas, las balaceras, el atentado granadero del 15 de septiembre en 2008… 

    Normalicé tanto la violencia que rodeó mi crianza que incluso en la actualidad me cuesta trabajo entender las caras que ponen mis compañeros, amigos o conocidos cuando les cuento algunas de estas experiencias. Les quiero explicar que es bellísimo el Centro histórico de Morelia, que no hay monumento en la capital que compita con la belleza de la Fuente de las Tarascas, que la comida de allá es deliciosa; pero no lo entienden.

    No me quejo porque yo tampoco los entiendo cuando me dicen que han pasado toda su vida en la misma colonia, cuando me dicen que toda su familia lleva generaciones acá o que sus tacos favoritos son los de pastor. Cuando yo llegué a la Ciudad de México (que en ese entonces aún era el Distrito Federal) me encontré con un ambiente cosmopolita que me abrió los ojos de una forma brutal, pero a los nueve años y con unos padres indispuestos a orientarme, no lo entendí.

    He tenido oportunidades de regresar a Morelia y de mudarme a otros estados, pero no las he tomado porque la Ciudad de México me atrapa. He coincidido con personas de Chihuahua, de Tijuana, de Guadalajara que ahora residen en la CDMX y todos tenemos en común que odiamos la comida, la contaminación, los “malos modales” de los capitalinos, la prisa con la que se vive la ciudad, pero seguimos aquí, no nos queremos ir.

    Me comporto con la ciudad como me comporto cuando me gusta un chico: lo miro feo, lo critico con mis amigos y hago todo lo posible por no dejarle saber que me gusta (porque eso le da poder). Aunque es evidente que estoy a sus pies, que me encanta y que estoy dispuesto a ignorar todos sus defectos con tal de estar con él. Y creo que así nos pasa a la mayoría de residentes de la ciudad que no nacimos acá.

    La Ciudad de México me enseñó lo que mis padres no pudieron. Me abrió horizontes de diversidad que fuera de ella nunca hubiera descubierto: religiosos, sexuales, de clase social, étnicos, etcétera. Estoy seguro de que si me hubiera quedado en Morelia sería un niño golf pretendiendo ser heterosexual y estudiaría negocios, contaduría o administración. Esa versión de mí odiaría la persona que ahora soy, pero la persona que ahora soy también odia esa versión hipotética. Estoy muy agradecido de no haberme convertido en ella.

    Ahora que resido acá desde hace 12 años, la gente de Morelia reniega de mí. “Ya llevas mucho tiempo allá” me dicen, como si estuviera faltando a un principio intrínseco de mi tierra natal; en cambio, mis compañeros de universidad me dicen que ya no cuento como foráneo, que ya soy chilango. Les digo que no, que cómo creen, pero en el fondo yo también lo sé.

    Le saco provecho a todo lo que está en la Ciudad de México y que no encuentro en ningún otro estado: la centralización cultural, académica y comercial. Estudio en la UNAM, voy a conciertos, ferias del libro, exposiciones de arte cuando puedo, y me gusta tomar avenidas grandes como Tlalpan, Dr. Vértiz y Periférico para ver a la gente. Y me gusta, aunque nunca lo admitiré en voz alta (esto no cuenta porque es por escrito).

    La Ciudad de México (como cualquier capital) tiene más hijos adoptivos que legítimos, hijos que reniegan de ella como si no fuera la mejor oportunidad que se les ha presentado en su camino. Pero una vez que entras, ya no puedes salir. Se fusiona la magia chilanga con tu espíritu de forma imperceptible, y cuando regresas de visita a tu tierra natal el ritmo de vida, el silencio y la monotonía aburren. La Ciudad de México te atraviesa el cuerpo en cuanto la pisas, tanto que asusta. Es un monstruo y te puede comer.

  • 0246_Más allá – Entre Amores y La Piedad – Desirée Mestizo

    CDMX / No. 246


    Entre Amores y La Piedad

    El tiempo que le robamos a la noche
    Se lo pagamos al asfalto (…)
    Es la ciudad la que desaparece, no yo

    Diles que no me maten

    a Daniela Rivera, en cuya ternura habito

    Vivo junto a la avenida. Desde mi ventana la copa de un árbol logra desdibujar la silueta azul brillante del World Trade Center, del otro lado se extiende una serie de edificios hasta el final de la cuadra; el de la esquina con herrería rosa y paredes color crema está inclinado, como desbordándose. A veces un hombre se sienta a tocar el acordeón bajo el árbol y el sonido inunda mis tardes. Las mañanas de domingo llega a mi habitación un olor dulzón que se desprende del puesto de birria de la planta baja del edificio. El alba se filtra entre las cortinas, el rumor de los motores logra colarse a mis sueños. Veo a la ciudad destellar desde mi ventana. Mientras se reinventa la noche me entrego ante la inmensidad.

    Un departamento en un edificio sesentero sobre a la avenida Xola, entre las estaciones de metrobús Amores y La Piedad: éste fue mi segundo domicilio en la Ciudad de México, pero el primero que sentí como mi hogar. No sé cómo llegué a este punto. Quizás fue desde que comencé a transitar las calles de la colonia sin tener que consultar un mapa, desde que la señora del puesto en donde compro fruta en el mercado empezó a reconocerme y regalarme rebanadas de piña, y el panadero me pregunta si volveré a Veracruz durante los veranos, o desde que Aurora, una estudiante de artes de Monterrey que además era mi compañera de vivienda, se volvió indispensable en mi vida. Lo cierto es que no sentí mía la ciudad hasta que Daniela y yo pasamos cada tarde de domingo siendo confidentes, hasta que Alejo comenzó a invitarme a comer pasta cada vez que volvía de un viaje, hasta que hice pay de maracuyá para la cena de año nuevo en la ciudad con mis amigos, mi familia elegida. Siento como propia esta ciudad porque me cobija la amistad.

    *

    He vivido suficiente tiempo en la Ciudad de México para poder recopilar una amalgama de memorias cada vez que camino por ciertas calles, una especie de cartografía de recuerdos.

    Astrónomos, esquina con avenida Progreso

    Daniela y yo nos tomamos de la mano al cruzar la calle, corrimos ebrias, el aire frío chocaba contra nuestras mejillas calientes. Nos dirigíamos hacia un rave en la Juárez, a bailar hasta que amaneciera o hasta que nos dolieran los pies. Ese día reímos tanto que parece que nuestras risas quedaron sepultadas en el asfalto.

    Ignacio Mariscal, Tabacalera, Cuauhtémoc

    Cada vez que salgo de Metro Hidalgo pienso en el alfajor que me trajo Lia del aniversario de Mar del Plata, el dulce de leche cubierto de chocolate amargo con granos de sal de mar, y haberlo compartido con Daniela y Elizabeth mientras estábamos formadas para entrar al lugar en el que terminábamos cada fin de semana. También recuerdo cuando C. me llevó a un club de ajedrez 24 horas en la víspera de mi cumpleaños 21; mientras señores antipáticos murmuraban a nuestro alrededor, uno de ellos insistió en ayudarme a empatar con C. A unas calles Daniela y yo nos dijimos que nos amábamos por primera vez mientras tocaba BLACK MIDI. Hace poco Alejo trajo a una amiga suya de visita desde Medellín, la dejamos atrás mientras caminábamos sobre Ignacio Mariscal en lo que nosotros considerábamos una velocidad normal; creo que es una manera de ilustrar el efecto que produce la Ciudad de México.

    Avenida de los Insurgentes Sur, esquina con Chilpancingo Tehuantepec

    Un jueves de verano regresaba a casa caminando sobre Insurgentes junto a Aurora, aún envueltas por el estupor de una noche llena de agravios nos detuvimos junto a un columpio afuera del metrobús Chilpancingo, decidimos turnarnos para que ambas pudiéramos mecernos. Aurora comenzó a narrarme su adolescencia e hizo un recuento de todos sus empleos pasados y sus planes a futuro; esa noche nos prometimos que jamás dejaríamos de frecuentarnos. Sobre la acera contraria me tropecé en febrero mientras escuchaba el primer disco de Rosario Bléfari, traía una minifalda gris de tartán que se manchó con la sangre que brotaba de mis rodillas. En la esquina está el Seven que sirvió como punto de encuentro el último día que R. y yo fuimos amigas.

    Parque México

    Sentados en la explanada del parque México, Ricardo me notificó que lo habían aceptado en el doctorado de Escritura Creativa, y que dejaría el país en un par de meses. Después de un rato de insistir me contó, comiéndose un churro, que estaba escribiendo sobre la erupción del volcán Nevado del Ruiz, que destruyó la ciudad natal de su padre. En la misma explanada me citaron Rafa y C. una madrugada de septiembre; platicamos un rato mientras buscábamos un after bajo la única estrella que resplandecía en el cielo (como es propio en las noches de contingencia en la Ciudad de México). Rafa tomó una foto analógica que lo inmortaliza.

    Eje Central, Lázaro Cárdenas, esquina con avenida Xola

    Eje Central conecta los departamentos de mis dos amigas más cercanas; también era el punto medio entre mi casa y la casa del último chico del que me enamoré. A unos minutos queda el parque Las Américas, que entre interminables conversaciones he transitado junto a Ricardo, Pau y Gretel. En ese mismo parque tuve una ruptura, nuestras miradas dejaron de cruzarse mientras el sonido de una clase de zumba arremetía contra la escena. Fue esperando el trolebús en Centro scop que abracé a Aurora mientras lloraba camino al concierto de Xiu Xiu, ambas nos sentíamos acorraladas entre compasión y fragilidad.

    Avenida Coyoacán, esquina con Rafael Dondé

    A un lado del parque María Enriqueta Camarillo besé por primera vez a un chico que tenía un tatuaje de un insecto entre el dedo índice y el pulgar, después de prometerle que no me dejaría intimidar por la escena local. A unos cuantos metros, en una banca de concreto con el grafiti de una mariposa morada, una vez me tiraron de un balonazo Slouching Towards Bethlehem de Joan Didion. Cabe añadir que la poeta cuyo nombre lleva el parque nació en la misma casa que mi madre en Coatepec, Veracruz. Justo en la esquina hay un puente plateado en el cual recuerdo a Sergio de pie cuando vino a visitarme desde Morelia; mientras fumaba, el humo se entretejía con la noche.

    Luz Saviñón, esquina con diagonal San Antonio 

    En el parque Mariscal Sucre Aurora, Sergio y yo nos sentamos a tomar caña un lunes por la noche, oscilando entre chistes simplones y el fulgor de las luces de los autos. A menudo recorro las calles aledañas hablando con Gretel sobre todo lo que se nos ocurre, parece que nunca nos quedamos sin tema de conversación. Una de mis cosas favoritas es recorrer la ciudad junto a ella, verla transitar con tanta seguridad las calles de la colonia en la que creció. La última vez que caminamos le enlisté los cambios que he notado en mí desde que vivo en la CDMX: “la ciudad te cambia el ritmo, la ciudad te cambia”, me dice Gretel con un destello que reflejan sus ojos.

    Me entusiasma pensar que con el paso del tiempo las memorias que tengo desparramadas por la ciudad se duplicarán, pero también temopensar que las que ahora existen terminarán por desvanecerse. Éste es mi intento por preservarlas.

  • 0246_Más allá – París, CDMX – Tristana Pérez

    CDMX / No. 246


    París, CDMX

    Como cada semana desde que habito un cuarto parisino que me sofoca con el olor a café metido hasta en las grietas de las paredes, respondo a la videollamada de mi mamá con una cobija azul sobre las rodillas, una que me prestó mi exnovio hace muchos, muchos meses, única fuente de calor disponible sobre mi cama.

    —¿Me das permiso de hacer algo con tu cuarto acá? —me mira con los labios dispuestos en una línea. Sabe que la idea no me gusta, pero la echa al aire igual.

    —No.

    —Lulú, no manches —todo con ese acento francés, tantito áspero, tantito cantado, de quien lleva 20 años viviendo en la Ciudad de México—. C’est comme une chambre morte, là.

    Que es como un cuarto muerto, dice.

    Je ne manche pas, man’. Es mi casa todavía.

    Salvo la integridad de mi habitación mexicana en unos minutos. Le cuelgo después de un je t’aime, después de haber pensado en la puerta marrón y blanca de esa habitación cerrada. Condenada. Tal vez, sí, un poco muerta, aunque yo la dejé como la recuerdo: con el sol de la mañana filtrándose a través de la fina cortina blanca hasta estirarse sobre el suelo de madera cubierto con rayones infantiles, con libros empolvados pero organizados a mi manera en cada estante, con una puerta entreabierta para que los gatos pasen a pedirme atención.

    Por su ventana, ventana que parece el final de un túnel, solía mirarlo todo. Con mis manitas de niña de siete años dibujé lo que veía por ahí. Fue un ejercicio que repetí conforme fui creciendo, conforme mi hogar cambiaba de color, y conforme mi habilidad mejoraba. Mi edificio está en una esquina, esta esquina, la esquina. Enfrente hay una perfumería a la que nunca entré, y al lado, el camellón con las palmeras de inertes hojas marrones moteadas de verde. Mi visión de la ciudad se limitaba a esos dibujos, a esa esquina que a pesar de estar siempre tachada por los cables de electricidad y contaminada por el polvo del vidrio tenía el don indiscutible de apaciguarme.

    Nací en Saint-Denis, ciudad pegada al norte de París que no goza de buena fama. El Tepito francés, vaya. Nacer allá no representa otra cosa más que las caminatas cotidianas de dos kilómetros que hacía con mi papá, desde nuestro departamento hasta la Basílica de Saint-Denis: majestuosa, de pulmones habitados por una luz dulce y aire empedrado. Desde que nos regresamos a la Ciudad de México, a mis tres años, así la recordé, porque así era. Es lo único a lo que mi memoria había podido asirse. A falta de Basílica de Saint-Denis, a falta de Francia y a falta de padres viviendo juntos, mi papá venía por mí a casa de mi mamá y caminábamos hasta la suya. Empecé a ir a la escuela y a usar el metro a las 6:30 todos los días durante 45 minutos. Desde mis 120 centímetros de altura descubrí un cuerpo de no sé cuántos kilómetros cuadrados a cuyo caos me acostumbré. Acostumbrarse no es siquiera la buena palabra: tiré del velo translúcido de polvo y fantasía de mi ventana, jalando y rasgando la tela sin jamás dejar de sentir en los dedos la emoción de palpar lo inabarcable.

    Muchos franceses me preguntan por qué me gusta mi ciudad. En la realidad no le doy tintes metafísicos a estos interrogatorios, aunque los tiene. En el momento, me inquieta que mis compatriotas europeos vean el panorama completo; no nada más que lo vean, que lo comprendan; no nada más que lo comprendan, que sepan todo lo que yo sé. Como guía turística lanzo los datos curiosos y describo mis lugares favoritos. Exagero las maravillas como si mi discurso los fuera a convencer un día de ir a la Ciudad de México. Después de las preguntas sobre los narcos, y de regañarlos por decir la tequila y no le tequila o un tacos con s, siempre vuelve el porqué formal. El que no tiene mucho que ver con la arquitectura colonial del centro ni las calles de Coyoacán. Haciendo caso omiso de que tengo las dos nacionalidades, por papá chilango y mamá del país de la baguette, es cierto que cuando uno habla conmigo debe notar que mi corazón le pertenece a la plaza del Zócalo y a los parques; a la plaza Popocatépetl con su fuente de azul triste y blanco sucio; a los puestos de tacos bañados de grasa en cada esquina y a los camiones de basura que me despiertan los domingos en la mañana; a los tianguis a los que va mi mamá cada que puede, al metro que no funciona más veces de las que sí. (Los parisinos no tienen ni idea de lo afortunados que son con su metro). (También se quejan cuando la calefacción tarda demasiado en activarse en invierno). (Están desamparados cuando hay cortes de agua por un día). (Tampoco hay puestos de tacos. Lo que llaman taco es un burrito o un kebab. Me indigna). (Venden papas picantes que no pican).

    Yo tampoco sabía por qué.

    Me pregunto si mi mamá sabe el porqué, su porqué. Dejó sus campos franceses por la Ciudad de México hace casi 20 años; decisión azarosa, si me preguntan, producto de motivaciones borrosas que nunca me supo explicar con claridad. Yo digo que no querían a más sociólogos en Francia, y tuvo que buscar en otra parte. ¿Por qué la Ciudad de México? Pfff… j’sais pas (equivalente de “quién sabe”). Aterrizó sabiendo saludar, pero con ganas de chambear. Conoció a mi papá poco después, y al poco tiempo se fueron a Saint-Denis. Nací. De vuelta a México. Se separaron, y tal vez por no separarme a mí de mi papá, ella decidió quedarse. Cumplí los 17 y me vine a París a estudiar; mi mamá se quedó allá. Convoco su imagen en mi mente y me aparece en su balconcito con sillas Acapulco y flores, con sus idas y vueltas a Xochimilco, al tianguis, al mercado; pero también con sus chilaquiles rojos que no le gustan muy picantes porque lo francés no se quita tan fácil. Vaya, hasta aprendió a rodar las erres. Las palabras rojojarra y pareja todavía le cuestan. Conocí a mi mamá como me conocí a mí porque ambas, en la palidez y en el hablar frañol, nos vimos como seres múltiples, enraizados a la vez en la expresión genética y en el hogar que nos hicimos.

    *

    Cuando mi papá se enoja o algo le está afectando, sale a caminar. Cuando me pasaba lo mismo, mi papá me llevaba a caminar. Muchas veces nos sentamos en distintos bancos del parque México a comer una paleta de grosella mientras yo lloraba, para luego emprender otra caminata al siguiente parque, a la siguiente esquina, a la otra colonia. No sé qué buscábamos, ni siquiera al día de hoy, en los nombres de las calles desfilando bajo nuestra mirada. Terminé de cartografiar la ciudad como si esas mismas calles fueran las trincheras que iba cavando con mis dolores. Las aterradoras avenidas arterias cargando el flujo de mi propia sangre. Todos los pasos fueron pensamientos que regué sobre el asfalto, levantando polvo y disolviéndose en el aire contaminado.

    La Ciudad de México, que la mayor parte de mi vida llamé D.F., se me cosió a la piel y a la lengua y a los ojos, pero con un desfase. Los puntos nos unen por las fronteras nada más. No crecí en Francia, pero casi como si esa mitad extranjera hubiera venido determinada en mis genes con toda la terquedad y orgullo jacobinos, la socialización tan empeñada en la mexicanidad fue incapaz de compensar esta cosa incompleta que soy. Mitad y mitad. Inconclusa en ambos lados. Aquí y allá. Mi herencia parte el cuerpo en dos. La güerita, francesita, muy blanca para ser mexicana; nariz algo jorobada, cabello muy oscuro y cejas muy pobladas para ser francesa. Mi lengua tampoco sigue todas las expresiones, chistes y decires de mis dos procedencias: como una foránea que apenas habla el idioma. Distancia que olvido entre risas, saliendo del aeropuerto, al tragar una bocanada de aire olor a alcantarilla combinado con gas de tubo de escape. 

    Ir y regresar: el universal dilema verbal entre las tierras originarias. La familia es lo que colma el espacio vacío, porque es lo que determinó que la Ciudad de México siempre será un regreso. Se escribió en las ramas de mi genealogía que yo tendría que seguir el rastro de ese cariño en todos los cielos y montañas en los que descansara mi cuerpo. Me sorprende, cuando me voy lejos, encontrar sin realmente lograrlo el abrazo de Abu en un atardecer rosáceo tocando la cima de la Torre Eiffel. O pensarme en los brazos de mamá envuelta en mis 11 metros cuadrados. Querer presentir la fuente de la plaza Popocatépetl a la vuelta de la esquina de un edificio Haussmaniano, y a lo mejor esperar la silueta de mi papá dibujando sus monstruos junto a una taza de café del bistró. Camino y platico con las palabras chocando dentro de mi garganta como si él estuviera a mi lado al embarcarme en las avenidas. Las visiones que pueblan el extranjero se convierten en anhelo de volver.

    El otro día abrí los ojos con la ansiosa alarma que me avisaba que ya era hora de mi último examen. Me quedé unos minutos recostada. Mi mirada se había dirigido a los retazos azules de cielo, el mismo tono que teñía las mañanas infantiles que pasé en casa de mis abuelos. El abuelo me ponía a cocinar con él con la radio prendida de fondo. Lo único que entendía eran los anuncios de la Comercial Mexicana; en esa época todavía no sabía mucho español, y mis risas tenían el vestigio del francés un poco más fresco. La ciudad se volvió mi casa cuando vi a mi Abu cantar, y al abuelo hacer chiles rellenos. La ciudad se volvió mi casa cuando en su idioma nacieron las palabras del afecto. El cariño de verdad no existe más que en español, y esto no es ninguna figura literaria.

    Este apego a la ciudad es tan azaroso como lo que movió a mi mamá a mudarse allá. Podría haber tenido otra vida, podría haber nacido en otro lado, podríamos habernos quedado en Francia. Las cosas tal y como fueron hicieron que la Ciudad de México sea una evidencia, y ya no una mera fatal conspiración escrita en mi existencia. Tal vez con una puntada de dolor en el pecho, mi papá me alcanzó a preguntar, cuando entendió que su ciudad natal iba a ser mi preferida: ¿de verdad París no te convenció? No es que no me convenza, papá, es que irse es desentierro. Vivir en otro lado no me es imposible, pero es crecer con el tallo truncado y dejar junto a las raíces semillas de las que a lo mejor ni veré los frutos.

    Irse es desentierro.

  • 0246_Más allá – Las cuatro nobles prácticas en la iluminación chilanga – Joaquín de la Torre

    CDMX / No. 246


    Las cuatro nobles prácticas en la iluminación chilanga

    Contrario a las enseñanzas milenarias de Buda y otras religiones orientales, los habitantes del ombligo de la luna seguimos aferrándonos al mundo material. Sobre todo, cuando viajamos en transporte público, insistimos en sujetarnos con ambas manos de cualquier objeto sólido. No importa que el pasamanos oxidado del microbús se quiebre, como oficinista en sesión de coaching, durante una curva. Aprehendernos a un fierro carcomido por las lluvias y la falta de mantenimiento siempre será preferible a salir volando por la puerta del transporte público. (A menos —cabe aclarar— que tu mano de varón lomo plateado roce accidentalmente la del congénere.) Y a pesar del credo de muchas religiones occidentales, este apego a lo material en nada se opone a una visión espiritual de la existencia. Al menos no para el mexicano que habita la jungla de concreto erguida sobre el pantano de la antigua Tenochtitlan.

    La mayoría de las personas que provienen de otras latitudes, sobre todo extranjeros, siguen sin comprender qué motivó a nuestros antepasados para erigir el gran imperio tenochca en medio de un lago, en lugar de peregrinar unos cuantos kilómetros más hasta encontrar tierra firme y con menos movimientos tectónicos. Francamente, hay bastantes paisanos que tampoco se lo explican, y el mito de que fue un mandato que una divinidad bélica manifestó a través de un sueño tampoco resulta un argumento convincente. Mucho menos justifica las razones por las cuales la capital del país se mantuvo asentada en el mismo lugar tras la conquista española, después de la Independencia, al concluir la Revolución y durante los sucesivos cambios de administración.

    Posiblemente no haya respuesta certera, pero tampoco se debe a simples descuidos o mera hueva. En mi opinión, este gesto de permitir que, año con año, la capital del país se hunda en un socavón responde más bien a una manifestación espiritual que muchos han aclamado como valemadrismo. Si nadie cuestiona la doctrina filosófica y religiosa de Siddharta Gautama, cuya práctica incluye sentarse a contemplar la propia existencia durante horas, tampoco hay motivo para que se desprecien las razones místicas que tuvieron los mexicas al levantar una ciudad imposible sobre un lago. Por el contrario, esta vorágine entre fe e ingeniería denota la constancia antiquísima con la que hemos practicado nuestra espiritualidad sin importar la religión en turno que se profese en los alrededores. Para darle una dimensión temporal a esto, hay que recordar que nuestras costumbres comenzaron en el siglo XII, mientras que las prácticas místicas del budismo se abrieron paso hacia el hemisferio occidental hasta el siglo XIX. Es decir, el turismo europeo que se realizó a Bodhgaya en busca de un cese al dolor inició cuando nosotros ya teníamos casi ocho siglos perfeccionando el arte de soportar terremotos en predios pantanosos, inundaciones incontenibles y —no conformes con este calvario— de disfrutar del picante en los manjares por el mero gusto de sazonar religiosamente la garnacha de cada día.

    Incluso, desde la época colonial, tenemos registros donde consta que los españoles, en su búsqueda por nuevas maneras de llenar el vacío de la existencia, pasaron en algún momento del arte barroco a la elaboración de postres. De ahí que los peninsulares adoptaran el ritual prehispánico de preparar y beber chocolate, aunque ignoraran que la arista espiritual del manjar residía en agregarle chile en lugar de azúcar: un sutil recordatorio en el paladar de que sólo habrá esperanza mientras haya infiernos.

    Por otra parte, desde antes de que arribaran los barcos peninsulares, el picante ya era un símbolo culinario del perfecto equilibrio universal que existe en nuestra cosmovisión. Ya sea, por ejemplo, cuando tenemos que elegir entre salsa verde o roja para aderezar nuestros tacos o en la disyuntiva entre las rajas y el chipotle si nos hemos de inclinar más por la doctrina de las tortas —según los apuntes que he recuperado del filólogo potosino Israel—. Mas este equilibrio no deja de lado la base fundamental: pica sabroso. No obstante, a pesar del balance cósmico, al final de la digestión también habrá un pequeño recordatorio de dolor para remitirnos una vez más a los ámbitos terrenales de la existencia humana. Porque no hay que olvidar que Dios mandó a Jesús para redimir nuestros pecados, con todo y un susceptible tracto digestivo.

    Además, hemos impregnado este marcado interés espiritual en la materialidad culinaria al grado de que, cuando viajamos lejos del reino de Tláloc, procuramos hacernos de un kit de supervivencia que incluya una buena salsa o un dulce que pique “rico”. Ni siquiera morir nos aterra tanto como dejar de disfrutar nuestra gastronomía al grado de que nos valemadre la ley severa, y cada año regresamos al mundo de los vivos sólo para echarnos un pambazo con harta salsa y su respectivo mezcal. Por si fuera poco, cada primero de noviembre acostumbramos degustar, de manera literal, pequeños cráneos hechos de azúcar con nuestro nombre en la frente. De esta manera es imposible olvidar que para el mexicano siempre habrá, aun después de la muerte, un festivo banquete. No sólo porque queremos encontrarle algún sentido trascendental a la existencia, sino también porque amamos cada aspecto de la vida terrenal.

    Hay que aclarar que esta aprehensión nada tiene que ver con banalidades ni mucho menos se trata de un hedonismo burdo. Al súbdito de Tláloc no sólo le interesa el aspecto placentero de la existencia. Por el contrario, desde niños nos enseñan a darle de palos a esculturas hechas de papel maché con la forma de nuestros ídolos hasta destruirlas para celebrar que alguien cumplió un año más de vida. Y quizá, por eso, amamos que nuestros héroes tengan un trágico destino. Nos enorgullece, por ejemplo, que a nuestro último tlatoani —cuyo nombre de por sí ya significaba “el águila que cae”— le hayan frito los pies como flautas de barbacoa; admiramos a un niño envuelto en la bandera nacional que, con apenas 20 años, tuvo el coraje de arrojarse desde la torre más alta del castillo de Chapultepec para salvaguardarla de Masiosare; cada cuatro años alentamos a nuestra selección de futbol, a pesar de que sus tripulantes hayan naufragado en la órbita del agujero negro de la galaxia elíptica central Yamerito 2-0-2-6; incluso nos resulta más carismática la villana de una telenovela que la protagonista. Principalmente porque tuvo la fortuna de morir dos veces de manera trágica: la primera cuando termina siendo defenestrada y, 15 años después, cuando quedó calcinada en un intento fallido por vengarse de esa “maldita lisiada”.

    Tampoco debemos olvidar la composición de nuestro escudo nacional, el cual no podía ser sino dos animales luchando a muerte sobre una cactácea. Una adoración por este símbolo al grado de que hemos elaborado centenares de platillos con base en ese espinoso vegetal, signo de orgullo e identidad. Si eres lo que comes, entonces los mexicanos somos una planta que sólo crece contra la adversidad, en medio de climas rocosos y áridos. Y ni hablar del placer que es degustar sus dulces frutos aunque nos espinemos la mano. Al final de cuentas, como canta Jorge Negrete, la mayor parte del tiempo “yo soy mexicano y orgullo lo tengo/ nací despreciando la vida y la muerte”. En pocas palabras, al mexicano le encanta agregarle limón y chile del que pica a las heridas más profundas. De lo contrario, este breve drama que es la vida nos resultaría insípido.

    No es extraño entonces que millones de adeptos sigan peregrinando a la región más transparente en busca de respuestas, a pesar de la sobrepoblación y de la inestabilidad de sus terrenos. Como versa aquella canción infantil, sumamos más y más elefantes, con una insólita alegría, a la frágil telaraña que es esta jungla de promisión. Y para hacer sentir como en casa a cada nuevo inquilino, hemos acaparado las más diversas garnachas habidas y por haber en la patria. Es cierto también que hemos intentado perfeccionarlas junto con nuestras prácticas espirituales hasta alcanzar niveles inimaginables. Por ejemplo, no nos limitamos a rellenar las quesadillas únicamente con queso de la misma manera en la que hemos aprendido que la existencia humana no está determinada ni tiene un único propósito.

    Esta consonancia espiritual que hemos alcanzado puede confirmarse si uno se asoma al transporte público. Es bien sabido que cualquier Metro citadino está diseñado para destrozarle, a puño limpio, el espíritu a sus usuarios más frecuentes. Como señala la escritora Fran Lebowitz, al Dalai Lama le bastaría con un solo viaje en el Metro de Nueva York para convertirse en un lunático furioso. De igual manera, cualquier brahmán védico se asombraría al contemplar las numerosas posturas que los mexicanos hemos improvisado en el arte de meditar, no sólo en los vagones del Metro, sino también en las combis, los camiones y los peseros.

    Y a pesar de que aún hay varios detractores al interior de la república —y qué bueno—, también existen foráneos que afirman la existencia de cuatro nobles prácticas para alcanzar la iluminación chilanga: pedir una quesadilla con queso, hablar mántricamente —o cantadito como se dice vulgarmente—, obtener inmunidad total en el estómago contra la garnacha callejera. Sin embargo, la cuarta es quizá la más difícil de explicar, pero una amiga proveniente de Tamaulipas tiene cierta anécdota esclarecedora: ella afirma que se convirtió en una auténtica chilanga aquella tarde de verano en la que viajaba en el Metro. Era hora pico y se sentían más de 35 tropicales grados dentro del vagón. De pronto, un aroma agrio llamó su atención, y sólo entonces se percató de que, por su pequeña estatura, llevaba 20 minutos bajo la axila de un hombre de dudosa higiene que se sujetaba del mismo pasamanos. Sin embargo, al verse incapacitada para desplazarse de lugar por el amontonamiento de personas, el primer pensamiento que fluyó por su mente ante aquella penitencia fue un simple: “mña, podría estar peor”.

    Nadie duda del valor que tiene la palabra de Buda Gautama, la cual ha brindado tranquilidad a millones de personas a lo largo de la historia. Además, gracias a sus lecciones la gente ha sido capaz de alcanzar el nirvana, y nos ha mostrado que la existencia no es un valle de lágrimas. Por el contrario, según sus palabras, cada persona tiene el potencial para cesar el sufrimiento. Pero también es cierto que, por estos lares pantanosos, hemos alcanzado nuestra propia y muy particular iluminación desde tiempo atrás. Por ejemplo, un esquite con limón y chile es suficiente para aderezar un cielo nublado o, en el peor de los casos, nos basta un bolillo para deshacernos de toda angustia y todo mal humor que nos aqueje cuando el Popocatépetl, Pinotepa Nacional o la placa de Cocos pongan en riesgo nuestra breve y promisoria existencia.

     

  • 0246_Más allá – En la casa: con esta gente: se nos respeta – Sebastián López

    CDMX / No. 246


    En la casa: con esta gente: se nos respeta

    Me acuerdo de las veces que iba de morrito a las luchas y gritaba “¡eeehhh, putooo!” a los técnicos, pues soy seguidor de los rudos, looos ruuudooos. Me acuerdo de las veces que iba de morrito a las luchas y salía de ellas con un traje del luchador Místico, una máscara del Dr. Wagner Jr. y una playera de los Perros del Mal. Me acuerdo de las veces que iba de morrito a las luchas y me rompí la nariz en la puerta de mi hogar horas antes de asistir a ellas y aun así fui. Me acuerdo de las veces que iba de morrito a las luchas y lloré porque en una pelea con el Hijo del Perro Aguayo al Dr. Wagner Jr. le quitaron su máscara los perros del mal que no sabemos dónde se encuentran. Me acuerdo de las veces que iba de morrito a las luchas y me tomé una fotografía con el Dr. Wagner Jr. y el Hijo del Perro Aguayo. Me acuerdo de las veces que iba de morrito a las luchas y experimenté una época de oro: vi luchar a Héctor Garza, Marco Corleone, Alex Koslov, Dos Caras Jr., el cien por ciento guapo Shocker (que de guapo sólo tenía su carisma), etcétera, etcétera. Los años pasaron, me olvidé de ese morrito que fui, de las luchas, de las mentadas de madre, de las caguamas siendo arrojadas al ring, de los piropos machistas que les hacían los sudorosos a las bailarinas, de la mercancía vendida afuera de la Arena México, de los tacos para cenar al salir de cada función, de aquella casa donde, con su gente, se nos respeta.

    Como la costumbre narrativa de toda crónica: es 10 de abril de 2024 y voy en camino al metro Balderas: cerca de las dos de la tarde: Biblioteca de México: Centro de la Imagen: sudor en el cuello y en las axilas: puestos ambulantes: restaurantes: peatones: caminar por dos cuadras: día sin nubes: sigue como antes (más deprimente). La Arena México permanece cerrada cuando no tiene funciones, y a la vista parece un lugar abandonado: sus taquillas están sucias (la gente deposita su basura en ellas) y, sin embargo, hay un vendedor de boletos para la función de la noche.

    —Deme unos de 150 para la función de hoy, por fa.

    —Serían 300.

    —Claro.

    —Tenga. Muchas gracias, jefe.

    Nuevamente hagamos la rutina, pero al revés: las dos de la tarde: Arena México: detrás de Televisa: más sudor en el cuello y en las axilas: peatones: restaurantes: puestos ambulantes: las mismas dos cuadras: Biblioteca de México: Centro de la Imagen: metro Balderas: de regreso a mi hogar y a esperar.

    *

    La lucha libre mexicana fue declarada Patrimonio Cultural Intangible de la Ciudad de México el 21 de julio de 2018 gracias al decreto firmado por el entonces jefe de gobierno: el Dr. José Ramón Amieva Gálvez. Justamente en un día 21, mas de septiembre y de 1933, se fundó la Empresa Mexicana de Lucha Libre. Entre la década de los cuarenta y de los setenta la lucha libre se popularizó a nivel nacional e internacional gracias a los medios de comunicación: televisión, radio y cine. ¿Quién no recuerda esas películas de El Santo con Blue Demon? Uno contra uno: dos contra dos: tres contra tres: ¡todo un circo! 

    Una hora antes de la función. La entrada de la Arena México deja de ser el lugar abandonado que es en sus días y horarios inhábiles, y se convierte en un punto de encuentro para amantes de la lucha libre mexicana y los que se interesan por ella. Los vendedores afuera de la entrada atraen a los asistentes, pues entre las playeras, máscaras, disfraces, mandiles y todos los demás productos referentes a los luchadores hay una gran ganancia tanto para el vendedor como para el consumidor: uno gana dinero y el otro un recuerdo.

    Tres personas de seguridad: si los asistentes traen cadenas, anillos o algo de metal, se los retiran, y al final de la función los pueden recoger; esto pasa también si portan una cámara fotográfica. Dos filtros de acceso: una persona revisa y registra el boleto y otra verifica el lugar de asiento para llevar a los asistentes al suyo: al llegar, la persona que los llevó pide una propina (“lo que gusten”).

    Ocho luces: color azul: el cuadrilátero: gradas color negro: verdes: rojas y azules: diversas filas: 13 entradas: arriba de ellas banderas de diferentes países: de las que recuerdo: Japón: Chile: Cuba: Estados Unidos: México: Canadá: España: Inglaterra: y Argentina.

    Mientras la espera del espectáculo comienza, el personal de la Arena México inicia su venta de garnachas y chelas: micheladas solas: micheladas con Clamato: papas: Maruchan preparadas: hot-dogs: cueritos: tortas: los precios varían: 40: 70: 120 varos: etcétera: etcétera.

    La lucha libre mexicana es atractiva para los extranjeros, quienes asisten a la Arena México como si estuvieran en una playa: de shorts, playera y chanclas (sin calcetines, claro). Los martes, generalmente, las gradas de arriba están vacías y las gradas de abajo se llenan como en un 80%. Los asistentes portan las máscaras de sus luchadores favoritos acompañados de sus familiares, amistades o parejas.

    Sube el referí: calvo: serio: de la seriedad sale su lado juguetón en su oficio: se apagan las luces: la pantalla (debajo de la cual salen los luchadores) presenta a un comentarista con bigote de Cantinflas, quien da la bienvenida para luego dar paso a la única persona con traje del lugar: el presentador —en este caso es Julio César Rivera—. Después de su discurso vehemente las luces arriba del ring cambian de color y salen dos bailarinas, las cuales mantienen una misma rutina de baile aunque no esté sincronizada con las canciones de presentación de los luchadores, que oscilan entre el rock, el metal y el reguetón, de vez en cuando una de hip-hop y trap. La entrada de los luchadores —que ganan arriba de los mil hasta llegar a los $40 mil si logran hacerse un nombre— es su carta de presentación ante la afición (ésta suele atraer el apoyo hacia lo opuesto, o sea, a los rudos).

    (Me abstengo de escribir quiénes son los luchadores de esta noche porque en este espectáculo no importa quién luche: lo importante y divertido es quitar el estrés de la semana mientras mentamos y disfrutamos cómo se rompen la madre).

    Después de presentarse épicamente, los luchadores le alzan los pies al referí, éste los toca para después chocar las palmas de las manos. Los rivales se saludan entre sí: no tienen riñas personales: son compañeros que se respetan: que reconocen su trayectoria: que tienen un respeto por el público: sus boletos de 400: 350: 300: 250: 200: 150: 125: 80: 50 y 25 pesos valen la pena: no como un partido de la selección nacional, que ni espectáculo ni gol regala: acá es distinto: se esperan madrazos, y madrazos hay hasta de sobra. Los luchadores, pese a que recibirán una madriza nocturna, se aprecian felices, con una sonrisa escondida detrás de su máscara: es una actividad que los complementa. La lucha libre mexicana más que un deporte es una cultura: la cultura de la disciplina: de la rutina: de la paciencia: del valor de la derrota y la delicia de la victoria. 

    Se lucha por comprender lo atractivo que es ver al cuerpo moldearse para hacer acrobacias desde la esquina del ring. Se lucha para entender la fascinación de sentir y observar el dolor ajeno. Se lucha para conocer la importancia de la empatía y la reciprocidad en un trabajo en equipo. Se lucha para encontrarse con uno mismo al enfrentarse con rostros desconocidos. Se lucha porque, en un país tan profundamente hundido en el odio y herido por la violencia, agarrar el desmadre con la afición en una lucha nos conecta: nos hace olvidarnos de la desunión que la política ha provocado en nosotros.

    ¡Lucharán a dos de tres caídas sin límite de tiempo! En esta esquina… En la lucha libre mexicana no hay retrasos ni pretextos: inicia con puntualidad. Algo que se ha fortalecido recientemente —cuando venía de morrito a la Arena México no era muy común— es la lucha entre mujeres: en mi juicio —absurdamente anímico—, ellas dan un mejor espectáculo que los hombres: hay un factor que comparten: ambos géneros cargan sus cinturones de campeonato: otro factor que comparten: luchan dentro y fuera del ring: unos factores más: tienen gastos médicos —si son independientes ellos mismos los cubren—: pierden la máscara: pierden la cabellera: sudan como cerdos: reciben las mismas mentadas de madre: culerooo, culerooo, culerooo: quiere llorar, quiere llorar: buuu.

    Al sentarme en el camión de regreso pienso en el morrito que fui y en las coincidencias de la vida. Si mi contradicción me lo permite, expondré a uno de los luchadores que vi esta noche: Místico, como en aquella ocasión de mi niñez en que me compré su disfraz. Místico: un tipo que tiene cuatro identidades: Místico: Sin Cara: Myzteziz y Carístico. Místico: un tipo que triunfó en la WWE.

    Nunca me fui de la Arena México. Nunca dejaron de gustarme las luchas. No he dejado de ser aquel morrito. ¡Que viva la lucha libre mexicana, carajo!

  • 0246_Más allá – Pitochelas, doriesquites y pepinos locos: la vanguardia gastronómica de los chilangos – Alexis Aparicio Díaz

    CDMX / No. 246


    Pitochelas, doriesquites y pepinos locos: la vanguardia gastronómica de los chilangos

    Amable receptor: ¿usted se ha topado con una “aberración culinaria”? ¿Ha visto alguno de esos puestos ambulantes que, antes que ofrecer un satisfactor del hambre, parecen buscar obtener una beca del FONCA por su exceso de performatividad? ¿Ha sido víctima de esos TikToks, posts de Facebook, reels de Instagram que exponen botanas y bebidas atiborradas de porquerías que el algoritmo arroja insistentemente para producirnos sensaciones desagradables, y así recordarnos lo que sucede cuando nos alejamos de Dios? ¿Los ha visto?

    De unos años para acá, primero en silencio, de forma respetuosa, y después con un afán de transgresión evidente, hemos asistido a un proceso de sincretismo culinario que ha roto las restricciones que en el pasado buscaban no sólo proteger de cualquier peligro a nuestro paladar y digestión, sino también fungir como un constituyente fundamental de una identidad más o menos estable. Sé que el fenómeno no es exclusivo de estas regiones —y disculpen si peco de centralista y hablo sólo desde mi experiencia— pero quien se pasee por la CDMX y el Estado de México —principalmente en sus zonas periféricas, aunque el fenómeno, como suele suceder, haya sido adoptado por una clase media-alta ávida de exotismo— se topará, casi inevitablemente, con hibridaciones alimenticias acaso sólo auguradas por el Cyber-punk. Tostilocos, birriamen, pitochelas: ya quisieran James Joyce o Vicente Huidobro esa maestría en la combinación de lexemas.

    La sobrepoblación y la necesidad de satisfacer instantáneamente a una sociedad que trae la prisa tatuada en la frente propiciaron que cada vez más comerciantes y consumidores relajaran —o se hicieran de la vista gorda, como quien se guarda el cambio del mandado— la idea tradicional de lo que se considera un desayuno o una cena. De pronto dejamos de pensar en la cantidad de nutrientes que aportaba una porción de comida, siempre y cuando eso no implicara reducir de manera drástica el rendimiento laboral. Un día se encuentran dos carnales en el jale:

    —¿Ya desayunaste?

    —Ya we, un cigarro y una coca.

    —Era desayuno, no banquete, padrino.

    El gran precedente lo constituye la disputa que ha estado a nada de desatar una guerra civil, aquella por la que mi tío se emocionó al saber que por fin utilizaría la fusca que guardaba bajo su colchón, la razón por la que en mi niñez yo decidí construir un fuerte por si estallaba la catástrofe, la operación lingüística más férreamente debatida en todo el país: la quesadilla sin queso. Los chilangos, al defender la arbitrariedad del signo lingüístico sobre su referente (bellos alumnos de Saussure), le dieron la espalda a los vecinos prescriptivistas, mis chavos los más tiernos, e inauguraron la oportunidad de pensar una gastronomía caprichosa, menos coherente pero más dispuesta a explorar las posibilidades del universo de los sabores.

    Tal vez en los hogares aún podemos encontrar una dieta más o menos estable, pero, al menos en las grandes urbes, es posible percibir un casi total abandono de la tradición y, con ello, de la moral. Ya casi a nadie escandaliza —y más bien se ha vuelto una atracción de turismo interno, experiencia exótica de las zonas marginales— que podamos beber cerveza en envases con forma de te sientas; que un alimento otrora desdeñado por anticuado, los esquites, se fusione con la jovialidad de unos Cheetos o unos Doritos nacho; que a la Maruchan se le encime, nostalgia del barroco, una porción orgiástica de birria. Fusión de la tradición con lo puramente industrial, disolución del umbral que distinguía un plato fuerte de una chuchería, hoy en gastronomía podemos decir, como Marx, que todo lo sólido se desvanece en el aire.

    Por una parte, nadie niega que la comida es también una manifestación de la creatividad de los pueblos; y, por otra, se arguye que, aunque permita un sinfín de combinaciones, su existencia siempre estará supeditada a la necesidad de sobrevivir. Por esa razón, la gastronomía todavía despierta un debate sobre si debe o no ser considerada un arte. Necesidad fisiológica o no, no me parece un despropósito afirmar que muchos cocineros, en su afán de perfección, innovación y complacencia de los sentidos, comparten el espíritu de los grandes artistas. Tal vez se han mantenido al margen de las corrientes estéticas de las épocas —outsiders de la sala de museo—, pero también es posible hablar de grandes tendencias en la cocina.

    En este caso, la gastronomía callejera chilanga recuerda mucho a las vanguardias artísticas de principios del siglo XX. Niegan la tradición, buscan tomar por sorpresa al paladar, dan la espalda a todo lo que se considera un alimento de buen gusto en favor del hallazgo novedoso. Su exaltación de lo agrio, el contraste de los sabores incompatibles, obligados a permanecer juntos, recuerda a la revolución del color emprendida por un Henri Matisse o a la deformación de los cuerpos de un Edvar Munch. No estaría renuente a establecer un paralelismo entre quienes llaman aberraciones culinarias a estos productos callejeros y el crítico que llamó fieras (fauves) a los expositores del Salón de Otoño en el Palacio de París. 

    No obstante, aunque comparte su espíritu creador, la comida chilanga no posee el afán minoritario de las vanguardias. Sea aceptada o no, esta comida es hecha por y para el pueblo, con ingredientes accesibles de los abarrotes de Don Tiburcio. Por esa razón, se trata en su mayoría de creaciones anónimas, recetas que viajan de boca en boca —o de TikTok en TikTok— e imitadas y mejoradas por otros cocineros ambulantes. ¡Por la verga los que quisieron patentar la manteconcha!

    Matizo. Si bien el espíritu se ha propagado por casi todas las zonas marginadas de la Ciudad de México, existe un conjunto de espacios privilegiados donde la efervescencia ha actuado de manera sistemática. Tepito, capital de la vanguardia gastronómica. ¿Población? Pura banda bien zafada de la chompa. Ambientado con el perreo más pinche cerdo, los gritos de vendedores de mercancía pirata y el prodigioso perfume del cannabis, el barrio bravo ha fungido como un verdadero laboratorio de invención comestible. Las mesas plegables, las carpas y los carteles neón hacen las veces de estudio de las mentes más creativas del barrio. En este momento no poseemos las herramientas metodológicas para verlo (y este texto adquirirá seriedad por ahí del 2040), pero quizás la licuachela, que sacó de contexto un electrodoméstico para volver a la embriaguez una actividad performática, sea tan importante como la Fontaine de Marcel Duchamp, y constituya una de las expresiones más altas del espíritu irónico y rebelde de la cocina de nuestro tiempo. Tal vez algún día se escriban diez mil tesis sobre ese gran hito, tal vez algún día los filósofos intenten descifrar la elevada cosmovisión chilanga a partir de ella.

    No sé qué tan biológicamente predispuestos estemos a preferir unos sabores sobre otros, pero creo que este fenómeno sí que significa, como otras grandes revoluciones artísticas, una puesta en evidencia del gusto como algo más adquirido que innato. Al tragarnos estas porquerías, ¿estaremos atrofiando nuestras papilas gustativas o, más bien, estaremos generando un rasgo evolutivo, adaptándolas al vertiginoso movimiento de una modernidad que embota nuestros sentidos en medio de una exacerbación del horror vacui? Sirva este texto, si no como manifiesto, sí como un intento de reivindicar aquellas nuestras “aberraciones” culinarias.

  • 0246_Más allá – En defensa del peatón – Dorian Huitrón

    CDMX / No. 246


    En defensa del peatón

    El camino hacia el trabajo por las mañanas se ha convertido en mi prueba irrefutable de que ya no soy un adepto de la prisa. He olvidado cómo caminar apresurado, incluso, para qué servía. Pero eso no me ha hecho inmune a ella; al contrario, me hizo más vulnerable a sus efectos. No es raro que dentro de mi rutina haya tenido que aprender la intrincada técnica de calcular la velocidad de los autos para cruzarlas calles o el arte de dejar pasar sobre una banqueta atestada de personas. Éstas son, quizá, algunas de las muchas técnicas que los peatones hemos tenido que sortear para no sucumbir ante la vorágine de la prisa, la plaga de las horas de entrada, la enfermedad del “ya voy tarde”.

    Me gustaría ser como el peatón que Jaime Sabines imaginó, aquel que se reconoce caminante antes que poeta y termina “echado en la cama con una alegría dulce y tranquila”. Pero no. Soy un peatón asalariado, un peatón que ha caído en la tentación del “compre ahora, pague después”. 

    Tal vez el peatón sea la criatura más desprotegida ante el ataque de la prisa, pues no sólo se somete a su propio paso, sino también al de las demás criaturas. Camino a mi oficina no es raro que tenga ciertos altercados con automovilistas que creen que puedo acelerar igual que ellos, o con ciclistas cuya idea de tránsito es la de todas las concesiones posibles, incluso a costa de la fragilidad de mi carnosa hojalatería. Para ellos, seres que se desplazan a una velocidad entre la vertiginosa aceleración de un motor y el paso raudo de un corredor, sólo puedo dedicar estos versos de Manuel Gutiérrez Nájera:

    Al que monta en bicicleta
    No lo insulto ni denigro:
    Que toque bien la trompeta
    Y que pierda la chaveta…
    Pero ahora es un peligro. 

    La prisa es aquello que nos impulsa a vivir acelerados, a mejorar nuestro rendimiento aun a expensas de nuestro cuerpo, y a ir más allá de las recomendaciones de tránsito. Este mal de nuestra época ha encontrado en la velocidad y la producción los principales detonantes para subsistir. Hoy en día hemos cambiado “el triunfo del más fuerte” por “el triunfo del más rápido”. Pero ¿a qué debemos la violenta naturaleza de la prisa? ¿Es acaso un mal necesario que ha estado con nosotros desde siempre?

    La etimología de la palabra prisa me da una pista desconcertante: su origen está en el verbo latino premere cuyo significado (¡oh, sorpresa!) es apretar, oprimir, presionar. No es extraño que estos vocablos también tengan su consanguínea descendencia en palabras como primeropremura o, incluso, depresión. Desde su raíz, la prisa fue concebida como un aparato de control para aquello que es necesario mantener al margen: nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro cuerpo.

    Si la prisa es la manera de reflejar el control de las sociedades modernas, ¿cuál sería una alternativa ante ella? ¿Un paro total? ¿Una desaceleración drástica? Los grandes movimientos de trabajadores han encontrado en el parón total una amenaza directa al sistema: huelgas, sindicatos, organización colectiva, deserciones, abandonos; cada uno, a su manera, significa lo mismo en esa magna estructura: el reclamo del tiempo personal.

    Imagino a las personas renunciando a sus empleos, pero también renunciando a las inclemencias del tiempo acelerado. Esas personas han decidido frenar en seco su paso para olvidarse del acelerador y andar a su propia velocidad. Han vuelto a discurrir sobre su propio pie. Si lo pensamos de esta manera, el peatón es también un desertor, un inconforme, alguien que se sabe indefenso ante la acelerada prontitud de la vida, y aun así decide tomarse su tiempo para ir a su propio paso.

    Más allá de una cuestión tangencial, de ir de un punto A a un punto B, encuentro en la caminata una oportunidad para ventilar las ideas o, en el mejor de los casos, compartirlas con alguien y discutirlas. Dentro de la antigua tradición de los paseos solitarios existe una relación estrecha entre el caminar y la generación de ideas.

    En La gaya ciencia hay un fragmento en el que Nietzsche menciona que el acto de pensar debe realizarse a la par del movimiento. Un enemigo de la vida sedentaria como él era capaz de realizar larguísimas caminatas al aire libre y por paisajes boscosos. Con esto combatía su migraña y dejaba fluir sus pensamientos de la cabeza a una pequeña libreta que siempre cargaba para esos andares. Por supuesto que para una mente como la de Nietzsche la escenografía del smog de la Ciudad de México, los cláxones y los pasos de zebra invadidos no darían los mismos resultados con los que conformó su obra filosófica, pero es divertido imaginarlo en escenarios en los que hubiera tenido que evadir algunos autos o motos para seguir escribiendo la obra en turno. 

    También Rousseau fue un peatón entusiasta. Dicen sus múltiples biógrafos que logró escribir su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres mientras caminaba por el bosque. Para él, la caminata era un placer relacionado con la escritura y el pensamiento, por ello, aprovechó los mejores años de su motricidad para hacerlo sin cesar, es decir, entre los 15 y 19 años. Algo que Rousseau nunca toleró de adulto fue la necesidad de trasladarse en carruaje debido a su agenda, por lo que desdeñaba la idea de siempre tener que llegar a un lugar. Esa necesidad bien podría ser uno de los testimonios de que desde el siglo XVIII la gente ya sufría el acoso incesante de la prisa.

    Aunque Nietzsche corre por el lado del movimiento y Rousseau por el de los que no les gusta apurarse, ambos coinciden en esa necesidad de poner un pie frente al otro como una extensión de escribir una palabra tras otra. La escritura es para ambos una solución y un paseo de ideas.

    Me gusta pensar en la escritura como ese equivalente de la caminata del peatón para combatir la prisa. Cuando escribimos podemos alterar el tiempo vivido del tiempo narrado, alargar los instantes o acortar larguísimos sucesos. También en la escritura hay atajos y rutas largas para disfrutar el paisaje, depende de las intenciones del caminante. Para mí, el ensayo es lo más cercano al paseo desinteresado, aquel que realizamos a lo largo de un camino por el simple placer de contemplar el paisaje sin importar si está dentro de nuestra ruta. El ensayo puede hacer sus recorridos en círculos o ser de naturaleza zigzagueante, pero su intención siempre estará encaminada a darle aire a esas ideas que nos atañen.

    Más allá del autoconocimiento o del empleo de nuestro ocio, tanto el ensayo como el paseo a pie bien pueden ser considerados como herramientas para combatir la prisa. Tomarse el tiempo para divagar sobre la ansiosa costumbre de mordisquear los vasos de unicel o para recorrer a pie un camellón de más de cinco kilómetros de largo que ni siquiera estaba dentro de nuestra ruta son dos caras del mismo remedio contra el ritmo de nuestros días.

    Puede que en el futuro los paseos a pie sean sólo un recuerdo vano reservado para quienes han quedado al margen del ritmo de la modernidad. O que incluso no existan más caminos por andar como en esas futurísticas fantasías en las que flotar es una nueva condición humana. En cualquier caso, confío en que siempre habrá afición por el tiempo libre y por los frenos de emergencia, ambos instrumentos tan necesarios y urgentes para volver a poner los pies en la tierra.

  • 0246_Más allá – Dios nunca muere – Luis Antonio Viniegra Mendoza

    CDMX / No. 246


    Dios nunca muere

    …y las luces del Hospital de La Raza se apagan de una vez
    Lástima; parecía un bonito acorazado para ir uno allí a parir algo
     
    Gerardo Deniz, Erdera

    En el entronque de Cuauhtémoc con la calle 22, Jomi vio la nostálgica farmacia. Ahí despacha doña Nube, y el cambio lo da en billetes planchados. Al lado de la farmacia, abres un zaguán blanco. Entras. Pasas por el departamento de doña Bety, Lalo y Pepe. No está el papá porque está trabajando en el gabacho, y a Beatriz le manda el billete verde. Subiendo las escaleras, en el primer departamento vivirá tu nieta. Pero lo anterior es irrelevante, por ahora. Todavía no son los años 2000. 

    Es el año del caldo, vete tú a saber. La década de 1980. Todavía Miguel de la Madrid era (como dicen los pendejos) titular del ejecutivo. Y no mames, Jomi venía de Acalapa, un pueblo bien metido en la sierra de Puebla. No supo trabajar su parcela, y en la ciudad le tocó ser obrero. Soñaba que en el campanario de la iglesia (mandada a construir por los ricos) estaba la cura de la homofobia; en ese pinche pueblo donde los campesinos apedreaban a los jotos de pela pintada.

    Todos somos acarreados cuando estamos en una nómina, pensaba Jomi con las manos en el volante de una troca, propiedad del pendejo arisco del Leonel. Jomi acabó de chófer de esa troca porque un día en la fábrica le cayó una caldera de jarabe de la Log Cabin.

    No mames, y el cabrón todavía se regresó a pie a su cuarto de vecindad en la calle 7. Entre gallos y gallinas, sus tres hijos se quedaron de qué pedo al ver sus dos piernas descarapeladas por el maple gringo. Descarapeladas como el piso de las casas de Acalapa. El niño Rodolfo se puso a llorar, Toñito no dijo nada y la niña Angelita se acordó de los dos abortos de su mamá, enterrados quién sabe dónde.

    Ni un peso de indemnización le soltaron en la fábrica. Entonces, te tuviste que meter a trabajar vendiendo abarrotes con el colmilludo de tu hermano el Leonel y con el Pascual, cabrón de corazón más noble. Todos oriundos del mismo Acalapa. Te tocaba despachar en el tianguis de la colonia Panamericana. La Pana. Y les iba bien. La bonanza del abarrote duró hasta que llegó el Walmart de la avenida Cuitláhuac. Los abogados del gobierno apalabraron con Sam Walton, y le dieron cuello a tu gallina de los huevos de oro. Nosotros contábamos pesos, pero a ellos se les hacía necrosis en los dedos de contar dolariza.

    Pero mientras duró, el Leonel se forró con el dinero de la venta. Se puso un diente de oro, y compró dos trocas al contado para transportar la mercancía. Costales de arroz y frijol bayo, aceite 1-2-3, paquetes de galletas María y azúcar a granel. El explotador de tu carnal hasta mandó a rotularlas con su nombre: Abarrotes Leonel Viniegra. Se le subió el ego, se casó con la licenciada Zanahoria y se hicieron coyotes carroñeros en la delegación Azcapotzalco. 

    Esa noche, lo culero sucedió en un parpadeo. Fue un día pesado en la venta. Demasiado ajetreo de atender a la clientela. Fumabas cigarro en los descansos y contabas, exhausto, billetes de 200 pesos que guardabas en tu overol. Ibas de acá para allá metiendo los costales a la troca. Ya era de noche y estabas estacionadofrente a una farmacia. Pensabas en que odiabas a María de los Ángeles, tu esposa.

    De copiloto, el Pascual te decía: ojalá cuando Toñito estudie Medicina me pueda curar el mal de sueños. Tengo pesadillas con un perro negro que me come el pene. Primero, el Hospital de La Raza se quema. Las incubadoras se incendian. Las enfermeras le hacen un trasplante de corazón a un toro. Los doctorcitos pierden sus plazas en el gobierno y se quedan pobres. Luego viene otra vez el perro, me come no sólo el pene, también los huevos. Se convierte en charro y nos asalta en el puesto. A ti te pega en la nuca, y yo le regreso el putazo con una tranca y te salvo la vida. 

    Pienso, pinche Honorio pendejo, que me hubiera gustado nacer mujer y ser bonita. ¿A ti no? Convertirme en azalea y usar falda. Menstruar y ser inteligente. Tener vulva y que me brote sábila. No ser un mecánico miserable adicto a las revistas de más pelos por menos pesos.

    Jomi con María de los Ángeles. Fotografía tomada en 1981 en el Hotel Continental Hilton. Archivo familiar del autor.

    El pinche Pascual hablaba en pastizales. Te desgajaba en la oreja su materia onírica. Sus pesadillas te daban igual. Pinche Pascual volado y maricón. Mejor te acuerdas de esa torta de lengua de res que te chingaste antes de estar estacionado acá. Tus papilas lujuriosas salivaban. Navegación sextante de las balatas a punto de turrón. Eran las tortas gigantes de la calle 7 para los traileros de la calzada Vallejo. Traileros guadalupanos como gallos de pelea cobrando su salario a cuentagotas. El local de las tortas brillaba en la noche como un punto cardinal. Chescos de vidrio en la mesa y loseta turquesa. Afuera, dos torteros vestidos de blanco despachaban en un puesto. Metían un putazo de lengua a freír. Más o menos fritas las sacaban, y embarraban de crema la telera; de ley el oro verde, jitomate, y las partían de un cuchillazo. El resultado sabía a carnitas. Ya al gusto, el chile en escabeche. El único inconveniente sería el empache posterior. 

    Alguna vez un cabrón llegó afuera de las tortas y dijo éstas son tapavenas. Luego se convirtió en mujer y un taxista la persiguió hasta el fondo de la calle 7. Le cortó el paso y le abrió la puerta del taxi, pero logró librarla. La noche era tan fúnebre como el cofre de un tráiler siendo operado al aire libre. Los mecánicos eran hombres de aceite celosos de sus motores.

    La panza de Jomi era una conjetura, y el Pascual se obnubilaba en sus pesadillas. Pobre pendejo, pensabas; sin embargo, era tu compadre. Ya cállate, Pascual, vámonos a jetiarnos porque somos obreros. Sí, Jomi, tienes que paternar a tus tres hijos. Ponte música en la troca. Y pusiste esa norteña en la casetera. Si siempre he sido el rey, el rey de mil coronas. Entonces, estabas maniobrando la palanca de velocidades y te estabas echando de reversa cuando pasó el apocalipsis.

    Un pinche borrachito, Jomi.

    Un borrachito no se quiso quitar de atrás de la troca. Estaba gritando pendejada y media. Empinándose una botella de ginebra Oso negro. Completando el estribillo de tu pinche ranchera con sus labios yeseros: y aquel galán que le quiera entrar tiene que pasar sobre mi persona. Y ya cuando estabas echando de reversa la troca, el borrachito se te aventó y la llanta lo atropelló. No sólo lo atropelló. Eres un gallo de feria bien peleado, Jomi: degollaste a un teporochito. ¡Y con la pinche troca del Leonel! La tira nos va a ahogar a macanazos, y no van a querer mordida. Dile a María de losÁngeles que esconda la fusca cuando los judiciales vayan a investigar.

    Jomi se puso bien blanco. Casi se le baja el azúcar, y eso que bebía Coca-Cola como agua. Luego luego le dieron ganas de chillar. Yo, Honorio Viniegra, he matado. Pero luego se emputó y se amparó. Pascual, ¿pues para qué se metió? Yo vengo de salida y él de entrada. ¿Ya nos vio alguien? No mames, la mancha hemática. No me voy a lavar las manos. Tendré honor.

    Las últimas palabras de ese pendejo fueron tengo el alma enamorada nomás de pensar corazón, de soñarme noche a noche dueño de tu amor.

    Jomi se bajó de la troca y dejó al Pascual perdido en sus conjeturas. Puta madre: esto no es como los licuados de plátano de mi mamá. Así, espesitos y burbujeantes. Ver la escena lo empeoraba. Así que manos a la obra. Jomi agarró la cabeza defenestrada del borrachito y dejó en el piso su cuerpo. Empezó a mancharse de sangre su overol de mezclilla. Vámonos a los velorios García. Total, están aquí como a cinco cuadras. Y el chorro de sangre manaba cada vez con más ira, como si le hubiera desatado la menstruación a un país. A esas alturas de la noche, la oscuridad era un pinche rottweiler ladrando bravo, y La Raza era tierra de nadie.

    Jomi mentaba madres de sí mismo y chillaba como los machos. Soy el rey de los pendejos. Perdóname, perdóname. Soy Jesucristo: acéptame como tu salvador. Y mientras Jomi acarreaba la cabeza del borrachito por la pinche noche solitaria (cada vez más en chinga, con la presión encima de que no cerraran los García), a la cabeza le brotaban orquídeas en los ojos. En la boca le crecían helechos. Una planta de motita le crecía en la oreja izquierda, y en la derecha le fermentaba gerbera. Debajo del cuello palmas de magueyes le crecían y se iban enraizando en la banqueta.

    Las luces de los García iluminaban la noche. Jomi llegó sudando por la puerta de las carrozas. Se metió como pudo. Atrabancado y muy tristito. Subió las escaleras, y la cabeza del borrachito ya se le estaba gangrenando. En el primer piso de los García a Jomi le explotaban en la cara los trompetazos de los mariachis. También yo estoy en la región perdida, oh, cielo santo, y sin poder volar. El velorio ya tenía rato de haber empezado y ya estaban todos acomodados. Vinieron los familiares muertos y vivos de Acalapa. El tatarabuelo Nabor Viniegra vino con su calzón de manta y su cayado. El bisabuelo Porfirio sólo hablaba en náhuatl. Vino el papá de Jomi, Jesús Viniegra, y ya no tenía demencia. Vino bien encabronando el Leonel porque su troca iba a ser inspeccionada por la tira. Vino el tío Germán con su olor a leña. Eugenio se perdió en el camino porque tenía Alzheimer. Chabela andaba de chismosa y repartía rompope. Natividad hablaba de la casa de adobe donde nació en lo más espeso de la sierra.

    De los vivos vine yo, la nieta bebé. Mi mamá me estaba amamantando con salmos sobre el 2002.

    Vino doña Bety y dijo que se tenía que ir porque ya había conseguido trabajo en una funeraria hasta Observatorio. Vino Pepe y estaba aprendiendo a leer. No sabe que, a su carnal Lalo, muchos años después lo plomearán desde una moto por malo. Vino el niño Rodolfo y tenía un girasol en la cabeza. Vino Toñito y jugaba a ser políglota. Vino Angelita y decía: papá, te perdono porque cuando crezcan, misdos hermanos no irán a tu velorio. María de los Ángeles estaba enojada porque no iba a haber dinero un rato en el cuarto de vecindad. Vino la madrina Chole y daba consejos sobre cómo pedir fiada la leche de la Liconsa. Vino la prima Imelda y desde entonces quería ser bióloga. Vinieron los hijos del Pascual (los patitos) y cada uno traía un dulce de leche. Vino el Noé y ofreció su troca roja. 

    Todos consolaban a Jomi. Decían que el borrachito ya se fue, y que no era su culpa haberlo matado. Pero era su deber ponerlo en su caja.

    Padrino, mejor vamos a dar la limosna. José López Portillo pasó la canasta entre todos. Y entre trompetazos la gente de Acalapa daba fajos de papeliza: puros billetes azules de 500. El Noé, por plomero rayado, dio una milpa. Llegaron los microbuseros, los torteros y los barrenderos de La Raza y ellos dieron morralla.

    Cuando le pasaron la canasta, María de los Ángeles escupió en la limosna, maldijo a todos los varones y dijo: ni un peso más a la Iglesia católica.

    Luego llegó un pelado que dio mil dólares, se estaba caciqueando a todos y hablaba en jurisprudencias. Era Carlos Salinas de Gortari que llegó trajeado. Juntando las manos sigilosamente le dijo a Jomi: soy adicto a la adrenalina y soy el banquero del diablo. En mis manos está encallado el diezmo del mundo.

    Entonces, el terror se derramó en los ojos de Jomi. Todos los asistentes se pusieron una máscara de Salinas de Gortari manchada de sangre. Murmuraron: somos la guerra florida, Jomi, y tú eres una piedra de sacrificio. Di tus últimas palabras.

    Jomi se acercó al féretro y se vio a sí mismo. Su rostro yerto y amarillo. Su bigote entumecido y sus lentes setenteros de pasta negra. Abrió el vidrio de la caja y puso la cabeza del borrachito junto a él. La almohadilla del féretro ya se estaba llenando de pus. Viendo a los dos difuntos dijo:

    Jehová es mi pastor; y todo me faltará.
    En lugares de delicados pastos no me hará descansar.
    Junto a aguas de reposo no me pastoreará.
    No confortará mi alma.